A mediados del siglo XII, los nuevos señores de Córdoba, los almohades, habían lanzado la yihad contra los reinos cristianos, si bien fue en respuesta a la cruzada de Reconquista que estos habían iniciado con anterioridad contra los que consideraban “infieles”.
Guerra en la Península Ibérica
El campo de batalla donde se enfrentaron ambos bandos fue una amplia zona entre el Tajo y el Guadiana que cambió de manos en numerosas ocasiones. La dificultad de defender aquella frontera estratégica obligó a los reyes cristianos a crear órdenes militares: Calatrava, Santiago y Montesa. Ante aquella provocación, los almohades pusieron en marcha su propia maquinaria bélica.
En 1195, el califa Abu Yúsuf Yaacub organizó una campaña que culminó en una gran batalla en las llanuras de Alarcos, donde los cristianos sufrieron una severa derrota. Diecisiete años después, en 1212, los ejércitos de Castilla, Navarra y Aragón se tomaron la revancha barriendo al ejército almohade en la Batalla de las Navas de Tolosa.
Ante la crisis que padecía Al-Ándalus, los almohades iniciaron contactos comerciales con los genoveses, lo que abrió las puertas al desarrollo durante unas décadas. Sin embargo, la grave derrota de las Navas de Tolosa y las luchas internas contra otros líderes andalusíes provocaron la caída de la dinastía. Luego, los grupos rebeldes que propiciaron el final del reinado almohade negociaron con el monarca cristiano Fernando III los términos de vasallaje que les permitiesen continuar en sus ciudades y territorios. Entre aquellos acuerdos destaca el Pacto de Jaén de 1246, que fue el acta de nacimiento del emirato granadino o reino nazarí.
Del Imperio bizantino al otomano
Por otra parte, el poder del Imperio bizantino comenzó a debilitarse del todo en el siglo XII con el despertar de los pueblos turcos. Constantinopla perdió la Italia bizantina y el interior de Anatolia, unas tierras estratégicas consideradas el granero de la capital cristiana de Oriente. A la pérdida de territorio se añadieron las terribles consecuencias de la peste negra y la irrupción de los otomanos, pueblo guerrero de raíz turca que aprovechó las convulsiones de Bizancio para penetrar en Europa, donde logró en los siglos siguientes controlar buena parte del curso del Danubio.
En junio de 1422, el sultán otomano Murad II puso sitio a Constantinopla, pero no contaba con las máquinas de asedio adecuadas para echar abajo sus recias murallas, por lo que sus habitantes pudieron respirar aliviados. Murad reorganizó los regimientos de jenízaros, convirtiéndolos en la unidad de élite del ejército otomano. Este cuerpo militar había sido creado en 1330 con el objetivo de servir como una especie de guardia pretoriana del sultán Orkhan I. La unidad de jenízaros estaba compuesta por hijos de familias cristianas balcánicas y por muchachos raptados de niños por piratas musulmanes en países mediterráneos.
Aunque no pudo tomar Constantinopla, el sultán doblegó los territorios que actualmente ocupan Grecia, Hungría y otras naciones balcánicas. Le sucedió su hijo Mehmed II; el emperador de Bizancio, Constantino XI, tenía noticias de la violenta personalidad del nuevo jefe turco, por lo que quedó sorprendido ante sus promesas de no intentar ningún ataque a la capital bizantina. Solo estaba ganando tiempo.
En el invierno de 1451, ordenó la construcción de un castillo en la zona más angosta del Bósforo –la fortaleza de Europa, cuyas murallas se elevan todavía hoy junto a Estambul–. Alertado por aquella iniciativa, Constantino envió a varios embajadores para que trataran de arrancar a Mehmed un acuerdo de paz. Como respuesta, el sultán ordenó decapitar a los embajadores bizantinos, lo que significó la declaración de guerra.
Una lluviosa mañana de abril de 1453, los angustiados habitantes de Constantinopla comprendieron que su final estaba cerca: durante la noche, el ejército turco había tomado posiciones frente a la ciudad. En la lejanía, entre una nube de polvo, un compacto grupo de setenta bueyes tiraba lentamente del gigantesco cañón diseñado por el ingeniero húngaro Urban. Tras varias semanas de asedio, bombardeo artillero y feroces combates, el 28 de mayo de 1453 se produjo el ataque final, que duró más de veinte horas.
Viendo todo perdido, Constantino se desprendió de sus atributos imperiales y se lanzó contra los invasores; encontraron su cadáver en la puerta de San Romano. Su cabeza, conservada en sal, fue exhibida por todo el Imperio como testimonio del triunfo de Mehmed II. Constantinopla pasó a denominarse Estambul y se convirtió en la nueva capital del Imperio otomano.
El final de la Reconquista
A miles de kilómetros, el reino nazarí de Granada comenzaba su declive ante el empuje creciente de los cristianos. Tras diez años de intensas batallas y de continuas rencillas internas entre los clanes dirigentes nazaríes, las tropas de Isabel de Castilla y Fernando de Aragón lograron sitiar Granada. Finalmente, la ciudad cayó por capitulación el 2 de enero de 1492. El islam había ganado una importante plaza en Constantinopla, pero su imperio se debilitaba a la vez con la pérdida de su último enclave en la península Ibérica.
Además, el descubrimiento de América y las vías marítimas que abrieron los navegantes portugueses tuvieron otras desagradables consecuencias para algunos puntos estratégicos del islam. La posibilidad de acceder a los productos de Oriente a través del mar y la apertura de un incipiente y pujante mercado en el Nuevo Mundo hundieron los centros comerciales de Alejandría, Samarcanda y Bujara.
Pese a todo ello, el islam continuó su avance en otros territorios gracias a los progresos del Imperio otomano y al espíritu conquistador de un joven príncipe timúrida llamado Baber, descendiente del temible y legendario Timur –conocido en Occidente como Tamerlán–. Este musulmán de Turquestán había restaurado el antiguo Imperio mongol y fundado, a finales del siglo XIV, la dinastía Timúrida, que devastaría con sus ejércitos los territorios de las actuales Rusia, India y Turquía.
Mogoles y mamelucos
Baber, su hijo y nuevo líder de los timúridas (más tarde llamados mogoles), conquistó Samarcanda en 1497 con solo 14 años de edad –la perdería y volvería a recuperar después con ayuda del sah de Persia–, se hizo con Kabul (Afganistán), importante punto de comercio en las rutas de caravanas que unían la India con Persia, Irak, Turquía y China, y, en octubre de 1525, marchó a la India con 120.000 hombres y entró triunfante en Delhi, donde se proclamó emperador del Indostán.
Mucho antes, durante su gobierno en Egipto, Saladino (y sus sucesores) compraron numerosos esclavos mamelucos en Rusia y en el mar Caspio, muchos de los cuales recibieron una esmerada educación islámica y sirvieron en las casas de las familias egipcias más acomodadas. Aquellos esclavos tan bien adiestrados prosperaron y lograron penetrar en los círculos de poder del reino hasta que, en 1250, se sublevaron y tomaron el poder en El Cairo, fundando la dinastía Mameluca.
A principios del siglo XVI, tras más de 250 años de poder mameluco, el sultán otomano Selim I venció a sus ejércitos y condenó a la horca al último monarca del clan. Los turcos iban a gobernar Egipto desde entonces durante trescientos años, a través de virreyes a los que se les concedía un amplio margen de maniobra siempre que cumplieran el requisito de incrementar con sus tributos las arcas del califa en Estambul. Bajo el reinado del hijo de Selim, Solimán el Magnífico, el Imperio otomano alcanzaría su máxima extensión, abarcando desde Argelia al mar Caspio y desde Hungría al Golfo Pérsico.
España contra el islam
A lo largo del siglo XVI, España no solo se enfrentó al poderío naval del Imperio otomano, sino también a los ataques de piratas berberiscos argelinos que arrasaron numerosas localidades costeras del Levante peninsular. Además, en 1568, cerca de 300.000 moriscos –musulmanes conversos– se sublevaron en Granada, amenazando los territorios andaluces que habían conquistado los Reyes Católicos. Los refuerzos que recibieron de turcos y berberiscos fueron suficientes para alimentar la rebelión y preocupar a Felipe II.
El monarca ordenó a Juan de Austria que iniciara una campaña sangrienta para acabar con la revuelta. Una vez concluida con su victoria la Guerra de La Alpujarra (1570), Felipe II ordenó que los moriscos fueran dispersados por la Península y comenzó a discutirse su completa expulsión. La revuelta alimentó la desconfianza del Imperio hacia ellos y fue la antesala de la creación de una Santa Liga –Venecia, Vaticano y España– para derrotar a la temible flota otomana.
Así, la Batalla de Lepanto (7 de octubre de 1571) sería un duro varapalo para el sultanato de Estambul, que perdió el control de las aguas del Mediterráneo. Finalmente, Felipe III mandó expulsar a los moriscos de la Península en abril de 1609. Los demás reinos europeos y buena parte de la Iglesia y de la población española aplaudieron la medida.
El hundimiento otomano
En los siglos XVII, XVIII y XIX, mientras Europa iniciaba su desarrollo tecnológico y científico, el mundo islámico entraba en un pronunciado declive. Los sultanes otomanos intentaron aplicar reformas que no dieron fruto, pues no supieron impulsar un crecimiento económico apoyado en los avances técnicos ni tampoco frenar los movimientos nacionales independentistas que fueron surgiendo en sus territorios. La situación se agravó con la expansión colonialista europea, que dirigió sus pasos al Valle del Nilo y otros lugares hasta entonces controlados por los turcos.
Su derrota en la guerra ruso-turca (1877-1878) aceleró el declive con la pérdida definitiva de Serbia, de Tesalia (que se integró en Grecia), de los territorios de Bosnia-Herzegóvina (ocupados por Austria), de Bulgaria (que proclamó su independencia) y de Creta (que se unió a Grecia), y la posterior desafección de Albania, Macedonia y Tracia occidental, consagradas por el Tratado de San Stefano (1878).
Pero, aunque en dicho tratado se dictó el principio del fin del poder otomano, este todavía logró mantenerse a flote hasta la Primera Guerra Mundial. Sin embargo, la decisión del sultanato de alinearse en esta con Alemania fue la puntilla final para la Sublime Puerta (término con el que se definía al gobierno del Imperio y que hacía alusión a la puerta que daba entrada a sus dependencias).
Aprovechando el hundimiento de los otomanos, Francia y Gran Bretaña impusieron entonces su dominio en muchos territorios habitados por musulmanes. Así, acabado el sangriento conflicto bélico, las potencias vencedoras firmaron el Tratado de Sèvres (1920), cuyas cláusulas trastocaron el mundo árabe oriental dibujando con tiralíneas las fronteras de los nuevos Estados.
Consecuencias de la caída
Se crearon un Kurdistán autónomo, un Estado de Armenia y otro de Irak (cuyos verdaderos beneficiarios fueron los británicos, que obtuvieron la explotación de sus yacimientos petrolíferos). Por su parte, Afganistán obtuvo la independencia en 1919, Irán en 1921 y Egipto en 1922 (aunque tutelado por Londres), mientras el sultán Abd al-Asís ibn Saud quedaba al mando de la mayor parte de la península Arábiga, lo que le permitió fundar el reino de Arabia Saudí años después.
El malestar de los turcos por el Tratado de Sèvres provocó las iras de los jóvenes nacionalistas, cuyo líder, Atatürk, alentó una intervención armada contra Grecia para recuperar los territorios arrebatados. Fue un conflicto sangriento: se calcula que más del 20% de la población masculina de Anatolia cayó en los combates. La victoria turca (septiembre de 1922) fue confirmada un año más tarde por el Tratado de Lausana, que suprimió la autonomía de Kurdistán, integrando sus territorios en la actual Turquía, y conllevó la deportación de más de un millón de griegos de Anatolia.
Sin embargo, el mayor problema surgido en esos años para el mundo islámico iba a ser la decisión de los británicos, en 1920, de favorecer el establecimiento de colonias judías en Palestina, lo que provocaría años después un conflicto que todavía hoy baña de sangre Oriente Medio.
Cortesía de Muy Interesante
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