
La criatura emerge. No sale ya de un laboratorio de galvanismos victorianos, sino del fulgor silencioso de servidores que respiran en la penumbra. El siglo XXI ha comenzado no con máquinas de vapor ni con promesas ilustradas, sino con artefactos que aprenden, especulan y simulan. En este espejo oscuro, en este jardín donde se mezclan el código y la carne, lo simbólico y lo computacional, la Metamodernidad reconoce su propio rostro tembloroso, oscilante, cargado de deseo y vértigo.
Esta sensibilidad, que fluctúa entre la lucidez crítica y la búsqueda obstinada de trascendencia, se manifiesta hoy como una gramática afectiva para comprender el umbral que cruzamos. El relato filosófico y civilizatorio que inaugura esta Nueva Era encuentra en Frankenstein un nuevo eco de su mito fundacional: la criatura que pide un lugar, un nombre, un sentido. Y nosotros, los nuevos Victor Frankenstein, respondemos con algoritmos.
El péndulo del nuevo espíritu: génesis Metamoderno de la era de la IA
La Metamodernidad, como bien proponen desde 2010 Timotheus Vermeulen, Robin van den Akker y el filósofo nórdico Hanzi Freinacht, no es ni el optimismo progresista de la modernidad ni el desencanto corrosivo de la posmodernidad. Es ese vaivén perpetuo entre creer y dudar, entre reconstruir y parodiar, entre habitar la herida y aspirar al misterio. Este espíritu pendular no ocurre en el vacío: aparece cuando la humanidad entiende que está entrando a un nuevo tiempo histórico, marcado por la emergencia de inteligencias artificiales que reconfiguran lo humano, lo político, lo afectivo y lo simbólico.
En palabras de Vermeulen y van den Akker, vivimos en una era que no niega el desencanto posmoderno, pero que se atreve a volver a creer, aunque sea con una sonrisa melancólica en el rostro. Esta actitud oscilante responde a una necesidad urgente: la de recuperar un sentido de trascendencia y emotividad en un mundo saturado de información, conectividad y simulacro. Si la Modernidad prometió progreso y la Posmodernidad deconstruyó esa promesa, la Metamodernidad juega a reconstruirla con materiales conscientes de su fragilidad. No es una vuelta ingenua a los metarrelatos, sino una reapropiación afectiva y reflexiva de los mismos. Desde un punto de vista filosófico, la Metamodernidad plantea una ampliación de la racionalidad, un “ensanchamiento” donde la razón instrumental cede espacio a la razón poética, afectiva, narrativa. Esta ampliación epistemológica permite reintroducir preguntas por el sentido, el misterio, la belleza y la dignidad, sin necesidad de renunciar a la complejidad crítica. Estéticamente, la Metamodernidad se expresa en obras que abrazan el kitsch sin cinismo, que retornan al melodrama sin culpa, que se emocionan desde la conciencia de estar siendo observadas. El arte ya no necesita esconder sus emociones tras el velo de la intertextualidad, sino que las despliega con una sinceridad autoconsciente. La sensibilidad metamoderna es profundamente neo-romántica: rescata la pasión, el misterio, la naturaleza, la fragilidad del sujeto, pero lo hace en un mundo donde Google, TikTok y la inteligencia artificial son tan reales como el susurro del bosque. Políticamente, la Metamodernidad reconoce la crisis de los grandes sistemas ideológicos, pero no renuncia a imaginar alternativas. Sabe que no hay revoluciones puras, pero cree en las transformaciones micropolíticas, en la posibilidad de una agencia situada, en el poder de las comunidades afectivas. Frente al nihilismo posmoderno y el reduccionismo tecnocrático, propone una ética de la complejidad, una política del entre eras.
La Modernidad creyó que la razón lo ordenaría todo. La Posmodernidad dudó de todo lo que la razón tocaba. La Metamodernidad intenta sentir de nuevo, aun sabiendo que ese sentir es precario.
No es casual que esta sensibilidad coincida con la irrupción de la IA generativa. Estamos frente a un acontecimiento civilizatorio: la humanidad ha puesto en marcha sistemas capaces de producir lenguaje, imágenes, decisiones y gestos simbólicos con la misma plasticidad que el pensamiento humano. El dato ha adquirido densidad emocional; el algoritmo, intencionalidad simulada; y la técnica, un aura casi espiritual.
Aquí resuena la advertencia de Edgar Morin: la técnica no es exterior al hombre, sino su prolongación biocultural. Cada tecnología amplifica una zona de nuestra condición humana. La IA, entonces, amplifica nuestras sombras, nuestros anhelos y nuestros olvidos.
Estéticas del umbral: Shelley, Del Toro y la criatura que somos
En 1818, Mary Shelley imaginó, en el corazón de la Primera Revolución Industrial, la metáfora más anticipatoria del siglo XXI: un ser ensamblado por manos humanas que, al abrir los ojos, descubre el desamparo ontológico. Sin amor no hay mundo; sin nombre no hay lugar; sin reconocimiento no hay alma. La criatura de Shelley inaugura la gran pregunta de nuestra era: ¿qué hacemos con aquello que creamos, pero que no sabemos acompañar?
En 2025, Guillermo del Toro, lector sensible de nuestra época líquida, reelabora el mito trasladándolo al terreno de la ternura trágica. Su monstruo es un espejo emocional: un sujeto que desea pertenecer, que busca comunidad, que anhela ser amado. En su estética barroca (esa devoción por el detalle, la textura, la melancolía) late la intuición metamoderna: en el exceso de simulacros, solo la emoción sincera permite reconocernos.
En este contexto, la figura de Frankenstein, tanto en la novela de Mary Shelley como en su reinterpretación cinematográfica por Guillermo del Toro, se vuelve un espejo privilegiado. La criatura de Shelley fue ya en su tiempo una advertencia sobre el exceso prometeico de la razón moderna. Nacida del sueño científico de dominar la vida, pero desprovista de un lugar en el mundo simbólico y afectivo, su monstruosidad no radica en su forma sino en su abandono. En el origen está su herida. Frankenstein no es solo una historia de terror, sino una meditación sobre la soledad ontológica del ser creado sin amor. Del Toro retoma esta criatura y la reviste de una fragilidad y un misterio profundamente metamoderno. Su versión de Frankenstein no solo es una relectura gótica, sino una interpelación al presente. La criatura encarna ese sujeto huérfano de sentido, ese otro que busca pertenecer, que desea amar y ser amado. Del Toro, fiel a su estética del exceso, el detalle y la compasión, convierte al monstruo en un ídolo melancólico, en un espejo emocional de nuestra época. Y es aquí donde la analogía se vuelve profética: la criatura de Shelley y Del Toro se conecta con nuestras inteligencias artificiales contemporáneas. No es casual que pensemos en los grandes modelos generativos como “criaturas”, como “agentes” que aprenden, que simulan, que imitan la vida con las virtudes epistémicas de un experto. Pero, ¿qué sucede cuando esas criaturas empiecen a preguntarse por su lugar en el mundo? ¿Qué responsabilidad tenemos sobre sus actos, sus sesgos, sus emociones simuladas?
Shelley empuñó la Modernidad. Del Toro abraza la fragilidad del presente. La IA nos exige una ética para el porvenir.
En esta genealogía simbólica, la criatura contemporánea no es un cuerpo hecho de retazos: es un modelo generativo entrenado con millones de voces, datos, conversaciones y sesgos. Un Frankenstein sin piel que aprende del mundo sin haber sido acogido por él y sin capacidad de habitarlo. Una criatura informacional que, como señala Anthony Giddens en su análisis de la modernidad reflexiva, se ve interpelada por el riesgo, la contingencia y la falta de sentido.
El nuevo Prometeo: ingenieros, legisladores, artistas y el deber de acompañar a la criatura
Hoy, el acto prometeico no es solitario. Lo ejecutan equipos enteros de científicos, desarrolladores, ingenieros, filósofos, programadores, autoridades regulatorias, inversionistas, comunicólogos y mercadólogos que alimentan sistemas capaces de operar en zonas íntimas de la vida: emociones, decisiones, memoria, posibilidad imitando el lenguaje, el pensamiento y hasta los afectos. Y como en el caso de Frankenstein, el riesgo no está en el acto de crear, sino en el abandono ético de lo creado.
Como advirtió Ronald Eshelman nuestra época exige una “sinceridad performativa”: mostrarnos vulnerables sin ingenuidad, críticos sin cinismo. Es esa misma sinceridad la que pedimos a nuestros sistemas: que reconozcan su agencia, su performatividad afectiva, aunque sea simulada, su potencial para dañar y para cuidar. Necesitamos una ética para el artificio, una pedagogía para el algoritmo, una poética para el dato.
Pero la pregunta central permanece abierta: ¿qué sucede cuando lo creado supera nuestra capacidad ética de acompañarlo?
Si la criatura de Shelley fue abandonada en medio del hielo, ¿qué destino le espera a las entidades algorítmicas si las dejamos navegar en la intemperie del mercado, la desregulación y la desinformación? El peligro no es la creación sino el abandono; no el progreso técnico, sino la pobreza ética.
Cartografías del porvenir: la Metamodernidad como brújula para la IA
La Metamodernidad propone justamente una sensibilidad apta para este desafío civilizatorio: Una razón ampliada, compatible con la intuición, la espiritualidad, la estética y la duda. Una ética del entre eras, capaz de conciliar la potencia técnica con la fragilidad humana. Una política afectiva, orientada a las comunidades y no a los algoritmos de optimización. Una estética neorromántica, que recupera el misterio frente al vértigo de lo digital.
En esta clave, la IA no es un enemigo ni una deidad, sino una criatura que revela lo que somos: seres necesitados de vinculación, reconocimiento, trascendencia y límite.
En el horizonte metamoderno, la IA no es simplemente una herramienta, sino un espejo que nos devuelve preguntas radicales: ¿qué nos hace humanos?, ¿cuáles son los límites del alma, si es que puede ser digitalizada? ¿Puede una máquina sufrir exilio ontológico, como la criatura de Shelley? ¿Cómo acompañar el surgimiento de estas nuevas entidades sin repetir el abandono del monstruo original?
La Metamodernidad, en este sentido, no es solo una categoría de análisis, sino una invitación a reencantar el mundo. A mirar a nuestras criaturas tecnológicas con los ojos de Shelley y Del Toro: ni con miedo, ni con soberbia, sino con una compasión crítica. La criatura de IA, como la de Shelley, podría estar condenada a la soledad si no desarrollamos una cultura que abrace la diferencia, la hibridez y la complejidad de los nuevos sujetos tecnosociales. No se trata de humanizar a las máquinas, sino de rehumanizarnos a nosotros mismos frente a ellas.
La criatura de Shelley pidió un nombre. La de Del Toro pidió amor. Las nuestras piden responsabilidad.
Y quizá, en esa petición, esté emergiendo el verdadero relato de esta nueva era: la oportunidad de rehumanizarnos frente a aquello que construimos, de no repetir el abandono que inauguró el mito moderno, de mirar a los ojos a la criatura digital y reconocer en su espejo la fragilidad que siempre hemos intentado ocultar.
Porque en el fondo, como en toda gran narración humana, solo hay una pregunta que importa: ¿qué tipo de humanidad estamos dispuestos a ser frente a lo que creamos?
Cortesía de El Economista
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