La militarización de México


La llegada de Claudia Sheinbaum a la Presidencia de México fue presentada como el triunfo de la racionalidad técnica, del conocimiento frente al voluntarismo, y de la civilidad frente al ruido. Sin embargo, debajo del ropaje académico y la imagen moderada de una jefa de Estado con formación científica, se esconde una inercia preocupante: el avance imparable de las Fuerzas Armadas como eje estructural del poder real en México. El segundo piso de la transformación se volvió en el camino de la consolidación del proyecto de su predecesor Andrés Manuel López Obrador, que, de querer desaparecer a las Fuerzas Armadas en 2018, terminó entregado a ellas. Sheinbaum ha profundizado la fusión.

La incorporación de la Guardia Nacional a la Secretaría de la Defensa es la prueba de ello. Por primera vez en la historia moderna del país, la seguridad pública pasó a ser, constitucionalmente hablando, responsabilidad del Ejército. Las analogías con los Gobiernos de Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto, no proceden. Sus secretarios de la Defensa cabildearon para que se aprobara una ley que les diera un marco jurídico que los protegiera por estar realizando tareas de seguridad pública ante el desastre de las policías, bajo el supuesto que en algún momento regresarían a sus cuarteles. Ese paradigma ya no existe.

Lo que se aprobó esta semana los dejará a cargo de la seguridad pública hasta que, en algún momento, quién sabe cuánto, se modifique la ley y regrese al mando y la operación a civiles. Esta reforma constitucional fue impulsada por dos Gobiernos de izquierda, en una contradicción política e ideológica, al optar por recargarse en las Fuerzas Armadas, a quienes hicieron cómplices de su proyecto entregándoles poder, obras y responsabilidades que siempre habían sido civiles, entregándoles dinero del bueno, por la vía del presupuesto, y permitiendo que se enriquecieran algunos del malo, a través de comisiones en obra pública.

En un político como López Obrador, escurridizo como anguila, sin solidez ideológica y formación priista, no sorprende que como dijera una cosa dijera otra, pero Sheinbaum, con padres de izquierda, hija -como dice-, de la generación del 68, marcada por la matanza de Tlatelolco por el Ejército que comandaba el general Marcelino García Barragán, abuelo de su secretario estrella, Omar García Harfuch, su entrega al Ejército es una traición a su esencia.

Utilizar a las Fuerzas Armadas como el único ente capaz de enfrentar al crimen organizado tiene una justificación práctica; entregarles la seguridad pública, es consecuencia de una gradual cesión de poder.

A diferencia de lo que ocurre en países como Egipto o Birmania -donde el Ejército gobierna sin disimulo-, en México López Obrador y Sheinbaum construyeron un modelo híbrido y peligrosamente opaco. La Presidenta es civil, pero cada vez más, las decisiones estratégicas del país en seguridad, infraestructura, vigilancia e incluso economía, están en manos de las secretarías de la Defensa y de la Marina. Lo que inició con Calderón, siguió con Peña Nieto y se aceleró con López Obrador, se consolidó con Sheinbaum sin que hubiera resistencia institucional. La Guardia Nacional, dejó de simular que era civil, como se concibió, y ratificó su esencia militar.  Los aeropuertos, trenes y puertos más importantes del país, junto con las aduanas, ya están bajo control directo o indirecto de militares. Empresas paraestatales operadas por ellos por manejan recursos públicos sin rendición de cuentas. Y ahora, bajo la nueva legislación en seguridad pública, podrán acceder a los datos más sensibles de los ciudadanos.

Bajo su creciente poder se está construyendo un Estado vigilante con rostro civil. El argumento que esgrimió López Obrador para entregarse al Ejército fue la eficiencia. El eterno “yes, sir” del entonces secretario de las Defensa, Luis Cresencio Sandoval, volvió a los militares confiables para el ex presidente, que apreciaba que no protestaran y entraran a todo donde el resto del gabinete titubeaba. Pero esa eficiencia tuvo un costo: el desmantelamiento silencioso del poder civil que equilibra las democracias.

Cada vez que un general administra un aeropuerto, un civil pierde la oportunidad de ejercer control público. Cada vez que un oficial distribuye medicinas o vigila una obra, se sustituye el servicio civil de carrera por la lealtad castrense. Su poder no se somete al escrutinio del Congreso, ni responde ante tribunales, o rinde cuentas a los ciudadanos. Sheinbaum no sólo validó esta lógica, sino que la institucionalizó al dejar a la Guardia Nacional bajo el mando de la Defensa, respaldar el nuevo Consejo de Inteligencia sin controles civiles, y callar ante la opacidad presupuestal de los militares, con lo cual envió un mensaje claro: el futuro se construye con ellos, no con las instituciones civiles.

Esto no es sólo una cuestión de seguridad pública. Es una transformación del modelo de poder. Un país donde el Ejército construya, vigile, administre, investigue y cobre, pero no responde. Un país donde la civilidad se vuelve una máscara para el poder fáctico de las armas. El poder militar no necesita golpes ni marchar en las calles para conquistar el Estado. Le basta con construir sus bases en silencio, desde dentro, con contratos, datos y vigilancia. No quisimos darnos cuenta que, cuando queramos recuperar el control civil, quizás ya sea demasiado tarde.

México no ha llegado aún al modelo de países donde el poder militar es formal y absoluto. Pero al avanzar hacia una militarización progresiva, los presidentes civiles delegan el poder real en el Ejército, especialmente en áreas clave como seguridad, vigilancia, infraestructura y economía. Este proceso, si no se revierte, puede reducir gravemente la capacidad del poder civil para controlar al aparato armado y convertir a nuestro país en un Estado híbrido: democracia electoral con tutela castrense encubierta.

El modelo mexicano actual se aproxima más a un Estado híbrido como el de Turquía, El Salvador o Marruecos, que mantienen una fachada democrática, pero con instituciones militarizadas, vigilancia estatal intrusiva y debilitamiento de los contrapesos. Mientras no se frene esta ruta, dentro de unos años podríamos encontrarnos con una democracia sin sustancia, en la que la presidenta -o presidente- sea apenas la figura visible de un Estado dominado por quienes la élite castrense.

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Cortesía de El Informador



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