La más triste de las noches

Venganza completada, humillación merecida, justicia divina o la verificación de que el karma instantáneo existe sin importar sujeto, geografía u orientación espiritual, ha sido calificado un suceso ocurrido un día como hoy –30 de junio– que se conmemora en nuestra Historia como “La Noche Triste”.

Más triste es que cualquiera celebre la desgracia ajena, es cierto, pero en los tiempos que corren, ya es permitido festejar una victoria sobre al adversario, (sea chica o sea inútil) y vivir la felicidad de una derrota. En este punto, urge el famoso contexto para emprender la narrativa y aquí le va, lector querido,

Corría el año de 1520 e innumerables soldados –de mirada latifundista, como diría Carlos Monsiváis– adeptos a la Corona Española, llevaban ya muchas lunas empeñados en hacer suyo nuestro territorio. Dirigiendo las maniobras, al frente, estaba Hernán Cortés.

Nacido en Medellín, Extremadura, en el corazón de la península ibérica, probablemente en 1485, tuvo como padres a Catalina Pizarro y a Martín Cortés. Cuenta José Antonio Vázquez Barbosa en su libro “Claroscuros de la historia nacional” que se desconoce la fecha exacta de su nacimiento, porque el aludido la omitió siempre, sin que se sepa por qué. Dice también que tuvo una carrera política vertiginosa y que “no estudió, como muchos creen, en la célebre Universidad de Salamanca (la que no promete prestar a sus alumnos la inteligencia que la naturaleza no da), pues esta institución no tiene registros de que el futuro conquistador haya pasado por sus aulas.”

Ambicioso, poderoso y culpable de someter a varios pueblos originarios, llegó a Tenochtitlán el 8 de noviembre de 1519 y fue recibido como invitado de honor y huésped distinguido. Desde el principio, triunfar sobre el terror había sido la mayor hazaña, tanto el miedo de los conquistadores al contemplar sacrificios de sangre verdadera, hasta el temor de los habitantes de estas tierras ante aquellos hombres con cabezas de metal y varas que escupían fuego. Sin embargo, una vez aplacados los espantos, la masacre y el despojo siguieron su muy conocido curso.

Un año después, en mayo de 1520, Hernán Cortés se vio obligado a dejar brevemente nuestro territorio. Durante su breve ausencia, se llevó a cabo la fiesta en honor a Tóxcatl, el renacimiento del dios principal: Tezcatlipoca. El ritual asustó tanto a la milicia española que decidieron acabar con el festejo a golpe de espada y lanza. Tal acción, que pasó a la historia como la Matanza del Templo Mayor, desencadenó la cólera de los tenochcas. Y como la crueldad de los hombres de Pedro de Alvarado había sido tanta, se levantó una feroz rebelión, que obligó a los españoles a refugiarse en el palacio donde se hospedaban.

Cuando Hernán Cortés regresó triunfante al haber derrotado a Narváez, el 24 de junio, la sublevación lo sorprendió. Desesperado ante el ataque indígena decidió, primero, liberar al joven príncipe Cuitláhuac bajo la condición de que frenara el levantamiento. Cuitláhuac se unió a su gente y Cortés intentó que Moctezuma los calmara a todos. No resultó. El emperador fue asesinado, según algunos, herido de muerte por una pedrada lanzada por sus propios súbditos que ya lo consideraron traidor. Sin embargo, el furioso dolor que expresó el pueblo se tradujo en gritos y llantos, pero también en una asonada, mucho más violenta, que reclamaba guerra y combate para resarcir todo lo que los hombres llegados del otro lado del mar habían destruido para siempre.

Lo mejor era abandonar la ciudad, pensaron inmediatamente los españoles planeando su retirada. Hernán Cortés supuso que los mexicas darían más importancia a los funerales de su emperador que a la huida de las huestes, y en una mal entendida diplomacia, entregó el cuerpo de Moctezuma a su pueblo.

Cortés llora al pie del ahuehuete. Especial

El 30 de junio, mientras los mexicas sepultaban a Moctezuma Xocoyotzin y designaban a Cuitláhuac como su sucesor, Cortés preparó su salida por la Calzada del Tepeyac; mas la estrategia no fue tan rápida como el velocísimo nuevo ataque. Las horas pasaron. En la oscura noche de ese día, los españoles volvieron a iniciar la retirada por el camino de Tacuba, pero no pudieron burlar la vigilancia.

Los mexicas se apoderaron del puente y de la calzada, provocando alarma y confusión. Tláloc mandó un aguacero. En medio de la lluvia y el estupor las tropas de los conquistadores quedaron indefensas. No podían usar sus armas de fuego, ni caminar entre tanto lodo sin resbalarse. Muchos soldados murieron ahogados al caer al lago arrastrados por el peso de sus propias armaduras y el peso de la plata y el oro que se habían robado,

El escape hacia Tlacopan, al poniente de la Gran Tenochtitlan, había fracasado. Los conquistadores apenas lograron llegar al pueblo de Popotla y Hernán Cortés perdió a la mayor parte de su ejército, hombres de confianza, sus aliados tlaxcaltecas, todos los insumos, caballos y armamento.

Cuenta la leyenda, porque toda noticia se convirtió en presagio y todas las crónicas en conjuro que, al ver pasar los restos de sus tropas, Hernán Cortés, derrotado y transido de dolor, lloró la más triste de sus noches al pie de un ahuehuete.

Cortesía de El Economista



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