Como alguna vez dijo alguno de mis personajes, las experiencias que nos revelan algún aspecto de la verdad, son aquellas que originalmente no hubiéramos querido atravesar.
Yo había comenzado por pensar dos veces si realmente me convenía aceptar aquel viaje como conferencista a un remoto pueblo perdido de la costa bonaerense. Remoto y perdido no necesariamente son sinónimos: podía ser alguna de esas paradas pintorescas, más allá de Miramar; o de la ruta inter balnearia, con su nombre propio, poco célebre pero altamente sofisticada. Una parcela de mar para entendidos, ricos y famosos, o discretos y significativos. No era el caso.
La Payana era apenas un charco de agua salada -con sus olas, sus caracoles, su yodo, eso sí-, rodeado de casas comunales, con un gimnasio sindical y un restaurant casi gratuito que servía café con leche tibio, milanesas pre hechas, y medialunas tardías. Las camas eran cuchetas, la habitación húmeda y el baño de la marca del siglo pasado. El televisor montado en el trípode le daba al hotel el aire de aquella infinidad de poblados que yo había visitado en la misma Provincia, pero tan lejos del mar como del oro o la plata.
Todo se parecía a ese momento de mi vida. A mi vida en general. También el medio de transporte en el que había llegado: una combi que salió de la avenida 9 de Julio, atravesó la noche, y recogió a otro pasajero en algún lugar después de San Bernardo. El hombre me despertó preguntando si era la combi a La Payana. Quedé insomne hasta ocupar la cama cucheta superior. Elegí la de arriba porque me pareció que en esa altura hacía menos frío. La pieza, como siempre, con expresa aclaración, era solo para mí.
¿De qué tenía que hablar? ¿A quién podía importarle? De todos modos, me había preparado como si fuera a dar un examen. Era uno de los pocos lugares en los que no se presentaba una actividad alternativa superpuesta. En tantas otras veladas previas, habiendo organizado mi visita con meses de anticipación, al momento de mi función los organizadores me aclaraban:
-Hoy toca Keith Richards en el teatro Municipal: es una visita anónima e inesperada. Difícil venga la gente.
-Qué pena, justo coincide tu ponencia con una función gratis del Circo de Moscú, arreglada por el ex PC local.
-Me temo no estará muy concurrida la charla, uno de nuestros habitantes ganó una rifa para que venga Robbie Williams a dar un concierto doméstico en su casa.
En aquella ocasión, al menos, nadie me opacaría. Solo el frío, la pereza y la falta de interés podían ralear la concurrencia. Milagrosamente se llenó. Era un viernes a la noche.
La afluencia de público despertó mis mejores instintos. Olvidé las ideas que había bocetado y conté mis historias, incluso alguna improvisada en el momento. De la nada resurge el milagro del público y el narrador, alrededor y en el centro de la noche.
Las autoridades del pueblo me invitaron a cenar en un lugar mejor. Era una parrilla, tan perdida como La Payana, pero saliendo: se llamaba La generala. Y no dejaba lugar a dudas sobre la significación del nombre: dos dados con el respectivo 6, de cartón o de plástico, siluetas macizas, secundaban a izquierda y derecha el cartel luminoso del restaurant rutero.
Sabían lo que pedir y dejé que lo hicieran por mí. Abandonarme a la suerte siempre me ha deparado mayor beneficio que tomar decisiones. El único bañero del grupo ya no ejercía, aunque tampoco parecía en edad de jubilarse. No tuvo empacho, durante la cena, en que se supiera que Nadia, la esposa, lo mantenía. Leopoldo ahora fungía de inspector municipal sobre el estado del balneario en lo relativo al turismo. Nadia se encargaba realmente de los permisos para vivienda, vehículo y tendidos de luz, agua y gas.
Se habían conocido en otra playa, de cuyo nombre no quisieron acordarse; y casi como contrapartida de gratitud por mi recital de cuentos, me contaron su historia verdadera, alentados por el resto de los comensales. Leopoldo y Jacinto eran salvavidas en aquel balneario, treinta años atrás. Repentinamente, un bañista pide auxilio: uno de esos clásicos comedidos que nadan en alta mar, arriesgando más de lo que saben. Cuando Leopoldo alcanza al implicado, ya está en las últimas. Tragó demasiada agua, no respira. Por supuesto, lo rescata por el cuello, y junto a Jacinto, que también nadaba un poco más lejos, lo regresan a la orilla. Nada que hacer. El nadador sale del agua muerto.
El occiso, Francisco, resulta ser un nativo de la localidad. Aparentemente nadador experimentado. Era también el marido de Nadia, la funcionaria municipal.
Leopoldo lo considera el gran fracaso de su carrera. Conoce a Nadia en la circunstancia de la declaración judicial y los subsiguientes trámites. El trauma anula su capacidad de continuar el oficio. En cambio, se casa con Natalia: no legalmente. Inician una relación y desde hace treinta años están juntos. No tuvieron hijos; aunque Nadia sí había procreado una niña con Francisco, Mariela, que ahora tiene 32 años y vive en Capital Federal.
La genealogía de aquel romance me resultó melodramática e interesante. Quizás un poco demasiado expuesta: no es una sucesión de peripecias que hubiera que andar contando de sobremesa. Muerte, trauma. Pero de algo hay que hablar.
Entrando al fantasmagórico hotel me dije que finalmente los resultados de aquella travesía debían computarse como reconfortantes. Incluso las mollejas y el vino tinto de La generala.
No había dormido bien: ni en la combi ni en la cama cucheta. Y ahora sentía que me permitiría un sueño reparador, para marcharme al día siguiente por la tarde.
Debo haberme sumergido tres horas en el limbo perfecto de la cama cucheta de abajo. La voz me interrumpió, como un disparo. La reconocí: era el otro pasajero de la combi. Me hablaba desde la cama cucheta de arriba. La había ocupado sin despertarme. No sé qué me dijo, pero yo aclaré:
-Señor, esta pieza es para mí solo.
Y agregué como para darle autoridad a mi frase:
-Lo arreglé por contrato.
-Me importa un carajo -replicó el intruso-. Leopoldo asesinó a Francisco en el mar. Yo fui el que gritó auxilio. Se suponía no sólo que me pagarían, sino que Nadia también me premiaría a mí. Escaparon. Me costó encontrarlos, pero usted denunciará, como corresponde.
Quizás por lo inusual del nombre, quizás por lo reciente de la anécdota, deduje sin preguntar:
-Usted es Jacinto.
-No importa -repitió-. Los voy a matar a los dos. Y usted sabrá por qué. Es responsabilidad suya como escritor hacerlo público.
Luego de un silencio, y ya resignándome a otro insomnio por el mismo culpable, interpuse:
-Es que no soy dado a las primicias, las tragedias, las denuncias… Lo mío como periodista es…
Pronto descubrí que era inútil seguir hablando: Jacinto roncaba sonoramente. Amanecía. Armé mi bolsito en un silencio nunca antes experimentado. Salí de puntillas. Si no puedes quedarte solo en la habitación, siempre puedes abandonarla. Pasó una suerte de remise, lo detuve como a un taxi y aceptó llevarme a San Bernardo. Pagué mi viático. No se los reclamé. Tampoco volvieron alguna vez a preguntarme sobre mi paradero.
Cortesía de Clarín
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