La IA en la prevención y combate a la corrupción

La corrupción en México es un problema estructural. De acuerdo con la Delegación Nacional de Transparencia Internacional en México, nuestro país obtuvo el año pasado una calificación de 26 puntos de 100 en el Índice de Percepción de la Corrupción, lo que significa que estamos reprobados. Dinamarca, por ejemplo, obtuvo 90 puntos de 100, una diferencia inesperada considerando que fuentes oficiales nos han confirmado la equivalencia entre los sistemas de salud de ambos países. En 2023, la Encuesta Nacional de Calidad e Impacto Gubernamental a cargo del INEGI, reportó que el 83.1% de los mexicanos encuestados consideraron que los actos de corrupción eran frecuentes o muy frecuentes.

La realidad es que los mexicanos no necesitamos estas cifras para percibir la intensidad del fenómeno de la corrupción, pues su presencia es visible en nuestro día a día, en especial cuando el poder político se desplaza de un grupo a otro. El enriquecimiento ilegal se observa, por ejemplo, cuando florecen los llamados “nuevos ricos”, generalmente servidores públicos o “empresarios” que no solamente multiplican drásticamente sus ingresos, sino que además se esmeran desesperadamente en exhibir estilos de vida ostentosos y su ascenso por la estructura social.

Y es que la corrupción tiene una relación directa con la naturaleza humana. El poder que viene aparejado con un cargo público de alto nivel, fácilmente se puede confundir por el propio funcionario que deja de percibirlo como una responsabilidad, y comienza a verlo como una prerrogativa derivada de sus propios méritos. Los servidores públicos facultados para tomar decisiones como la asignación de contratos, o la contratación de subordinados, empiezan a justificar la preferencia por sus amigos o familiares hasta convencerse de que no hay nada malo en ello, de que merecen esas libertades porque el pueblo se las confió, o de que simplemente “ya les tocaba”, porque en el pasado otros cometieron los mismos actos de corrupción. Es esta vulnerabilidad de la naturaleza humana, la que permite que la maquinaria de la corrupción se mantenga viva, sin importar quién la controle según el momento político.

En este sentido, si reducimos el margen de intervención humana en la toma de las decisiones más susceptibles a la corrupción, entonces reduciremos automáticamente los índices de corrupción. Es aquí donde la Inteligencia Artificial (IA) puede ofrecer grandes beneficios, pues una de sus funciones más comunes es la toma de decisiones que simulan al pensamiento humano. Imaginemos, por ejemplo, que la evaluación de las propuestas que compiten en una licitación se llevara a cabo por un sistema de IA.

Pensemos, por ejemplo, en que la contratación de servidores públicos para ciertos cargos, se llevara a cabo mediante sistemas de IA, cuyo algoritmo valore la experiencia y capacidades de los candidatos, y excluya sistemáticamente a los familiares de funcionarios públicos clave, para combatir el nepotismo.

La IA no solamente sería útil en la prevención de la corrupción, sino que también ofrece un amplio potencial en su supervisión y sanción. Así como el SAT utiliza IA para identificar diferencias en los ingresos e impuestos pagados por los contribuyentes, la herramienta también podría aplicarse para contrastar de forma automatizada las declaraciones patrimoniales de los servidores públicos, con los impuestos pagados por estos, con sus propiedades inscritas en las oficinas del Registro Público de la Propiedad, e incluso con sus movimientos bancarios.

Es cierto que la IA debe entrenarse y operarse bajo supervisión humana cuidadosa, pero un gobierno que tenga un verdadero interés en disminuir la corrupción debería estar abierto a implementar esta clase de herramientas y a transparentar sus algoritmos, de la misma manera en la que lo pretende exigir a particulares como se anticipa con las diversas iniciativas que se han propuesto para regular la IA.

Cortesía de El Economista



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