La Segunda Guerra Mundial demostró la magnitud aterradora que es capaz de alcanzar un conflicto armado, el nivel de demencia a que puede llegar el odio entre los seres humanos. La gente moría a la vez en Noruega y en Birmania, en el ardiente desierto libio y en las heladas trincheras rusas: los ejércitos se adaptaban a cualquier territorio y a cualquier clima con tal de seguir matando.
Fue también entonces cuando se demostró que la capacidad industrial de un país era determinante para ganar las guerras. Cuando Estados Unidos, tras el ataque a Pearl Harbor, declaró la guerra a Japón y tres días después (11 de diciembre de 1941) recibió la declaración de forma oficial por parte del Eje, el conflicto empezó a cambiar radicalmente. La colosal industria norteamericana se puso al servicio de la contienda sin el constante sobresalto de los bombardeos que padecían en Europa los centros de producción bélica.
Desde las grandes acerías, los astilleros y las factorías automovilísticas y aeronáuticas hasta las envasadoras de alimentos, las tabaqueras, las plantas textiles o los fabricantes de condones, todo el sistema industrial americano entró en un proceso de producción coordinada destinado a proveer a las fuerzas armadas de cuanto considerasen necesario o útil. Como ya había ocurrido en la guerra anterior, la mano de obra se reforzó decisivamente con la incorporación masiva de las mujeres, de modo que las fábricas funcionaban a pleno rendimiento en todo el país.
Esa abrumadora capacidad de producción, unida al sacrificio masivo del pueblo soviético y del Ejército Rojo (27 millones de muertos en total), hizo posible la rendición de Alemania el 7 de mayo de 1945.
Muchos comprendieron que, liberado de su frente europeo, Estados Unidos redoblaría el esfuerzo en el frente del Pacífico y que Japón terminaría por sucumbir más pronto que tarde. Pero también era sabido que el archipiélago nipón lucharía hasta el último aliento.
La situación era muy grave para entonces en el Imperio del Sol Naciente. Antes de unirse al Eje llevaban diez años de guerra en China, y el poder absoluto del emperador Hirohito había pasado a manos del general Hideki Tojo, quien fue responsable en los territorios conquistados de monstruosidades aún mayores que las cometidas por los nazis en los suyos. La sociedad estaba rigurosamente militarizada y controlada por medio de las asociaciones vecinales. Una censura de hierro aliada a la machacona propaganda política –como en Alemania– había fomentado el ímpetu imperialista que aquellas islas desarrollaron después de Pearl Harbor.
Las victorias en Singapur, Hong Kong, Malasia y Filipinas alentaron una euforia nacionalista fanática y racista que ya existía antes de la guerra. En Asia les había ido muy bien: bombardear, desembarcar y ocupar. Pero con Estados Unidos no fue lo mismo. El planteamiento de aquella guerra era inédito; se trataba de luchar contra un enemigo separado por 8.000 km de océano con unas cuantas islas minúsculas por medio; un proceso que debía concluir con la invasión del territorio enemigo. Antes de enfrentarse en tierra firme, las batallas tenían que librarse por mar y aire en la inmensidad que les separaba.
Desde el punto de vista marítimo, el golpe de Pearl Harbor falló en su objetivo principal: los portaaviones americanos. Ambos bandos sabían que, dada la distancia entre ambos países, insalvable para un ataque aéreo directo, eran imprescindibles los portaaviones, un arma que se había empezado a desarrollar al final de la guerra anterior.
Fue desde la cubierta de un portaaviones (el USS Hornet) de donde despegaron los 16 bombarderos americanos al mando del comandante Doolittle que bombardearon Tokio en abril de 1942 para desmentir a Tojo, quien, como hiciera el jerarca Hermann Göring en Alemania, había declarado que el espacio aéreo del Japón era completamente invulnerable.
Dos grupos de combate
El planteamiento yanqui consistió en formar dos grupos navales de combate. Uno de ellos, a cargo del general McArthur, subió desde el sur hacia las Filipinas, y el segundo, dirigido por el almirante Nimitz, se encargó de la conquista sucesiva de las islas que permitirían poner el territorio japonés al alcance de los bombarderos pesados.
La sed imperialista nipona quiso apoderarse de Australia y Nueva Guinea, pretensión frenada en seco tras la batalla del mar del Coral, y sobre todo la de Midway, que supuso un quebranto sin remedio para Japón e inclinó la guerra del lado americano. Cuatro portaaviones japoneses fueron hundidos por la aviación o resultaron seriamente dañados. Por otra parte, los avances aeronáuticos americanos habían dejado obsoletos a los cazas nipones, los famosos modelos Zero, derribados en gran número durante lo que se llamó “la cacería de patos de las Marianas”. La fuerza aérea japonesa sería irrelevante a partir de entonces. Desde mediados de 1942, Japón tuvo que renunciar a ataques importantes y se concentró en evitar la aproximación del enemigo a sus costas, para lo cual estaba obligado a resistir los inevitables asaltos a las islas intermedias que acercaban cada vez más los bombarderos enemigos al suelo patrio.
La ocupación de aquel rosario de islas resultó un calvario para los americanos, quienes se quedaron atónitos ante la resolución y el fanatismo con que peleaban sus enemigos.
El primer gran enfrentamiento de ambas infanterías tuvo lugar en Tarawa, un estrecho atolón coralino de las islas Marshall que los japoneses habían fortificado endiabladamente y dotado de una guarnición de 5.000 hombres. Entre el 20 y el 25 de noviembre de 1943, aquellos desdichados lucharon contra unas fuerzas norteamericanas siete veces superiores y mucho mejor armadas, y lo hicieron de tal modo que cuando terminó la batalla solo quedaban vivos un oficial y dieciséis soldados.
La diferencia entre los japoneses y los americanos radicaba en que, llegado el caso, a unos no les importaba morir y a los otros sí. Los marines supervivientes nunca consiguieron olvidar el hedor de aquellos 6.000 cadáveres insepultos repartidos por el minúsculo atolón bajo el sol del trópico. Eso fue lo que todos decían recordar cincuenta años más tarde, cuando se les entrevistó para un documental sobre la batalla. La censura nipona acalló lo mejor que pudo el desastre, pero en Estados Unidos se alzaron gritos escandalizados por el coste de aquella primera batalla. A cambio de un miserable puñado de tierra en medio de la nada, la cifra de 1.700 muertos y 2.000 heridos, además de la pérdida del portaaviones Liscome Bay hundido por un submarino japonés, resultaba inaceptable.
Luchar hasta el final
Si para dominar un atolón debía pagarse ese precio, los críticos se preguntaban cuántas bajas costarían las islas más grandes antes de llegar a territorio japonés. Pero así iban a ser las cosas en adelante. Los japoneses luchaban hasta la muerte y no pensaban dejar de hacerlo. Para ellos, rendirse estaba fuera de toda discusión. Ya no podían pensar en atacar, pero resistir era su especialidad. En Tarawa se vio su capacidad para atrincherarse en cuevas y cavar antros subterráneos, una práctica que se convirtió en habitual. Los bombardeos navales y aéreos yanquis para preparar los desembarcos de tropas duraban días, y las pequeñas islas quedaban desfiguradas y arrasadas. Pero al terminar, los defensores salían de sus escondrijos y volvían a ser los feroces combatientes de siempre.
Cada nueva isla conquistada (Guadalcanal, Saipán, las Palau, Guam, Iwo Jima y Okinawa) suponía otro baño de sangre, aunque para Japón el baño tenía dimensiones de lago. Además, la situación en el archipiélago era cada vez más difícil. Presionados por el brutal esfuerzo de guerra y privados de los suministros que llegaban desde los territorios conquistados, padecían una severa carencia de casi todo. Para colmo, la cosecha de arroz fue una de las peores que se recordaban. Pero la población, alimentada por una propaganda manipuladora y embustera, parecía dispuesta a sucumbir en masa antes que rendirse.
En febrero de 1945, el desembarco en Iwo Jima, a las puertas de Japón, fue precedido por un bombardeo aeronaval que duró dos meses y medio. Esta isla está dominada por el monte Suribachi, que los japoneses habían fortificado concienzudamente con un sistema laberíntico de túneles y cuevas donde resistieron los interminables bombardeos. Iwo Jima costó 6.000 muertos y 18.000 heridos a las fuerzas americanas. De los 20.000 soldados japoneses que lucharon, sobrevivieron 216.
Cuando los alemanes se rindieron a los aliados, Japón defendía ya su propio territorio. Los americanos habían invadido Okinawa el 1 de abril de 1945, en lo que supuso uno de los enfrentamientos más feroces de la guerra. A lo largo de dos meses perdieron la vida un cuarto de millón de soldados. Los japoneses utilizaron su última arma y también la más eficaz: los pilotos suicidas o kamikazes, que se inmolaban lanzándose cargados de explosivos contra los barcos enemigos. Consiguieron hundir 30 de ellos y dañar más o menos gravemente a otros 200.
Por su parte, los americanos utilizaron con generosidad una de las armas más crueles que se han inventado: los lanzallamas, que los acompañaban de isla en isla, y que en Okinawa se utilizaron instalados en tanques capaces de lanzar cortinas de fuego a doscientos metros de distancia. Okinawa, consolidada el 2 de junio, estaba destinada a ser el centro de operaciones para la invasión del Japón.
Pero ya desde el mes de febrero se bombardeaban con napalm las principales ciudades japonesas, cuyas casas de madera ardían como la yesca. En la madrugada del 10 de marzo, 300 bombarderos B-29 regaron Tokio de napalm con el resultado de 100.000 civiles muertos.
La rendición ya es un hecho
El presidente de Estados Unidos, Franklin D. Roosevelt, murió súbitamente el 12 de abril, y el poder recayó en Harry S. Truman, su vicepresidente, quien fue informado de la existencia de un proyecto secreto llamado Manhattan, autorizado por Roosevelt para producir la primera bomba atómica. De hecho, tan solo tres meses después tuvo lugar la primera detonación en Alamogordo (Nuevo México). Truman, que se encontraba en Potsdam conferenciando con Churchill y Stalin sobre los acuerdos de posguerra, fue informado del éxito de la prueba.
A su regreso, el 3 de agosto, ya había tomado la decisión de usar la nueva arma. Asustados de su propia obra, los científicos le propusieron que la lanzase en algún terreno despoblado, ante observadores japoneses que pudieran calibrar la magnitud de lo que se les venía encima. Truman decidió usarla sobre una ciudad populosa y poco afectada por los bombardeos convencionales, a una hora en que sus calles estuvieran llenas de gente.
La ciudad escogida fue Hiroshima, que el día 6 de agosto vio caer el infierno desde el cielo en forma de un artefacto nuclear de 16 kilotones llamado Little Boy, el cual detonó 600 metros por encima de sus cabezas generando una temperatura superior al millón de grados centígrados. Buena parte de la ciudad quedó volatilizada, y con ella 80.000 de sus habitantes, una cifra que se duplicaría a los seis meses como consecuencia de los efectos de la radiación. Por si los japoneses creían que solo había una bomba, Truman ordenó lanzar una segunda sobre Nagasaki tres días más tarde. Fue suficiente para conseguir lo que parecía imposible: Japón firmó su rendición incondicional el 2 de septiembre.
La guerra con el Eje había terminado, pero al calor de la amenaza nuclear empezaba la Guerra Fría.
Cortesía de Muy Interesante
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