La memoria que nos habita

A la consulta llegó Elías, un joven de treinta y pocos años, judío, brillante, sensible, artista. Llevaba meses con una ansiedad que no lograba explicarse.

—No me ha pasado nada grave últimamente —me dijo, desconcertado.

En los estudios iba bien, tenía oportunidades para exponer su obra y pertenecía a una comunidad sólida. Pero algo le oprimía el pecho, como un rasguño persistente en el alma.

Al escucharlo, su ansiedad parecía no pertenecerle del todo, como si viniera de otro tiempo. De otra historia.

Elías lo ignoraba, pero en su respiración latía un eco, la memoria emocional de un pueblo que aprendió, durante siglos, a ocultarse para sobrevivir. A guardar silencio para no desaparecer. A achicarse para no ser exterminado.

Él nunca había vivido persecución y aun así la sentía. Su cuerpo la recordaba.

Cada día estoy más convencida de que muchos de los malestares que hoy llamamos “salud mental” no nacen en la biografía individual, sino en la biografía de la especie, del linaje y de la cultura. Somos herederos de dolores que nunca vivimos y, sin embargo, cargamos.

A esto lo llamo filogenética emocional: la idea de que nuestra forma de sentir, amar, temer o defendernos está construida a partir de miles de vidas que existieron antes que nosotros.

No heredamos recuerdos. Heredamos sensibilidades.

La ciencia empieza a confirmar lo que las culturas antiguas siempre supieron. La epigenética transgeneracional ha mostrado que el trauma no altera el ADN, pero sí su expresión: modifica la manera en que respondemos al estrés, a la pérdida, a la incertidumbre. Esto se ha observado en hijos y nietos de sobrevivientes del Holocausto; en descendientes de hambrunas europeas; en familias atravesadas por migraciones forzadas o violencias extremas.

El ejemplo clásico es el de las ratas a las que se condicionó para asociar el olor a almendra con descargas eléctricas. Lo desconcertante vino después. Sus crías —que jamás habían recibido un choque— reaccionaban con miedo ante el mismo olor.

No heredaron el trauma. Heredaron la alerta.

Lo mismo ocurre con los humanos. No recordamos lo que vivieron nuestros abuelos, pero llevamos sus historias por dentro como si nos atravesaran.

En el caso de los judíos, como Elías, la diáspora dejó un sello profundo que aún persiste. La necesidad de sobrevivir a toda costa. La hipervigilancia. El silencio cauteloso. La culpa por disfrutar demasiado. La sensación permanente de que un peligro abstracto acecha incluso en tiempos de calma.

Aun jóvenes que han crecido en total seguridad sienten, sin entender por qué, el impulso de no llamar la atención, de no quebrar la continuidad, de no contrariar al grupo. Salirse de la norma —sexual, cultural, política o emocional— despierta en ellos un miedo que no nace en su historia personal, sino en una memoria mucho más antigua.

Y no son los únicos. Los japoneses, tras crecer en una isla durante siglos, desarrollaron culturas de introspección, disciplina extrema y autoexigencia. El gaman, ese acto de soportarlo todo en silencio, funciona como un mecanismo filogenético de supervivencia. En su sombra se gestan fenómenos contemporáneos como el hikikomori, una renuncia social silenciosa que opera como respuesta fisiológica al peso cultural del honor.

Los mexicanos cargamos una memoria atravesada por la herida colonial, la desigualdad histórica y el trauma de la violencia estructural. Nuestro humor negro, la resiliencia y esa fascinación con la muerte son formas culturales de metabolizar siglos de dolor. Celebramos el Día de Muertos no solo por tradición, sino porque el cuerpo recuerda que la muerte fue, durante generaciones, un maestro cotidiano.

Los pueblos africanos de la diáspora llevan en su epigenoma la marca de la esclavitud: alerta constante, dolor somatizado, pero también resistencia profunda y una espiritualidad que funciona como medicina nerviosa. El ritmo, la danza y el canto, más que entretenimiento, son reguladores ancestrales del trauma colectivo.

Por su parte, los escandinavos desarrollaron, en paisajes de frío y largas noches, una psicología basada en la introspección, la planificación y la calma estructural. El famoso hygge —esa búsqueda de bienestar en lo simple, lo cálido y lo cotidiano— no es una moda, sino una estrategia de supervivencia frente a inviernos interminables.

Cada territorio escribe una manera distinta de sentir. Cada cultura deja un tono emocional específico en el cuerpo.

Cuando comprendo la historia familiar de mis pacientes, así como la historia de su pueblo y de su geografía, la salud mental deja de parecer un misterio individual para revelarse como un tejido profundo.

Nuestro sistema nervioso es un palimpsesto, una pizarra reescrita muchas veces. Debajo de nuestra historia personal está nuestro linaje, y más abajo aún, la historia de nuestra cultura. En el fondo, la historia de una especie que tuvo que sobrevivir en un mundo hostil.

Por eso, en Elías, lo que aparecía en la superficie como “ansiedad inexplicable” era, en realidad, el miedo a romper un pacto silencioso de supervivencia heredado por generaciones. Su cuerpo le enviaba mensajes como: “No hables, no seas distinto, no te expongas”.

Pero ese miedo ya no le pertenece. Solo necesita reconocerlo, mirarlo con dignidad y devolverlo a quien sí le perteneció.

La psiquiatría integrativa que practico busca precisamente eso: no tratar síntomas aislados, sino entender el árbol genealógico completo. Reconocer qué parte del malestar proviene de un pasado que nunca fue nombrado. Y trabajar con el cuerpo, con el sistema nervioso, con rituales, con psicoterapia y, cuando es pertinente, con psicodélicos que permiten reconciliar al individuo con su linaje.

Porque quizá la verdadera salud mental —la profunda, la transformadora— consiste en sanar un poco la historia que cargamos sin darnos cuenta.

No somos solo nosotros.

Somos raíces.

Somos ramas.

Somos memoria en movimiento.

Y cuando una persona sana, su linaje entero respira un poco mejor.

Me encantaría conocer tus dudas o experiencias relacionadas con este tema. Sigamos dialogando; puedes escribirme a [email protected] o contactarme en Instagram en @dra.carmenamezcua.

Cortesía de El Economista



Dejanos un comentario: