En la sala de profesores, bebiendo un mate cocido “fatto in casa” -el de la despensa escolar sabía rancio-, picoteando unas “lentejas” de vainilla y quinoa que ella misma se preparaba, Zunilda visualizó la intersección entre la llegada del suplente y su propia postergada despedida.
Martín, diez años más joven, había entrado al establecimiento por tres meses, para reemplazar al profesor Giuliano, ausente por una infección faríngea, y se había quedado un año, con perspectivas de titularidad; mientras que Zunilda había demorado un año su anunciada partida. Probablemente -no se lo terminaba de reconocer a sí misma, pero mucho menos lo aclararía para el resto-, debido a la defección de Gaspar, su novio de años, director de orquesta, que a edad provecta había optado por una soprano, quince años más joven que Zunilda, veinticinco años más joven que Gaspar.
Zunilda no lograba reconciliarse con la idea de jubilarse en su casa vacía. Los planes con Gaspar habían incluido una serie de tópicos en los que el ocio jugaba un rol estimulante. Para rematar la faena de la melancolía, el profesor Giuliano había fallecido de una complicación inesperada.
De contar con una colega que la comprendiera, Zunilda le hubiera confesado que Martín, el joven suplente, le seguía “arrastrando” el ala. Pero Elisa se había teletransportado al Brasil, con una oferta increíble, del agente de viajes que les conseguía las gangas para febrero. Elisa sabía: a poco de ser desertada por Gaspar, juntas en milongas y bailes, o en algún café con jardín, muchachos de menor edad que Zunilda la habían abordado. Arrasada por la pena, más como placebo que por convicción, una ocasión sucedió. La experiencia la había halagado. Pero no reconfortado.
Sin envanecerse, Zunilda reconocía que ciertos aspectos de su apariencia desafiaban el paso del tiempo. ¿Cómo sería la fulana del director de orquesta? La bosquejaba como achaparrada y falta de gracia. Pero ahora, en lugar de cualquier silueta ajena, quedaba la de su propia soledad, y el suplente olía sangre. O simplemente gustaba de ella, ¿por qué no?
Habían debatido un dilema pedagógico.
De quinto grado en adelante, los chicos eran capaces de copiarse y acceder a los resultados de las preguntas por medio de la inteligencia artificial. Zunilda había prohibido el uso de celulares y computadoras en el aula durante sus clases. Pero de algún modo los alumnos se las arreglaban para, sin que ella los descubriera, usufructuar las respuestas dictadas por “el algoritmo”, aparentemente una versión virtual del robot que dominaba la Tierra, en su formato cuadrado y plateado, en las películas de los años ’50.
Martín prefería otra estrategia, tan interesado como Zunilda en que los alumnos adquirieran conocimientos: ¿de qué servía copiarse o repetir los resultados sin incorporarlos? Lo importante del colegio era aprender. Debían encontrarle un sentido al trabajo conjunto en el aula. Haría lo posible por hacerlo interesante para cada alumno.
Por supuesto, era imposible evitar completamente el aburrimiento: nunca en la vida conseguirían tal prodigio. Pero si en lugar de desesperarse por evitar la transgresión -siempre refiriéndose al tema de copiarse o no-, les explicaban por qué valía la pena aprender, quizás la batalla fuera menos desigual.
Zunilda tachaba a Martín de romántico, y el suplente replicaba -ella no podía dejar de considerarlo “el suplente”-, que el pragmatismo de Zunilda no había sido más exitoso que su “romanticismo”.
En ese ir y venir, el suplente la había festejado. Le preparaba café con clavo y canela, le regaló un ramo de flores y, ahí el desfiladero entre el sí y el no, le había hecho entrega de dos poemas manuscritos, intensos pero elegantes; sugerentes, pero sin pasarse.
Ineludiblemente eran una propuesta de intimidad. Zunilda ya no podía volver a verlo sin darle una respuesta. Todo sería más sencillo si los aguardara el largo verano por separado. Pero el deber los llamaba oficialmente para diseñar un plan conjunto, en miras al recomienzo del año lectivo en marzo, a mediados de febrero, en la sala de profesores. Estarían solos los dos.
Martín refrescó aquella mañana estival, cambió radicalmente el aura de la sala mustia, con una docena de damascos de la Alhambra y un vaso inimaginable de café helado con cardamomo y limón. Como si con eso no bastara, Zunilda había releído una y otra vez los poemas. En las horas finales de la noche la habían arrobado -no de la arroba de internet-, y subido los colores a la cara; le había costado dormirse.
Pero en plena madrugada, se había despertado como de una pesadilla, los había releído por enésima vez, y finalmente arribado a una conclusión patética: por muy manuscritos que fueran, Martín había recurrido a la inteligencia artificial para conquistarla. Esos poemas no provenían de su naturaleza. También el suplente hociqueaba.
Hábilmente maquillada para ocultar el insomnio -más bonita en ese afán que si hubiera dormido-, frente a frente en la sala de profesores, todas las cartas sobre la mesa, llegaba la hora de la verdad. Martín la invitó a su casa. Zunilda aceptó, pero para hablar en privado y rechazarlo.
El departamento del muchacho era pequeño, dos ambientes, pero atildado. Bien puesto. Quizás como el propio Martín. Cada cosa en su sitio, prolijamente desplegado. Hasta los colores cuajaban. En ese orden impoluto, algo había, indefinible, que lo emparentaba con los poemas “manuscritos” descargados de otra parte.
-Del misterio -dijo Martín tomándole la mano, cuando ella le preguntó de dónde había “bajado” esos poemas, confirmando la suspicacia-.
Pero él aguardó a que ella lo besara. Y en ese limbo de un instante, Zunilda asumió que no era la falta de legitimidad autoral lo que la defraudaba, que no se había querido decir a sí misma lo que le dijo a Martín en vez de besarlo:
-Lo que pasa es que vos estás haciendo un esfuerzo por quererme.
El muchacho le soltó la mano, palideció y se la quedó mirando como si hubiera perdido en un juego sin reglas, excepto la derrota o la gloria.
Zunilda recorrió a pie las cuadras que la separaban de su casa, configurando las formas de la soledad, el laberinto del destino, cuyo único consuelo es la imprevisibilidad.
Cortesía de Clarín
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