Manolo asociaba la edad de la razón con su escondite. En algún momento de su infancia, entre los nueve y diez años, recordaba haber comenzado a ser consciente de que reflexionaba, dentro de un baúl de la casa de sus padres, en San Isidro.
Aparentemente el arcón había pertenecido a algún héroe patrio por fuera del ámbito militar, y llegado a manos de su padre, contador, como parte de pago de un empresario que no había podido completar los honorarios; o todo lo contrario: una adenda a los honorarios, a modo de regalo, en recompensa por una labor excelente.
En cualquier caso, el baúl estaba lo suficientemente retirado de las habitaciones, de la cocina, de la parte transcurrida de la casa, como para que Manolo pudiera sumergirse allí, silente, cauteloso, sin que nadie lo percibiera. Ni él mismo. Cuando se extendía en la oscuridad del mueble vacío, histórico e inútil, se decía a sí mismo que no existía. Pienso, desafiaba Manolo la famosa frase, luego no existo.
Si bien logró poner en palabras el fenómeno sólo después de su adolescencia, cuando efectivamente escuchó el aforismo de Descartes, lo sentía desde la primera vez que eludió las miradas, familiares o humanas en general, dentro de su escondite.
Manolo se escondía porque le daba vergüenza vivir. No podía culpar a sus padres, ni a sus circunstancias, ni al resto de los seres humanos. En algún momento del día, su existencia le resultaba abrumadora. Prefería no existir. Dejar de existir no era equivalente a morir. Incluso a los diez años, sabía que morir implicaba algún tipo de evento grotesco, patético o dramático. Una cabeza rota, un cuello segado, una piel amoratada. Esas posibilidades lo apesadumbraban más que estar vivo.
Lo que realmente anhelaba era suspender la existencia, dejar de ser sin morir. No era dormir. Y lo conseguía.
No salía exactamente renovado, o habiendo hecho una catarsis sanadora. Solo ganaba algo de tiempo para volver al llano. Le daba aire para seguir.
Una vez, debía haber pasado Manolo sus doce años, los visitó una señora. ¿Clienta? ¿Amiga de su madre? No lo preguntó ni lo averiguó.
La belleza de la mujer lo deslumbró. Repentinamente, descubrió que podía vivir sin vergüenza a la intemperie, mientras la observara. Sus ojos no querían soltarla. Sus sentidos la absorbían ávidamente. Cuando ella se fue, se le derrumbó el alma. Para colmo, sus padres estaban atentos y no podía esconderse. Debió aguardar la noche para recuperar la oscuridad de la inexistencia.
A los 14 años conoció a Luna, su atractiva amiga. Luna padecía unos padres terribles, y Manolo la acompañaba con sus escasos recursos. Ambos encontraban en el otro a la vez un solaz y un misterio. Se gustaban, pero no sabían cómo ejercer la atracción. Fue la única persona, en toda su vida, a la que Manolo reveló su escondite, con todas sus implicancias. Tras pensarlo denodadamente, Manolo le recomendó a Luna que huyera.
Durante horas, meses, había reflexionado al respecto en el silencio de su pseudo ataúd, un Drácula herbívoro.
Trabajó junto a su padre durante todo el primer año del secundario, fingió ahorrar el dinero y le pagó el pasaje a Luna. Ella logró huir.
Luna le escribió oportunamente: había iniciado una nueva vida. No volvieron a hablar ni a verse.
Una tarde de sus 17 años, en la penumbra de su escondite, Manolo escuchó unas palabras ominosas. En el exterior, alguien amenazaba a su padre. Pero la voz asustada de su madre lo desesperó. Perdido todo reparo, Manolo levantó la tapa del arcón. Nadie lo esperaba. El agresor llevaba un arma en la mano. La furtiva aparición de Manolo lo descolocó. Su padre aprovechó para romperle una mejilla con un caballo de metal.
Manolo observó cómo la punta afilada penetraba la piel del rostro del maleante. El agresor, por mero acto reflejo, puso la otra mejilla. Pero el padre, para gran alivio de Manolo, le clavó la punta del caballo en la yugular. La madre quería ayudar, pero no sabía cómo. Ni Manolo ni la madre supieron a quién llamó el padre. Pero no era a la policía. El cadáver del delincuente abandonó la casa familiar dentro del arcón anónimo. Manolo perdió su escondite, pero aquella fue una noche de calma y reunión para la familia.
Ya sin el arcón, Manolo dejó la casa de sus padres. Llevó consigo esa incomodidad irresoluble.
En Málaga, dedicado a la ciencia, encontró la cura a una inusual enfermedad de la sangre. Salvó la vida a unas pocas personas. Perdió a sus padres en orden, con dolor y resignación.
Aleatoriamente, en tal o cual encuentro, alguna mujer le permitía recuperar el prodigio de aquella señora de visita en la casa natal. Eran momentos en los que no necesitaba el arcón. Duraban nunca más de un día. Tan inusuales como los casos que había sabido curar.
Pasó a Ceuta, Melilla, Tánger. Lo invitaron a un congreso en el Congo. Se hospedó en un hotel de una cadena norteamericana. Brindó su ponencia en un museo gubernamental. Al finalizar, tras una ronda de aplausos, recibió una invitación para una visita guiada a lo que había sido el lugar de nacimiento de Patrice Lumumba.
Manolo asistió sin interés. Pero cuando llegó, al anochecer, descubrió que la tal cita era amañada. Allí no había señas ni recordatorios. En un caserón fresco y colonial, al que lo hizo pasar una matrona similar a la de Lo que el viento se llevó, le sacudió el alma su ataúd, arcón, baúl. Allí estaba. Inconfundible. Reluciente.
Manolo no preguntó ni aguardó: abrió la tapa como un poseso, perdido en el desierto, frente al primer vaso de agua, y se sumergió con la energía del sobreviviente. En el interior, con una sonrisa luminosa, lo aguardaba Luna. Pasaron juntos más tiempo del que ninguno de los dos pudo haber imaginado.
Cortesía de Clarín
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