La paleontología tiene padres muy ilustres y controvertidos, empezando por el naturalista francés que dio forma al concepto de la extinción, el gran George Cuvier. Era capaz, según los cronistas de la época, de reconstruir un ser vivo a partir de un trozo de hueso. Y, aun así, el mayor científico de Europa no supo identificar los restos que le hizo llegar el joven médico británico Gideon Mantell, y perdió la gloria de describir al primer dinosaurio.
Aunque, en realidad, el Iguanodon no era el primero visto por un naturalista, ya que el reverendo William Buckland bautizó al Megalosaurus en 1824, un año antes de que Mantell anunciara su descubrimiento. El caso es que no fue hasta años después, en 1842, cuando Richard Owen, el más eminente anatomista del momento, anunciara el evidente parentesco entre esos fósiles y otros con características comunes, y acuñara por fin el término dinosaurio (‘lagarto terrible’) para englobarlos a todos.
Gigantes de la ciencia con los fósiles de la discordia
Esta sería una simple crónica científica de no ser por el carácter de Owen, un típico victoriano, pomposo y engreído, que hizo todo lo que estuvo en su mano para negarle a Mantell cualquier reconocimiento. Le boicoteó económicamente, e incluso se atribuyó sus hallazgos. Owen presumía de ser el naturalista más grande del siglo, pero, para su desgracia, se cruzaron en su camino Charles Darwin y, sobre todo, su gran amigo y feroz polemista Thomas Henry Huxley. Este humilló públicamente al Cuvier Inglés –como llamaban a Owen sus aduladores– en un debate científico (1860) que fue seguido ansiosamente por la prensa británica.
De hecho, las ideas de Huxley eran tan radicalmente opuestas a la ortodoxia del momento que algunas –como el origen dinosaurio de las aves– tardaron un siglo en ser reivindicadas. Menos suerte tuvo Mary Anning, una humilde buscadora de fósiles a la que los estirados científicos de la época adquirían sus descubrimientos para luego reclamarlos como propios. Anning se convirtió en la mayor especialista del mundo en reptiles marinos del Jurásico, pero nunca fue admitida en los salones o las academias. Solo su perseverancia y el firme apoyo del reverendo William Buckland impidieron que su nombre cayera en el olvido.
La guerra de los huesos: entre sabotajes, insultos y sobornos
Mientras los ingleses se lanzaban ingeniosos y envenenados comentarios, en Estados Unidos estalló un agrio conflicto entre dos de los naturalistas más prestigiosos –e iracundos– del país. Othniel Charles Marsh y Edward Drinker Cope se enzarzaron entre 1872 y 1892 en una feroz batalla de descubrimientos y publicaciones conocida como la Guerra de los Huesos.
Su historia rezuma robos, sobornos, sabotajes, insultos…, cualquier cosa con tal de adelantar y denigrar al rival. Cope llegó a desafiar a Marsh a un duelo post mortem, en el que exigía que fueran medidos y pesados sus cerebros. Estaba convencido de que el suyo sería el más grande.
Al margen de las anécdotas, que darían para llenar una serie televisiva –algunas implican al mismísimo Buffalo Bill–, la frenética carrera de Cope y Marsh sacó a la luz la mayor parte de los dinosaurios más célebres, desde el Triceratops y el Brontosaurus hasta el Stegosaurus y el Alosaurus. Al final, ambos quedaron arruinados, financiera y socialmente.
Seres condenados a la extinción
Tras algunos coletazos, como la expedición de Roy Chapman Andrews a Mongolia en los años 20 del siglo pasado, la paleontología del Mesozoico dejó de llamar la atención del público y fue quedando, si no en el olvido, sí aletargada, como si tras semejante frenesí de excavaciones no quedase nada interesante que reseñar.
Los dinosaurios fueron arrumbados en el imaginario colectivo como una curiosidad, un callejón evolutivo sin salida, lleno de seres condenados a la extinción por su propia monstruosidad. Y ahí permanecerían durante décadas, hasta la llegada de una nueva revolución.
La bestia de Maastricht
Cuando el ejército francés asedió Maastricht (Países Bajos) en 1794, tenían órdenes de conseguir un botín muy especial, por encargo del naturalista George Cuvier: un impresionante cráneo con dientes como cuchillos encontrado en 1764.
Al principio fue descrito como una ballena, pero cuando Cuvier pudo examinarlo comprobó que era de un reptil emparentado con los modernos varanos. Así, el Mosasaurus –el ‘lagarto del río Mosa’– fue la primera pista sobre un remoto pasado dominado por reptiles de formas y tamaños inverosímiles. Georgiasaurus –la presa de la imagen– es uno de los últimos plesiosaurios conocidos: mientras que los ictiosaurios –también acuáticos– casi habían desaparecido, los plesiosaurios lograron sobrevivir hasta la gran extinción.
NI escroto ni cuadrúpedo
Tras estudiar una mandíbula hallada en Stonesfield, en el centro de Inglaterra, William Buckland describió a su dueño como un enorme lagarto depredador, y lo bautizó, con escasa imaginación, Megalosaurus (‘lagarto grande’).
Lo que el reverendo ignoraba es que un fragmento de fémur del mismo animal había sido descrito en 1676, por lo que, según las normas de la nomenclatura, ya tenía nombre: Scrotum humanum, dada la similitud del fósil con unos testículos. No es que la interpretación del megalosaurio fuera mucho más acertada, pues Richard Owen dedujo que era una especie de lagarto-oso cuadrúpedo, y así fue reconstruido hasta que se supo que los dinosaurios carnívoros eran bípedos.
La criatura del crystal palace
Los restos del Hylaeosaurus (‘reptil del bosque’) plantearon dificultades a Gideon Mantell, sobre todo por la disposición de sus enormes espinas defensivas. Hoy reconocemos a este animal como un nodosaurio –y se lo reconstruye sobre la base de su afinidad con ese grupo de dinosaurios acorazados–, pero cuando se decidió esculpirlo para la Gran Exposición londinense en el Crystal Palace (1851), el artista Benjamin Waterhouse lo recreó como una gigantesca iguana, por ser este animal la única referencia que conocía de un reptil con espinas.
Aunque la estructura del edificio fue destruida por un incendio, los jardines permanecen abiertos y aún podemos admirar esas estatuas de cemento, un excelente reflejo del modo de pensar de la época.
Cementerio de gigantes
En 1878, el hallazgo de 38 esqueletos de Iguanodon en la mina de carbón de Bernissart (Bélgica) tiró por tierra las reconstrucciones inglesas –semejantes a rinocerontes– de esas criaturas. Porque los iguanodontes resultaron ser bípedos, sus proporciones no cuadraban con las de un mamífero y la acumulación de cuerpos apuntaba a una conducta gregaria.
De todos modos, el paleontólogo Louis Dollo (1857-1931) eligió como referente un canguro a la hora de montar los esqueletos, que adoptaron una postura casi vertical y arrastraban la cola por el suelo como si fuera la tercera pata de un trípode. Esta sería la pose canónica de todos los dinosaurios bípedos hasta los años setenta del siglo XX.
EL fósil que cambió la historia
Cuando el Archaeopteryx (‘ala antigua’) fue descubierto en 1861, causó un terremoto científico, ya que parecía el perfecto eslabón perdido que los oponentes de Darwin exigían como prueba de sus hipótesis.
Además, este hallazgo indicaba que el origen de las aves era mucho más antiguo de lo supuesto. Tras estudiarlo, el biólogo británico Thomas H. Huxley concluyó que las similitudes de este animal con los pequeños dinosaurios carnívoros, como el Compsognathus longipes, indicaban que las aves podrían descender de los dinosaurios. Su hipótesis fue rechazada por carecer estos últimos de clavículas.
Luego se comprobó que algunos terópodos sí las tenían, pero las ideas de Huxley fueron arrinconadas hasta que el hallazgo de nuevas aves del Jurásico y el Cretácico las confirmaron. Hoy las aves se clasifican como dinosaurios avianos.
Los cuernos de la discordia
Como no podía ser de otro modo, el Triceratops (‘cara con tres cuernos’) también creó controversia entre los paleontólogos Edward D. Cope y Othniel C. Marsh. Cuando este último lo describió, en 1889, Cope intentó que sus restos fueran asignados al género Agathaumas (‘habitante maravilloso’), que él había presentado en 1873; y que los ceratopsios, así llamados por Marsh, pasaran a denominarse Agathaumidos.
Dado lo precario de los restos presentados por Cope (el sacro y algunas vértebras), Marsh mantuvo la primacía sobre su hallazgo más célebre, y hoy el Agathaumas sigue siendo considerado un género dudoso, mientras que el Triceratops se ha convertido en uno de los dinosaurios más icónicos, hasta el punto de ser uno de los animales más reconocibles de la cultura popular.
Cortesía de Muy Interesante
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