
La agitación antiinmigrante ha vuelto a cobrar fuerza en Estados Unidos. Impulsada por los sectores más radicalizados de la far right, esta retórica ha encontrado en el discurso de la legalidad un pretexto para promover una preocupante forma de exclusión social: la detención y expulsión sistemática de personas cuyo estatus migratorio no se ajusta a los requisitos administrativos vigentes.
En los hechos, se está normalizando la persecución basada en rasgos como el color de piel, el idioma o el origen nacional, deteriorando los principios fundamentales del estado de derecho.
La criminalización del migrante, y en particular del mexicano, se ha exacerbado con la proliferación de discursos de odio en redes sociales, medios partidistas y plataformas políticas que presentan al extranjero como una amenaza.
Esta estrategia no es nueva, pero su intensidad actual es alarmante. En ciudades como Los Ángeles, uno de los principales núcleos de la diáspora mexicana, las redadas migratorias han generado un ambiente de temor generalizado: comercios vacíos, calles silenciosas y familias que viven en vilo ante el riesgo de una separación forzada.
Estos hechos se inscriben en una larga y dolorosa historia. La deportación de mineros en Bisbee (1917), las repatriaciones masivas durante la Gran Depresión, los disturbios contra los zoot suiters en 1943 o los avisos de clubes que prohibían explícitamente la presencia de mexicanos ilustran cómo, en distintos momentos, el prejuicio ha sido política pública.
La constante es clara: en tiempos de crisis, ciertos sectores recurren al mexicano como chivo expiatorio.
Lo que distingue a la coyuntura actual es la velocidad con que estos discursos se diseminan y se institucionalizan. Pero también destaca otro fenómeno: la aparición de una respuesta social decidida y transversal que rechaza la xenofobia y se moviliza para proteger la dignidad humana.
Iglesias que ofrecen refugio, redes comunitarias que alertan sobre operativos, organizaciones jurídicas que defienden gratuitamente a los detenidos, y actores políticos y empresariales que alzan la voz contra la criminalización.
Un ejemplo emblemático es el de los Dodgers de Los Ángeles, quienes anunciaron recientemente un donativo de un millón de dólares para apoyar a familias afectadas por las redadas, al tiempo que negaron al ICE el uso de sus instalaciones como base operativa.
Se trata de un gesto que trasciende lo simbólico: en la capital cultural del beisbol latino, una institución de gran arraigo decidió tomar postura y colocarse del lado de la justicia.
Los datos son contundentes. Más de 37 millones de personas de origen mexicano residen en Estados Unidos, desempeñando un papel esencial en sectores como la construcción, la agricultura, los servicios, el transporte y la industria del entretenimiento.
Su trabajo sostiene la economía de estados como California, Texas, Illinois y Nueva York. Estigmatizarlos y perseguirlos no solo es éticamente inaceptable; es también una decisión que compromete la estabilidad económica y social de vastas regiones del país.
La migración no puede seguir tratándose como una amenaza que se enfrenta con redadas, detenciones arbitrarias o discursos punitivos.
Requiere acuerdos bilaterales responsables, programas de movilidad laboral regulada, rutas claras de regularización y una cooperación fronteriza anclada en el respeto a los derechos humanos.
El principio rector de toda política migratoria debe ser la dignidad de las personas, no el temor electoral ni el oportunismo ideológico.
Hoy, las comunidades mexicanas en Estados Unidos enfrentan una doble tarea: proteger a sus familias del acoso institucional y enfrentar, con entereza, el resurgimiento del odio.
Pero no están solas. Cada acción solidaria —desde una iglesia que se convierte en refugio, hasta una franquicia deportiva que asume responsabilidades éticas— demuestra que el futuro de América no se construye con muros, sino con puentes.
Y esos puentes ya se están levantando. Con trabajo, con cultura, con organización y con la convicción compartida de que un país más justo y más humano es no solo deseable, sino posible y urgente.
Cortesía de El Informador
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