El dictador soviético sabía que el pacto que había firmado con los nazis se podía romper en cualquier momento, lo que inevitablemente le llevaría a un enfrentamiento con Hitler a medio plazo. Si finalmente ocurría eso y los finlandeses llegaban a un acuerdo con Berlín, la Wehrmacht tendría las puertas abiertas para atravesar Finlandia y tomar sin apenas esfuerzo la ciudad de Leningrado (San Petersburgo), situada a tan solo 30 kilómetros de la frontera con dicho país.
Por eso, Stalin quería hacerse con una franja de terreno en el sur del país vecino que sirviera de colchón protector a la ciudad que había sido la cuna de la Revolución soviética. Pero los finlandeses no estaban dispuestos a ceder ni un palmo de su territorio.
Finlandia unida
Confiado en su superioridad militar, el líder soviético ordenó el 26 de noviembre de 1939 el bombardeo de la aldea de Mainila, situada en la zona rusa del istmo de Carelia. A continuación, el “hombre de acero” acusó a los finlandeses del ataque, lo que le proporcionó el casus belli que necesitaba para desencadenar la llamada Guerra de Invierno. Veinticuatro horas más tarde, Stalin rompía relaciones diplomáticas con Finlandia y ordenaba reunir cinco ejércitos en la frontera, con un total de 30 divisiones, además de varias brigadas de carros de combate.
Frente a esa importante fuerza bélica, los finlandeses solo opusieron 14 divisiones, escasa artillería y un puñado de envejecidos blindados. Mannerheim sabía que no podía ganar la guerra contra el gigante soviético, pero pensó que quizás podría ralentizar su avance hasta que las democracias occidentales abrieran los ojos y se decidieran a apoyar el esfuerzo de guerra finés. En efecto, parecía impensable que una nación de 3,6 millones de habitantes pudiese hacer frente al Ejército Rojo; pero el ultranacionalismo de los finlandeses, labrado tras siglos de injerencias de suecos y rusos en su país, hizo que se levantaran en armas unidos contra su poderoso vecino.
A las 6:50 horas del 30 de noviembre, la artillería soviética comenzó a bombardear el istmo de Carelia, cosa que siguió haciendo durante más de una hora. Una vez concluyó el fuego artillero, el 7.º Ejército, al mando del general Yakolev, inició su avance y logró penetrar 10 km en territorio finés.
Al mismo tiempo, más al sur, los rusos se dirigieron a Terijoki, cuyos defensores sembraron minas en los alrededores de la localidad que causaron enormes daños a los atacantes. En el sector central de Finlandia, los rusos atravesaron la frontera para encaminarse hacia la villa de Suomussalmi, defendida por una sección de la policía que, a pesar de estar compuesta por solo 58 hombres, logró contenerlos durante unas horas hasta que cayeron abatidos.
En las primeras horas del 11 de diciembre, esquiadores finlandeses se infiltraron por los bosques para cortar la carretera que unía Suomussalmi con la localidad de Raate, dejando aislada así a la 163.ª División soviética. Tras tres semanas de hostigamiento, el 1 de enero de 1940 los finlandeses atacaron los flancos de la columna enemiga. Muchos rusos fueron abatidos, y otros huyeron y murieron de frío o hambre días después; solo unos 500 fueron hechos prisioneros. Los finlandeses obtuvieron además un enorme botín compuesto de algunos carros de combate, piezas de artillería y armas ligeras.
“La carretera y los bosques estaban sembrados de cadáveres de hombres y caballos; y de tanques averiados, cocinas de campaña, camiones, armones, libros y prendas de vestir. Los cuerpos, inertes y helados como madera petrificada, tenían el color de la caoba”, escribió la periodista estadounidense Virginia Cowles tras visitar el escenario de la batalla. Algunos soldados rusos se encontraban recostados en los árboles y otros yacían apilados como montones de basura, todos congelados en posturas grotescas.
Horas antes de aquel desastre, los mandos del Ejército Rojo habían ordenado el avance de la 44.ª División, que contaba con 17.000 soldados y 43 carros de combate T-28, para ayudar a la división que había quedado aislada en Suomussalmi. Pero el 2 de enero, de madrugada, los finlandeses atacaron a esos refuerzos soviéticos con el termómetro marcando 30 ºC bajo cero. Debido al intenso frío, los motores de los blindados rusos comenzaron a fallar, al igual que sus armas. “Algunas unidades finesas adoptaron tácticas de guerrilla a gran escala, saliendo de los bosques para atacar a las tropas soviéticas y volver a replegarse luego, con la intención de desbaratar sus formaciones y destruirlas después por partes”, relata el historiador y periodista británico Max Hastings.
Derrota rusa en toda regla
Los soldados de la 44.ª División apenas veían a sus enemigos, que surgían de cualquier parte como figuras fantasmales. Fue una auténtica escabechina: los finlandeses capturaron a un millar de prisioneros y solo 700 soldados soviéticos pudieron replegarse. Otros muchos murieron de frío o acribillados a balazos.
La opinión pública occidental se puso, claramente, de parte de los valerosos finlandeses. “Los británicos y franceses entendieron la conducta de Stalin como una prueba más de la colaboración buitrera entre soviéticos y alemanes, que se había hecho manifiesta en Polonia, por más que, en realidad, nada tuviese que ver Berlín con esta campaña”, subraya Hastings.
Entretanto, más al sur se desplegaba la 54.ª División de Infantería de Montaña soviética, que días antes había sido fragmentada también por los finlandeses en pequeños grupos aislados para destruirlos poco a poco. Al menos, en este caso, los rusos se defendieron como pudieron hasta el final de la guerra, cuya duración apenas alcanzó los cien días. Otras dos divisiones soviéticas –la 122.ª y la 88.ª– avanzaron varios kilómetros dentro del Círculo Polar, ocuparon Salla y amenazaron la ciudad de Rovaniemi, la capital de Laponia, pero un batallón finlandés consiguió frenar asimismo su avance.
La prensa occidental no salía de su asombro. ¿Cómo era posible que la pequeña nación nórdica hubiera propinado tal paliza al poderoso Ejército Rojo? Rabioso ante la debacle de sus ejércitos, Stalin tampoco se lo podía explicar. En realidad, si los finlandeses lograron derrotar a los rusos se debió a que tenían la firme resolución de defender su patria a costa de cualquier sacrificio, a lo que hay que sumar su gran conocimiento del terreno y su mejor preparación física y mental, claves para poder soportar el riguroso invierno que se cernía sobre aquel escenario bélico cercano al Círculo Polar Ártico.
Solidaridad internacional
El compositor finlandés Jean Sibelius, que en aquella época residía en Estados Unidos, hizo un llamamiento de ayuda que pronto obtuvo respuesta. Artistas e intelectuales estadounidenses y europeos mostraron su solidaridad con los finlandeses, entre ellos estrellas de Hollywood como la famosa actriz Greta Garbo, que donó 5.000 dólares para contribuir a la resistencia finesa. Muchos suecos y noruegos, así como oriundos de otras naciones, llegaron a Finlandia como voluntarios para combatir contra los rusos. Entre ellos se encontraba el británico Christopher Lee, que años después se haría famoso interpretando a Drácula en las películas de la productora Hammer.
Por su parte, las democracias prometieron ayuda militar, pero esta fue tan escasa que los finlandeses pronto se quedaron sin municiones para repeler la agresión soviética. No obstante, los continuos reveses de los rusos provocaron que el control de la campaña pasara al Alto Mando Supremo, directamente bajo la supervisión del mariscal Kliment Voroshílov, quien tampoco supo encontrar un remedio para frenar la sangría. Mientras tanto, las escasas fuerzas finlandesas se defendían del acoso de los carros de combate soviéticos lanzándoles racimos de granadas y cócteles molotov. Stalin pensó que la mejor manera de poner fin a aquella terrible humillación pasaba por el nombramiento de Semión Konstantínovich Timoshenko como jefe del ejército de ocupación.
Hitler, en aquel entonces todavía aliado de Stalin, se sintió incómodo con el ataque soviético, ya que podía poner en peligro las relaciones diplomáticas y comerciales de Alemania con los países nórdicos, especialmente con Suecia, cuyas reservas de hierro eran de vital importancia para la industria armamentística del Reich. Berlín temía, además, que el Reino Unido y Francia terminaran enviando hombres a Escandinavia.
De hecho, británicos y franceses ya barajaban varias operaciones militares para transportar tropas a Suecia y desde allí encaminarlas hacia Finlandia; pero el gobierno sueco, amenazado por los alemanes, denegó el 20 de febrero de 1940 el permiso para usar su suelo como corredor de ayuda a Helsinki. La solidaridad internacional se resquebrajó y los finlandeses comenzaron a quedarse sin recursos para frenar las continuas oleadas de tropas enemigas que cruzaban la frontera.
Desde primeros de enero, Timoshenko estaba reforzando las unidades bajo su mando en un estrecho sector del istmo de Carelia. El 1 de febrero, finalmente, ordenó un bombardeo de artillería sin precedentes en lo que iba de guerra. Más de cien baterías y más de 500 aviones lanzaron una lluvia de obuses sobre las posiciones finlandesas, incluida Helsinki. A continuación, los rusos penetraron en el país disparando contra todo lo que se movía. A lo largo de la segunda semana de febrero, los finlandeses comenzaron a mostrar preocupantes signos de agotamiento. Muchos soldados llevaban días sin pegar ojo y apenas tenían municiones para defenderse.
Rusia desaprovecha la ocasión
Ya no había forma de frenar el empuje de los rusos, cuyos carros de combate parecían maniobrar mucho mejor que en los primeros días de la guerra. El 5 de marzo, sus tropas lograron establecer un punto de apoyo firme en la costa norte de la bahía de Viipuri, aunque sufrieron un alarmante número de bajas, algo que parecía no importarle a Stalin, cuyo único objetivo a esas alturas era doblegar de una vez por todas la resistencia finlandesa.
Sin posibilidades de seguir defendiendo sus posiciones, Mannerheim aconsejó a los dirigentes políticos que propusieran a la Unión Soviética conversaciones de paz. Era preferible perder una parte del territorio y limitar el número de víctimas que la total sumisión del país a los dictados del Kremlin. Stalin estaba en condiciones de conquistar todo el territorio finlandés, pero no aprovechó la ocasión. Tenía otras preocupaciones en la cabeza.
El líder soviético tenía que recomponer su ejército, cuyo rendimiento había sido desastroso en Finlandia, y quería evitar una guerra abierta con las democracias occidentales. Sabía que el Tratado de No Agresión con Alemania podía convertirse en papel mojado en cualquier momento, lo que le obligaría a unirse a los aliados para luchar contra los nazis, tal y como ocurrió finalmente.
Así, el 12 de marzo, los finlandeses se avinieron a las exigencias de Stalin, que, en esencia, eran las mismas que había planteado antes del estallido del conflicto. Helsinki cedía territorios del Ártico, la soberanía de la península de Hanko por 30 años –para que los rusos establecieran allí una base naval–, el ansiado istmo de Carelia y toda la costa norte del lago Ladoga, con lo que Leningrado quedaba más protegida ante la posibilidad de que la Wehrmacht invadiera el país nórdico.
Un balance no definitivo
La Guerra de Invierno le costó a Finlandia unos 25.000 muertos y 45.000 heridos. Los soviéticos perdieron en torno a 270.000 hombres, entre fallecidos y heridos, aunque hay historiadores que incrementan esas cifras. La opinión pública occidental criticó abiertamente a sus gobiernos, a los que tildaron de especuladores y timoratos por retrasar una y otra vez la ayuda a los finlandeses. Pero, una vez que Moscú obtuvo lo que buscaba, la política internacional volvió a centrarse en el conflicto bélico que enfrentaba a Gran Bretaña y Francia con Alemania.
Por su parte, Hitler quedó muy complacido al haber podido comprobar el lamentable estado en que se encontraba el Ejército Rojo, cuyos mejores oficiales habían sido eliminados por el propio Stalin en las purgas de los años treinta. Muchos de los principales integrantes del Alto Mando alemán comenzaron así a ver perfectamente viable el plan del Führer de invadir Rusia y acabar en un abrir y cerrar de ojos con aquel depauperado Ejército Rojo. Tres años más tarde, cuando menos se lo esperaban, iban a llevarse una desagradable sorpresa en Stalingrado.
Cortesía de Muy Interesante
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