Gaetano caminaba con oculta indecisión. De su paso patizambo habitual, mirada perdida, gesto hosco, cabeza bamboleante, no podía deducirse la zozobra que nublaba su alma.
El Monarca le había mandatado pintar el mural de la casa conyugal donde consumaría el matrimonio con la joven doncella. El reino suponía que aquella sería la obra mayor del experimentado artista.
Gaetano trajinaba las distintas expresiones del diseño, la figuración, el color. Alumbraba palacios, distribuía ciudades, confeccionaba obsequios para sellar la paz o estandartes para alentar la guerra. Era indudablemente el más célebre de los creadores de la región, versado en las disciplinas de la imaginación y en los secretos de la naturaleza.
Apenas recibido el encargo, corrió la voz de que aquel mural representaría su consagración. Su talento se había diseminado en centenares de instancias memorables -establos reales, museos monumentales, máscaras venecianas, coronas de triunfo-, pero aún faltaba un lienzo definitorio, una cúpula de Babel, un dibujo eterno. El Mural del Monarca, se rumoreaba, sería su legado postrero.
Le pagaron como para el resto de su vida. Pero Gaetano marchaba cariacontecido, meditabundo, rumiante. Sus manos caían en huelga, su temperamento no despertaba, sus ojos no refulgían. No tenía ganas, no se inspiraba, le faltaba el fuego. Llevaba ya dos semanas fracasando con pinturas frescas, colores muertos, imágenes paganas. Conocía de memoria al Monarca, de lejos a la doncella. Pero permanecía inane.
En el sendero de ese fracaso, se le cruzó Domitila. La veterana criada de la posada del Mármol había sido alguna vez su novia secreta. Por entonces, ella era una joven discreta y curiosa. Gaetano la había conquistado con la sencillez de su adoración. Durante meses habían intercambiado amores desinteresados. Finalmente, Gaetano había sido convocado a acompañar a los ejércitos del Monarca y, cuando regresó, Domitila había casado.
Pronto ella tuvo un hijo, y luego tres más. Ahora era viuda y abuela. Pero Gaetano reclamó asilo y Domitila se lo concedió. Bebieron té, se miraron, se compadecieron el uno del otro. Gaetano le daba dinero, por pura amistad.
Para poder cumplir con Domitila, Gaetano imaginaba a la doncella del Monarca. Garabateaba en un papiro exánime, borrado de previas escrituras, las junturas de las articulaciones, una frescura, una elevación, los relieves inesperados del cuerpo lejano.
Domitila admiraba los esbozos de su antiguo novio, reía junto a él. También lloraban de a dos. Se despertó en Gaetano la energía del trabajo. Pasando por lo de Domitila, cobraba el vigor para afrontar la tarea: más que el que conseguía para estar junto a ella. El mural se consolidaba. Una manta lo velaba para el resto de los mortales. Ni el Monarca tenía acceso. Por momentos se burlaba:
“No habrás de ser como los sastres del Emperador… y nada veamos cuando alcemos la manta”.
-Pierda cuidado -replicaba Gaetano-. Hasta la más simple de las criaturas tiene derecho a juzgar mi trabajo. También usted.
Tras la noche de bodas, el matrimonio consumado, se retiraron dos paños: la sábana del lecho nupcial, consagrada como prueba; y la manta que cubría el mural. El Monarca, la reina y la corte participaron de ese momento inaugural. La aprobación fue unánime. Gaetano había dado la talla. Lo mandaron llamar.
En el motivo del cuadro, la mujer era representada por una ninfa entre la inocencia y el misterio. Y el varón, avanzaba con lujuria y respeto. No eran reproducciones ni mucho menos imitaciones de los protagonistas, pero podía relacionarse a cada uno de ellos con las figuras en la pared. Gaetano aceptó los elogios. Un próspero mercante le anticipó el deseo de su propia hija por conocerlo.
Gaetano abandonó la ceremonia tan abrumado como en las primeras jornadas de aquel trabajo renuente. No era su obra mayor. Podía engañar al Monarca alabándolo, a la muchacha cegada por su propio resplandor, a la corte dada a la rima fácil. Pero un artista sabía cuándo había dado lo mejor de sí. No es que pudiera decidirlo. La voluntad sólo incidía en el trabajo, no en su resultado.
En el papiro que había dibujado en compañía de Domitila, en esos borradores noctámbulos, descuidados, imprevistos, se cifraba el tamaño de su arte. Nunca había dibujado ni volvería a dibujar nada semejante. Era su obra cumbre. Olvidada en un desván, quizás borroneada encima por los trazos infantiles de los nietos de la mujer. Carente de posteridad. Un mensaje secreto entre dos corazones. No tenía por qué saberlo ella. En cualquier caso, ya no necesitaría trabajar para vivir. El resto de su imaginación debería usarlo para justificar sus días.
Cortesía de Clarín
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