El 6 de octubre de 1995, Michel Mayor y Didier Queloz publicaron en la revista Nature un artículo que estaba destinado a cambiar la astronomía para siempre. En él se anunciaba el hallazgo de 51 Pegasi b –hoy llamado Dimidio–, el primer planeta observado en órbita alrededor de una lejana estrella similar al Sol. Hasta ese momento, solo se había confirmado la presencia de dos mundos extrasolares alrededor del púlsar PSR B1257+12. Pero el descubrimiento y posterior confirmación de la existencia de 51 Pegasi b, a 50 años luz, abrió las puertas de una cacería científica sin precedentes que aún no ha terminado: la búsqueda de un planeta gemelo al nuestro.
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La incansable búsqueda de una nueva Tierra, 51 Pegasi b
51 Pegasi b no se parece en nada a la Tierra. Se trata de un mundo enorme y gaseoso, comparable a Júpiter, y está tan cerca de su sol que en él reinan temperaturas que superan los 5.000 ºC. Es un infierno, si se compara con nuestro pequeño y templado planeta azul. Para su detección, fueron necesarios años de cálculos, comparaciones estadísticas y mediciones sin fin con el espectrógrafo ELODIE, en el observatorio francés de la Alta Provenza.
Tal y como declaró en 2012 el propio Queloz a este periodista: “No hubo un momento especial. No hubo un ‘¡Eureka, lo tenemos!’. Se trató, más bien, de una idea que se fue abriendo camino poco a poco. Te pasas años enteros obteniendo datos y comprobándolos mil veces. Y al final te convences de que la única explicación posible para esos datos es que haya un planeta. Es un proceso lento, doloroso… Incluso cuando estuvimos seguros, teníamos miedo de habernos equivocado en algo, de hacer un anuncio erróneo”.
Pero no lo fue. Desde aquel histórico hallazgo, Queloz ha descubierto otro centenar de planetas fuera de nuestro sistema solar. Al mismo tiempo, miles de astrónomos de todo el globo se han lanzado a la caza de mundos lejanos. Nuevos instrumentos y revolucionarios métodos de detección son puestos a punto por una legión de investigadores. Tanto en la Tierra como en el cielo, telescopios especialmente dedicados analizan la luminosidad, la velocidad radial, los tránsitos o las más leves perturbaciones gravitatorias en las estrellas que puedan revelar la localización de un planeta desconocido.
Un viaje a través de miles de mundos distantes
Así, los descubrimientos se han multiplicado, y raro es el día en que no se anuncie el hallazgo de un nuevo mundo extrasolar. Hoy, según se puede comprobar en el Archivo de Exoplanetas de la NASA, se tiene constancia de cerca de 3.800 de estos objetos, repartidos por casi 2.900 sistemas solares diferentes. Además, hay varios miles más de candidatos cuya existencia aún no se ha podido confirmar.
Con esas abultadas cifras, los científicos han podido empezar a hacer cosas que hace apenas unos años habrían parecido exclusivas de la ciencia ficción, como clasificar los planetas por tipos y categorías. De este modo, en función de su masa, órbita o composición, entre otros parámetros, los nuevos mundos han ido entrando en distintas familias, como la de los Júpiter calientes –a la que pertenece el citado 51 Pegasi b–, la de las supertierras y la de los planetas oceánicos, de carbono, lava y hierro, por citar solo algunas.
Cada familia o categoría aporta a los investigadores una valiosa información acerca de cómo nacen y se desarrollan los sistemas solares, y qué tipos concretos de estrellas son más aptas para albergar planetas o cuáles, por el contrario, resultan estériles. Pero el principal objetivo, el santo grial de los cazadores de mundos, es, sin duda, localizar más cuerpos como la Tierra. Es decir, capaces de albergar vida o, por qué no, dar cobijo a los seres humanos del futuro.
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La búsqueda de planetas habitables con inteligencia artificial
En otras páginas de esta misma publicación puede comprobarse cómo la iA ha irrumpido en nuestras vidas. En cualquier periódico, revista o programa de radio o televisión, estas siglas aparecen continuamente y en relación a los temas más variados. Sus ventajas y peligros llenan horas enteras de sesudos debates y desafían el criterio de articulistas y pensadores de los cinco continentes. Es posible que las sociedades modernas tarden un tiempo en digerir esta nueva revolución cognitiva, y aún más si tal expresión no se refiere a los seres humanos.
Sin embargo, para muchos investigadores, el advenimiento de la inteligencia artificial y el machine learning, la capacidad de las máquinas para aprender de su entorno y sacar conclusiones, es como maná llovido del cielo. Y los cazadores de planetas no son una excepción.
Los instrumentos científicos que han venido utilizándose en la incesante búsqueda de mundos habitables, como el telescopio espacial Kepler de la NASA y su sucesor, el TESS, han sido diseñados para peinar amplias zonas del firmamento, analizar los miles de estrellas presentes en ellas y devolver los datos a los investigadores. Y si hay algo que una inteligencia artificial sabe hacer bien es, precisamente, analizar grandes cantidades de datos en busca de joyas que a los astrónomos podrían habérseles pasado por alto.
Analizando datos con la IA
A finales de 2017, un ingeniero informático de Google llamado Christopher Shallue tuvo la brillante idea de aplicar esta estrategia a la astronomía. Los científicos, pensó, reciben tal cantidad de datos de los instrumentos que emplean en sus investigaciones que tienen serias dificultades a la hora de tamizarlos. Solo la misión Kepler ha aportado información sobre billones y billones de posibles órbitas planetarias. Es demasiado para la capacidad de gestión de cualquier ser humano.
Por supuesto, los científicos ya contaban con una serie de programas de filtrado automático para seleccionar, entre esa marea de datos, los que resultaran más prometedores. No obstante, esas herramientas presentan ciertos problemas; por ejemplo, tienden a ignorar por completo las señales más débiles. Con ello en mente, Shallue y su colega Andrew Vanderburg decidieron desarrollar una red neuronal artificial –una tecnología que emula el modo en que nuestro cerebro procesa los datos– capaz de digerir toda esa información previamente ignorada y buscar en ella indicios de la existencia de posibles exoplanetas.
Lo primero que hicieron fue entrenar debidamente a esa inteligencia artificial. Para ello, la nutrieron con más de 15.000 señales que los astrónomos ya habían examinado con anterioridad. Aquella primera prueba fue un éxito, pues la mencionada red neuronal logró identificar correctamente los auténticos planetas y distinguirlos de los falsos positivos, con una tasa de aciertos superior al 96 %.
Los descubrimientos del software
Una vez que la IA hubo aprendido a reconocer otros mundos, el siguiente paso fue dirigir su atención hacia 670 estrellas que ya contaban con planetas conocidos, en busca de señales más sutiles que pudieran haber sido excluidas. Y ¡bingo! El software dio con dos nuevos cuerpos: Kepler-90i, que se convirtió en el octavo planeta alrededor de la estrella Kepler-90, a 2.545 años luz; y Kepler-80g, que pasó a engrosar la lista de los cinco planetas previamente descubiertos alrededor de Kepler- 80, a 1.164 años luz.
En vista de estos espectaculares resultados, Shallue y Vanderburg planean poner a trabajar su red neuronal en el conjunto completo de datos de la sonda Kepler, que abarca 150.000 estrellas. Ni que decir tiene que los responsables de la misión están más que encantados por esta inesperada ayuda.
Eso sí, no solo se trata de encontrar nuevos planetas, sino de afinar la búsqueda y centrarla, en la medida de lo posible, en aquellos que podrían albergar vida. En otras palabras, los astrónomos no solo buscan cantidad, sino calidad. Pero ¿cómo distinguir entre rocas estériles y mundos habitables? El único ejemplo del que disponemos, el único mundo que podemos utilizar para establecer comparaciones, es el nuestro. Y eso es muy poco si queremos aplicar el método científico de forma rigurosa.
¿Habría que diseñar los instrumentos para que detectaran algo que desconocemos por completo?
No son pocos los expertos que piensan que, incluso en el escaso tiempo que llevamos buscando, es posible ya que nos hayamos topado con planetas vivos y que los hayamos descartado simplemente porque no hemos sido capaces de identificar los organismos que podrían prosperar en ellos. Por ahora, tendremos que conformarnos con buscar mundos en los que la vida haya surgido a partir de los mismos elementos que en la Tierra y seguido procesos químicos similares. Una tarea, por cierto, nada sencilla.
El problema es que conocer la composición de un planeta y saber que contiene agua no basta para poder afirmar que en él ha surgido la vida. Hay muchos otros factores que son necesarios para que se produzca tal cosa, como la existencia de una atmósfera estable o una tectónica de placas que remueva periódicamente la corteza planetaria, mezclando los elementos y favoreciendo la actividad biológica.
Incluso en el caso de que encontráramos un exoplaneta que reuniera todas esas características, aún tendríamos que identificar desde la Tierra toda una serie de marcadores atmosféricos que revelaran tal actividad en la superficie. En nuestro planeta podría ser el caso del metano, que se debe en buena parte a la presencia de los seres vivos.
Telescopios y algoritmos: las herramientas que revelan nuevos mundos
El estudio de las atmósferas planetarias es el siguiente peldaño de la escalera que nos llevará a encontrar un planeta similar al nuestro. Aunque los instrumentos que se encuentran en servicio están al límite de sus capacidades y no tienen la suficiente precisión y resolución como para permitir esos análisis, una nueva generación de observatorios espaciales y terrestres, ya en desarrollo, multiplicará las capacidades de los equipos actuales.
La inteligencia artificial jugará un papel importante en estos nuevos dispositivos y, así, ayudará a determinar si existen señales inequívocas de la presencia de vida en un mundo lejano o a predecir qué planetas en concreto podrían resultar habitables.
La red neuronal
Junto con sus colaboradores, Bishop ha entrenado una red neuronal para que clasifique los planetas en cinco categorías, en función de si se parecen más a la Tierra actual, a la Tierra primitiva, a Marte, a Venus o a Titán, una de las lunas de Saturno. Estos cinco referentes tienen en común que se trata de mundos rocosos, cuentan con una atmósfera y se encuentran entre los objetos potencialmente más habitables del Sistema Solar.
La red neuronal fue alimentada por los investigadores con los numerosos datos atmosféricos registrados durante años en los cinco cuerpos mencionados. Como por ahora la existencia de vida solo está confirmada en la Tierra, la estrategia que la IA emplea para determinar las probabilidades de que esta pueda desarrollarse en un mundo extrasolar se basa en las propiedades atmosféricas y orbitales de los mundos de referencia.
Acto seguido, los científicos completaron el entrenamiento de la red neuronal con más de cien perfiles espectrales atmosféricos diferentes, cada uno de ellos con cientos de parámetros que contribuyen de un modo u otro a la habitabilidad de un planeta. Después, llegó la hora de presentar a la IA un perfil atmosférico que esta nunca hubiera visto antes y dejar que lo estudiara para incluirlo en una de las citadas categorías. Los primeros resultados, según ha avanzado Bishop, han sido extremadamente satisfactorios.
La clasificación de los planetas con ayuda de la tecnología
Cuando los futuros telescopios lleven a cabo sus primeras observaciones de las atmósferas de los exoplanetas, esta técnica resultará muy útil para categorizar los mundos más allá de nuestro sistema solar según sus posibilidades de habitabilidad y definir cuáles son los más prometedores para estudiarlos en detalle. Con tales armas en su poder, los astrónomos son cada vez más optimistas, y no son pocos los que están convencidos de que el primer exoplaneta habitable, quizá incluso habitado, se descubrirá durante la próxima década. Por ahora, solo podemos cruzar los dedos y esperar.
Cortesía de Muy Interesante
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