La nueva historia de Marcelo Birmajer: El sea monkey

En cuarto año, se decía Bedele, con la impunidad de hablar solo para sí mismo, concurrí durante años al cuarto de María.

Sonaba desagradable la frase por la repetición de las palabras; pero aún más insensata: ¿cómo habría concurrido durante años si cuarto solo duraba uno? No se trataba de que hubieran repetido, por supuesto. Evidentemente Bedele contaba cuarto año como si hubieran pasado varios. El secundario se les terminaba en quinto. Ninguno de los alumnos había repetido. De hecho, habían transcurrido todo el bachillerato juntos. Excepto Viasante.

Aquella mañana de su cuarto año de colegio secundario, Bedele se había encontrado con sus padres en la cocina. Recordaba que su madre repetía la expresión “lógico”.

Su padre, por lo general callado, alejado, marcial, similar en ciertas características a los otros padres de sus compañeros, en este caso dirigía la escaramuza.

-Tu madre y yo queremos expresarte -dijo con una gravedad patética- que no sos nuestro hijo biológico.

-Lógico -acotó la madre-.

-Habíamos comprado, como todos, el kit de los sea monkeys. No porque no pudiéramos tener hijos. Nada que ver. ¿Quizás nos sentíamos solos? Puede ser. Pero tantas otras familias, con hijos, compraron también la marca. De modo que no hay una relación directa. Sí es verdad que ni tu madre ni yo pudimos tener hijos. No intentamos tratamientos. Decidimos que era una señal de Dios. Tampoco sabemos bien qué es eso. Yo lo consulté con compañeros de trabajo: ninguno supo decirme con claridad. En fin, cuando uno de los sea monkeys comenzó a cobrar tu forma, como bebé, me refiero, consultamos a la adivina.

“Nos aclaró que serías como cualquier otro chico, pero no de verdad. Preferimos aceptar el destino, como ya habíamos hecho en el sentido opuesto. Dios te quita, Dios te da. Pero la adivina anunció que nuestra responsabilidad sería hasta tus diecisiete años.

“Como bien sabés, caerán este octubre. Tu madre y yo nos retiraremos a la quinta de los abuelos. La casa te queda hasta que termines el secundario. Luego, deberás decidir por tu cuenta. Desconocemos cómo sigue el proceso. En el aspecto biológico, las derivaciones pueden ser perjudiciales. Pero en el rubro existencial, no es muy distinto del resto de los adolescentes: en algún momento se independizan de los padres, eligen una carrera, labran su identidad”.

Bedele prefirió no hacer preguntas. Probablemente él no fuera de verdad. Pero sentía cierto alivio al no devenir de aquella pareja. No obstante, lo preocupaban los derivados de su condición. ¿Las transformaciones, implicaban una abreviación de su existencia, un altercado monstruoso, una limitación terminal de sus capacidades? Por las dudas, prefería convertirse en un hombre de verdad.

En el colegio ya todos los muchachos habían visitado la Isla Maciel. Era como un Ital Park clandestino. Pero Bedele se había negado. No sabía por qué. Probablemente porque no era un muchacho de verdad.

Lo necesitaba tanto como todos los demás. Pero no así. Había algo en ese juego del Ital Park que no podía suceder en la isla Maciel. Fuera o no de verdad, prefería la espontaneidad a la isla Maciel. Ahora sabía que su propia vida era una casualidad, y no una decisión. No obstante, la espera lo devastaba. Agonizaba. Y aún así, prefería no sobrevivir en la isla Maciel. En esas circunstancias lo convocó María.

La chica sí que se había transformado; al terminar tercer año, su geografía incursionó en lo sensual, ineludible y magnético.

Los compañeros se peleaban por ella. Las demás la envidiaban. Le había cambiado el gesto. Una mueca maligna le torcía elegantemente la boca. Inexplicablemente, se acercó a Bedele.

-Necesito hablar con vos en casa -le dijo la mañana decisiva, casi como una coda de la revelación familiar-.

“Me saqué la grande”, se dijo Bedele, sin atinar a dar con cuál pudiera ser la motivación de María.

Indudablemente no podía tratarse de lo que deseaba. Dos ursos se habían peleado por ella como Godzila contra King Kong. Un tercero tenía barba y tocaba la guitarra. Otro componía panfletos políticos y fumaba. Bedele parecía un espárrago, un renacuajo, no tenía un pelo en la cara ni en el resto del cuerpo. Literalmente, como bien le habían informado, era un sea monkey. Pero no podía negarse.

Acudió esa tardecita noche, ya sin necesidad de avisar a sus padres. Era sobre la calle Uriburu, casi llegando a Viamonte, en diagonal a la morgue. Esa calle le recordó algo, pero difusamente.

María no se anduvo con vueltas. Lo tomó de la mano, lo llevó a su cuarto en la casa vacía, y le mostró la jaula acuática. Una pecera de un metro y medio, con un sea monkey gigante adentro. Un sea monkey de verdad. El habitante anfibio del almohadón de plumas de Quiroga. Pero María lucía exuberante. Nunca había visto Bedele una chica más bella, ni un bicho más escalofriante. Enojado, el monstruo se estampaba contra las paredes de vidrio. ¿Cómo había llegado a crecer tanto? Amenazaba con estallar en cualquier momento. Aunque en rigor un estallido, si bien repugnante, sería una solución. En cambio la fuga…

-Se comió a Viasante -confirmó María-. Y a mis padres.

Bedele la observó demudado. De ahí le sonaba Viamonte: Viasante.

-Cuando era más chico -continuó María-.

-Pero Viasante tenía quince años cuando dejó nuestro colegio -interpuso Bedele-.

-Me refiero al sea monkey -aclaró María-. Compramos el kit, como cualquier otra familia. Solo el monstruo prendió. Lo dejábamos salir, era como un renacuajo simpático, con patitas tipo seudópodos. Viasante ni siquiera me arrastraba el ala. Vino a ayudarme con una tarea de matemáticas, pobre… Mis padres también cayeron, en sus camas, dormían separados, por eso digo. Finalmente yo me di cuenta de encerrarlo. Me ayudó el herrero.

Dos barras de cemento configuraban la tapadera. El herrero no se había esmerado como carcelero. Por debajo de ese precario techo, la criatura exhalaba una furia sorda.

-Pero Viasante -insistió Bedele-. ¿Los padres no lo buscaron? ¿No dijeron nada?

-Yo hablé con el padre -replicó María-. Sólo vivía con el padre.

-¿Y qué le dijiste? -preguntó estupefacto Bedele-.

-Cosas -eludió María-. Y retomó: Pero ahora lo tenés que matar. No sé cómo. Yo te voy a encerrar en el cuarto y vos verás.

Cuando lanzó ese desafío, María se irguió en toda su opulencia. Bedele se dijo que quizás debió haber recurrido a la isla Maciel. En la vida no hay un comienzo determinado. Las cosas, como bien había definido María, podían empezar más de una vez. Pero ya estaba ahí, como un Teseo de cotillón. El sea monkey bueno contra el sea monkey malo.

¿Especulaba María, intuyendo el origen de Bedele, con una cierta impunidad de éste, basada en que el sea monkey cautivo no se comería a uno de su misma especie? Tampoco creía Bedele que fuera dado al diálogo. No se lo veía amigable. Tal vez fuera porque estaba encerrado: las malas condiciones lo habían vuelto reacio. No, no, recordó Bedele, se había comido a Viasante y a los dueños de casa cuando entraba y salía de la pecera sin restricciones.

María llevó a Bedele al cuarto de sus padres antes de soltarlo en el del monstruo. Aquella experiencia fue para Bedele el sentido de la vida, para bien y para mal. Se convirtió en un hombre de verdad. Le propuso a María abandonar al monstruo en esa casa y habitar la que sus padres le habían dejado. María aceptó.

Llegado el momento, al concluir el secundario, se marchó con el padre de Viasante.

Cortesía de Clarín



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