Benítez vivía en el barrio de Once, sobre la calle Uriburu. Aunque no había llegado a conocer a sus abuelos maternos, sabía que eran vascos y de algún modo relacionaba la calle de su casa, más precisamente la vereda, con el pasado familiar. Sus abuelos paternos eran catalán Josep y madrileña Mercedes. Pero vivían en la provincia de Buenos Aires y los veía poco. Por momentos creía que su padre, Manolo, estaba peleado con el abuelo Josep.
Quizá porque Manolo había decidido marcharse a Capital Federal y no continuar el trabajo en la granja heredada. María Luisa -esposa y madre-, no insistía para verlos.
Pero Manolo y María Luisa se complotaron para que Benítez, Fabián, al concluir el secundario, continuara el oficio de Manolo: la venta de electrodomésticos, en una esquina privilegiada del centro porteño, Tucumán y Callao, frente a la Iglesia de El Salvador.
Por algún extraño motivo, a los 17 años, a Fabián Benítez se le había metido en la cabeza regresar al Madrid de su abuela paterna, donde recién despertaba la democracia, tras la muerte de Franco. El caudillo había fallecido en 1975 y en Buenos Aires se cursaba el tórrido enero de 1976. A Fabián le decían “el chino” por Jorge José, el volante derecho que descollaba en Boca desde su adquisición en 1973. Pero no sabían que desde segundo año Fabián se había propuesto cumplir con las tres pruebas de salida del Templo Shaolín. Este afán lo ocultaba de sus amigos y de la así llamada barra de la cuadra.
Para abandonar el Templo chino, una suerte de graduación, el pequeño saltamontes debía ser capaz de 1: caminar sobre papel de arroz sin arrugarlo. 2. Arrebatar de la palma de la mano del maestro Cheng Ming Kan un guijarro. Y 3, grabarse en los antebrazos interiores el dragón y el tigre Shaolín, inscriptos en las asas de un caldero hirviente. En rigor, esta tercera prueba implicaba levantar el caldero hirviente con los antebrazos interiores.
En cuarto año, sin decírselo a nadie, mucho menos a sus padres, Fabián se agenció, vía el restaurant La Pagoda, sobre Tucumán, cruzando Callao, antes de llegar a Rodríguez Peña, una plancha de papel de arroz de dos metros por dos metros.
Concluyendo quinto y último año bachiller en el colegio Mariano Moreno, consiguió que el quiosquero de diarios de Uriburu y Tucumán, don Cosme, aceptara abrir y cerrar la palma de su mano, con una figurita de chapa de Pipo Mancera, sin darle mayores explicaciones, más que comprarle una revista de mecánica, de divulgación científica o de historietas, en cada ocasión. Las acumulaba en su cuarto y las leía del comienzo al final, escondidas como un secreto hasta de sí mismo.
Pero la prueba del caldero hirviente no estaba dispuesto a sobrellevarla, ni como metáfora ni mucho menos literalmente. La aceptación deliberada del dolor físico no le parecía una maniobra viril, por muy simbólica que resultara. Un hombre en uso de sus facultades debía eludir el dolor por todos los medios disponibles. Ni siquiera enfrentarlo: solo huir.
En una revista de divulgación había leído un concepto interesante al respecto: huir del Mal. Más que enfrentarlo, huir. Su demorada y rechazada partida a Madrid no era una fuga. Pero caminando sobre el papel de arroz descubrió que no debía aguardar la aquiescencia de sus padres: no habría un modo ni un momento en que le fueran a decir complacientemente que sí. Su madre probablemente lloraría. Su padre lo observaría con condescendencia y hostilidad. No existía modo de caminar sobre la alfombra invisible que tendían esos dos corazones sin arrugarlos.
Pero Betina, la joven de ascendencia italiana, discreta y voluptuosa a la vez, que inusualmente trabajaba como camarera y cajera en La Pagoda, a la sazón hija de don Cosme, el quiosquero de diarios, era harina de muy otro costal. Ese era el caldero hirviente que Benítez no podía levantar con los antebrazos: la muchacha, de su misma edad, ya en un despliegue de belleza que hacía percibirse a Fabián más adolescente de lo que deseaba, no le prestaba atención. O peor aún: le hablaba como a un amigo. Ella le había dispensado el papel de arroz sin preguntar.
¿Cuál sería la tercera prueba de su periplo? Descartado el caldero, cómo graduarse de ese Templo Shaolín que era la casa de sus padres, se preguntaba Fabián. Una tarde descubrió que había caminado por el papel de arroz sin dejar ni una arruga. Por primera vez.
Ese anochecer Fabián cedió a los encantos de la panadera, una mujer varios años mayor que él, prima de un amigo.
Nunca se había sentido especialmente cautivado por ella; pero sí ella por él. A la panadera Silvia le gustaba su discreta e incipiente juventud, y el modo sesudo en que comentaba las revistas. También los elogios de Fabián a los sándwiches de miga. Recientemente la había abandonado un novio. Fue la primera mujer de Fabián.
Esa noche no cenó en casa. Y cuando llegó, en el silencio de sus padres durmientes, comprendió que había cumplido con la primera prueba.
Pasó una semana hasta que logró arrebatarle la figurita de chapa de Pipo Mancera al quiosquero de diarios Cosme.
Comprendió que para alcanzar el éxito, debía presentar una mirada medio estrábica: que el vendedor de diarios no lo viera venir. Fingir una cierta distracción, no tanto como para alertarlo. Le birló la figurita de chapa, haciéndose un pequeñísimo corte en su propia palma de la mano, apenas un gota de sangre. Al día siguiente, llamó al pariente madrileño desde la central telefónica de la calle Florida, y tras una larga y muy cara conversación de 25 minutos, se garantizó que tendría trabajo por seis meses en el hostal que su tío abuelo administraba. Segunda prueba superada.
Con el portento de su autonomía fue en busca de Betina, su amada. La hija de Cosme. No sólo había demostrado ser más ágil, astuto y audaz que su futuro suegro. También le ofrecía pagarle el pasaje, viajar juntos a Madrid y mantenerla durante seis meses. Ella se limitó a responder que era la novia del chino Wang, dueño del restaurant: y que Fabián aún era muy chico.
arzo, Fabián se marchó a Madrid, en barco. En alta mar, tras quince días de viaje, supo que la tercera prueba era el tatuaje de Betina que se le había forjado en el corazón, imborrable; las asas indelebles de las caderas y calderas del misterio femenino. La salida del Templo Shaolín, como la del propio Kwai Chang Caine, era en soledad. Su tercera prueba lo acompañaría por el resto de su vida.
Cortesía de Clarín
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