La nueva historia de Marcelo Birmajer: Una noche con Verdaguer

Juan Verdaguer, el meritorio humorista y actor, llevaba ya varios años fallecido cuando me convocaron. Alguna vez, en mi primera juventud, un Salomón nonagenario me había contratado para acompañarlo al Bar Mitzvá de su nieto en Nueva York. Su idea era que, en caso de expirar durante la ceremonia o en alguna instancia del viaje, me responsabilizara como albacea de su cuerpo. Por el contrario, el anciano sobrellevó con elegancia el trayecto; mientras que un servidor, al ingerir desavisadamente una esfera descomunal de wasabi, casi la queda (publiqué en este mismo espacio la columna respectiva, titulada El invitado imprevisto).

FERIA DE SAN FRANCISCO

Habían pasado más de veinte años desde aquella gafe, y otro Salomón, en rigor su sobrina, me reclutaba por una dificultad con el festejo de su cumpleaños número 100. Salomón había querido para la celebración la concurrencia de Juan Verdaguer, en el Salón Internacional del Hotel Panorámico, sito en nuestra capital. A tal fin, también habían debido contratar los servicios del taumaturgo Isaac Merlo, el encargado de resucitar a Verdaguer y disponer de los rudimentos básicos de la llegada y actuación del cómico en la fiesta del siglo de Salomón.

La redención de Verdaguer había sucedido con una fluidez inverosímil. De hecho, si bien acepté en este dilema el oficio de mediador, mi consuetudinario escepticismo me hacía difícil avenirme a la evidencia de los hechos. Una paradoja.

-Regresó un Verdaguer mejorado -me expresó Isaac Merlo-. Tal como anticipa la tradición.

“Otra paradoja”, pensé.

-Los muertos de buena voluntad se elevarán por sobre sus restos con un alma y apariencia superior a la que portaban cuando abandonaron este valle de lágrimas- concluyó-.

“Amén”, pensé, sin decirlo. Nunca había averiguado el significado de la palabra.

-El asunto es cómo sigue -desarrolló Merlo-. Verdaguer aguarda en la suite presidencial. No es la primera vez que resucita. Está listo para actuar. Se han cumplido todos los requisitos. Su paga está en orden. Las aguas, lo que pidió, etc. Pero no quiere hacer un show de chistes, lo que hoy se conoce como stand up. Quiere hacer de Camilo Canegato, el personaje de…

Rosaura a las diez -completé, como si fuera un crucigrama-.

Isaac Merlo me observó perplejo, como si el taumaturgo fuera yo.

-¿Cómo sabés?- me inquirió.

La novela de Marco Denevi. La película de Mario Soffici. La mejor actuación de Verdaguer. Peliculón.

-¿Es necesario el adjetivo aumentativo? -me amonestó el taumaturgo-.

-Bajo ningún concepto -reconocí-. Hablar bien no requiere de milagros.

Viridiana, la sobrina treintañera -se me escapa si era sobrina nieta, bisnieta, o alguna otra de esas vaguedades genealógicas irrelevantes-, se instaló en la silla vacante, entre Merlo y un servidor, misma mesa. No sé quién ni por qué le había puesto Viridiana, como la película homónima de Buñuel; pero parecía la más seria de los tres, pese o merced a, su inquietante juventud. Tenía esa edad en la que Julio Iglesias cifraba media vida. Ya no.

-Juan se niega a bajar si no es para hacer de Canegato -ratificó Viridiana-. Salomón insiste en que pagó por un show de chistes. Le concede mitad Canegato, mitad chistes. Pero Juan no quiere saber nada: si regresó de la muerte para un show en Buenos Aires, debe hacer exclusivamente Canegato.

-Un divo -se me escapó-.

Ambos me miraron como si hablara por hablar.

-No es la primera actuación póstuma de Verdaguer -aclaró Merlo, y Viridiana asintió-. Protagoniza, aproximadamente cada dos años, el papel de un standapero en Bollywood, en alguna película de cuatro o cinco horas.

-Es otra cosa -especificó Viridiana-. Para los hindúes la reencarnación es mucho más habitual. Juan sabe que es un contrato periódico.

No dejaba de resultarme levemente irritante que Viridiana se refiriera a la estrella por su nombre de pila.

-Es otra cultura -me limité a acotar-.

Pero me apercibieron con sus gestos como si hubiera emitido una ironía.

-En fin -salí del paso-. ¿Y yo qué vengo a representar?

-Usted le hizo la última nota en vida a Verdaguer.

La definición, en alguna otra ocasión redundante, ahora procedía.

-Muy probablemente -acepté-. Fui a verlo en un show con Garaycochea y Mario Clavel. Lo elogié profusamente en un suplemento cultural dominical, de un diario.

-Esos detalles no se olvidan -apuntó Merlo-.

-También le hice la última nota a Ernesto Sabato -me entusiasmé-. En Santos Lugares, para el diario El Mundo, de España.

Viridiana y Merlo me echaron otra de esas inspecciones que no logré deducir si se trataba de una mera admonición o una sospecha.

-Lo necesario -completó Viridiana- es que subas y convenzas a Juan de hacer por lo menos un par de chistes. Por un par me refiero a cuatro o cinco chistes, no más. Con el pergamino de la última nota, tenés un punto.

Dejé pasar un tiempo en silencio, no creo que haya llegado al minuto, pero me pareció más, y consulté:

-¿Mis honorarios?

Merlo se llevó una mano a los ojos, como si mi sola presencia le resultara insolvente. Viridiana me miró fijo; y como si no bastara, agregó:

-La bandejeada.

Fingí que meditaba, y me lancé hacia el ascensor del pasillo.

La suite presidencial observaba la ciudad desde el décimo piso. El ascensor de cristal, se sabía, permitía otra visión panorámica -de ahí el nombre del hotel-, en movimiento.

Lamentablemente, el ascensor que abordé era de paredes opacas, metálicas. Peor aún: no era el que conducía a la suite presidencial. Al llegar al décimo piso, me encontré en un sector del Panorámico sin relación alguna con la referida suite. Tampoco la vista era de la naturaleza anticipada. Un botones fumaba en la terraza.

-¿Dónde estoy? -le pregunté-.

-En el ala del servicio -me respondió amablemente, aunque no terminé de entenderlo-.

-¿Cómo llego a la suite presidencial? -abundé-..

-¿Desde acá? A no ser que sea funambulista…

Apagó el cigarrillo contra el piso, con el pie, levantó la colilla, la arrojó en el tacho respectivo, y me preguntó a su vez:

-¿Tiene la clave?

-¿Qué clave?

-La del ascensor presidencial.

Recién entonces intuí que quizás me había levantado de la mesa raudamente. El botones dedujo correctamente mi rostro de pazguato:

-Sin la clave, imposible.

-¿Si tomo el ascensor en el que subí, me regresa al lobby?

El botones, siempre amable, me tranquilizó con una sonrisa.

No sin cierta dificultad, reencontré el ascensor de ida. Pero en esta ocasión, a diferencia de a la ida, el ascensor requería de una llave/tarjeta para abrir su puerta. Como dice nuestro vate García: la entrada es gratis, la salida vemos. El ascensor me llevó, por su propia voluntad -la robótica, la AI, el Gpchat-, hasta el segundo subsuelo. Pero se negaba a abrir la puerta si yo no pasaba la tarjeta. Sí, confieso, llegado el momento, apreté el botón rojo de la campanilla. La alarma.

Me liberaron entre el personal de seguridad, el plantel técnico y el amable y ubicuo botones. El tío Salomón no había llegado al evento. Verdaguer se había marchado ofendido, luego de aguardarme durante más de hora y media, infructuosamente.

-Pero por qué no resucitan a Salomón -le propuse a Merlo-. No está muerto quién pelea.

Quizás la metáfora no fuera la más adecuada. Pero no justificaba la mirada de gélido reproche de Viridiana. Me marché con un hambre que no recuerdo haber sentido en mucho tiempo.

OBRAS DE INFRAESTRUCTURA HIDALGO

Cortesía de Clarín



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