En las tranquilas aguas del Mediterráneo, no lejos de los lujosos acantilados de Portofino, se esconde uno de los monumentos más singulares de Italia. A simple vista, la bahía de San Fruttuoso parece solo otro rincón pintoresco de la Riviera italiana. Pero basta con sumergirse unos metros bajo la superficie para encontrar algo que pocos imaginarían: una estatua de Jesús con los brazos abiertos hacia el cielo, instalada sobre el lecho marino como si esperara a los navegantes perdidos.
El Cristo del Abismo, como se le conoce, es más que una escultura. Es un monumento a los caídos en el mar, un símbolo de fe, un hito del buceo moderno y, sobre todo, una cápsula del tiempo que cada año es cuidadosamente restaurada por expertos que bucean para devolverle su brillo sin dañar el ecosistema que la rodea.
Un tributo que nació de la tragedia
La historia de esta estatua comenzó tras una muerte. En 1947, un pionero del buceo italiano perdió la vida en las aguas cercanas a Génova mientras probaba nuevo equipamiento submarino. Su amigo y colega, un apasionado del mar llamado Duilio Marcante, tuvo entonces una idea que cambiaría para siempre la relación entre la fe y el fondo marino. ¿Y si los muertos del mar tuvieran un lugar sagrado bajo las olas?
La propuesta fue acogida con entusiasmo. Deportistas enviaron sus medallas, el ejército donó bronce de barcos hundidos durante la guerra y hasta ciudadanos anónimos contribuyeron con trozos de metal. De esta amalgama de recuerdos y sacrificios surgió una escultura de bronce de más de dos metros y medio, diseñada por el artista Guido Galletti. La figura, de rostro sereno y brazos en cruz, fue colocada en 1954 en la bahía de San Fruttuoso, a unos 18 metros de profundidad, sobre una base reforzada con cemento e hierro para resistir la presión del mar.
Aquel día, decenas de barcos se congregaron para asistir a la ceremonia. Una misa, flores, y la emoción palpable de los buceadores marcaron el inicio de una nueva forma de devoción submarina. Desde entonces, el Cristo del Abismo se ha convertido en uno de los lugares más visitados por los submarinistas del Mediterráneo.

Una limpieza delicada bajo la mirada de los peces
Aunque la imagen permanece inmóvil, el mar no lo está. El fondo marino es un ecosistema vivo que no perdona la estática. Algas, moluscos y bacterias se adhieren sin descanso a la superficie de la estatua, amenazando con corroer el bronce o cubrir su expresión.
Durante décadas, los buzos usaban cepillos metálicos para limpiarla, sin saber que esos roces microscópicos abrían la puerta a una corrosión aún más agresiva. El giro llegó en 2004, cuando una mano de la estatua se rompió y fue necesario sacarla del agua para una restauración completa. Fue entonces cuando los restauradores se dieron cuenta del daño que las limpiezas tradicionales habían causado.
Desde entonces, el procedimiento cambió por completo. Hoy, la limpieza del Cristo del Abismo se realiza utilizando chorros de agua a presión, aprovechando el propio agua del mar. Esta técnica elimina las capas de organismos sin tocar físicamente la superficie de bronce, protegiendo tanto la obra como a los peces que la rodean. Cada verano, policías submarinistas y técnicos en conservación se sumergen para realizar este minucioso trabajo, que dura horas y se hace con la misma devoción que en sus orígenes.
Curiosamente, no son solo los humanos los que acuden a esta cita anual. Bancos de peces suelen agruparse alrededor de la estatua mientras se realiza la limpieza, como si también formaran parte del ritual. Una especie de misa submarina entre hombres y naturaleza, donde el único sonido es el de las burbujas ascendiendo hacia la superficie.
El bronce que guarda memoria
Pocas esculturas tienen una biografía tan densa como la del Cristo del Abismo. Más allá de su valor artístico, es un objeto lleno de simbolismo. El bronce que lo forma contiene restos de navíos de guerra, cañones fundidos, medallas de soldados caídos y trofeos de deportistas. Cada pieza fundida en su creación encierra una historia personal, muchas veces marcada por el dolor o el esfuerzo. Es, en cierto modo, un monumento colectivo.
Pero ese mismo bronce, reforzado con hierro en su interior para resistir la presión marina, se ha convertido también en un problema. Con el paso del tiempo, la corrosión interna ha ido debilitando ciertas partes de la estatua. El agua salada penetra en las pequeñas fisuras, y el hierro oxidado ejerce presión desde dentro, comprometiendo la estabilidad de la estructura. Por eso, el trabajo de conservación no es solo estético, sino fundamental para asegurar que el Cristo pueda seguir “bendiciendo” las aguas durante muchas décadas más.

Lo cierto es que la fuerza del símbolo fue tal que, con el paso de los años, se hicieron réplicas de la escultura. Una fue instalada en aguas poco profundas en los cayos de Florida, y otra más en la isla caribeña de Granada. Pero ninguna tiene el valor histórico, emocional y artístico de la original italiana.
A diferencia de las copias, el Cristo de San Fruttuoso fue el primero en emerger, o más bien sumergirse, como expresión artística de un duelo colectivo. Además, su ubicación —ni muy lejos de la costa ni demasiado profunda— lo convierte en un sitio accesible tanto para buceadores aficionados como para quienes simplemente se asoman desde una tabla de paddle surf o un kayak en los días de aguas claras.
Y aunque la escultura permanece quieta, la historia que representa sigue expandiéndose. Es visitada por creyentes y no creyentes, por turistas curiosos y por buceadores profesionales. Algunos la consideran un santuario, otros una obra de arte, y muchos simplemente un lugar para reflexionar. Pero todos coinciden en que hay algo profundamente conmovedor en verla allí abajo, con los brazos abiertos, como si todavía esperara a aquellos que un día se perdieron en el mar.
Cortesía de Muy Interesante
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