La otra pasión de Einstein: tocaba el violín cada día y creía que Mozart afinaba su mente como una fórmula perfecta

La imagen que el mundo conserva de Albert Einstein suele estar dominada por fórmulas complejas, el cabello revuelto y una expresión de eterna curiosidad. Pero detrás del físico que revolucionó nuestra comprensión del universo se escondía una faceta íntima, melódica y profundamente humana: la de un músico devoto. Einstein no solo fue un amante de la ciencia, sino también de la música, y más concretamente del violín, un instrumento que lo acompañó a lo largo de toda su vida y que desempeñó un papel inesperadamente importante en su forma de pensar, de crear y de vivir.

Un vínculo forjado en la infancia

La historia musical de Einstein comienza en su hogar de Múnich, en una familia donde la música no era un mero pasatiempo, sino parte de la rutina doméstica. Su madre, Pauline, era una pianista competente y apasionada, y fue ella quien decidió que su hijo debía aprender a tocar el violín a los seis años. No fue una relación amorosa a primera vista: el joven Albert encontraba tediosas las lecciones y mostraba escaso entusiasmo por el solfeo y la técnica.

Pero algo cambió cuando, ya en la adolescencia, se topó con las partituras de Wolfgang Amadeus Mozart. La música del compositor austriaco, con su equilibrio casi matemático y su pureza estructural, capturó la imaginación del joven Einstein. A partir de entonces, el violín se convirtió en una parte esencial de su vida, un refugio espiritual y una fuente constante de inspiración.

El violín como extensión del pensamiento

No es exagerado afirmar que la música influyó directamente en la manera en que Einstein concebía el mundo. Para él, tocar el violín no era un mero escape de las exigencias de la física, sino una manera alternativa —y a veces más directa— de acceder a las ideas. Tocaba diariamente, incluso en sus momentos de mayor concentración científica. De hecho, cuando se encontraba estancado en alguna investigación, solía recurrir a su violín para desbloquearse. Las melodías parecían reordenar sus pensamientos, reconectarlo con una intuición que iba más allá de los cálculos.

Durante sus años en Berlín, Princeton y otros lugares donde desarrolló su carrera científica, Einstein fue conocido tanto por sus teorías como por su costumbre de reunirse en pequeños grupos de cámara. Tocaba en cuartetos de cuerda y disfrutaba compartiendo su pasión con colegas, amigos e incluso miembros de la realeza europea. Era habitual que el sonido de su violín se filtrara desde su despacho, mientras él, absorto, improvisaba o interpretaba alguna pieza de Bach o Mozart.

Uno de sus violines, recientemente descubierto (y subastado)
Uno de sus violines, recientemente descubierto (y subastado). Foto: Universidad de Cambridge

Preferencias musicales de un físico perfeccionista

Pero Einstein no amaba cualquier tipo de música. Tenía gustos definidos, incluso estrictos. Admiraba especialmente a Mozart, cuya música consideraba un modelo de claridad y belleza sin artificios. También sentía una profunda reverencia por Johann Sebastian Bach, cuya complejidad contrapuntística le resultaba fascinante. Para Einstein, estas composiciones reflejaban un orden cósmico similar al que él buscaba en las leyes del universo.

Por el contrario, no simpatizaba con el romanticismo musical, ni con la grandilocuencia emocional de compositores como Wagner o Brahms. Consideraba que sus obras eran demasiado ornamentadas o carentes de la estructura cristalina que él tanto valoraba. Con Beethoven mantenía una relación ambivalente: apreciaba algunas de sus obras más contenidas, pero otras le resultaban emocionalmente demasiado abrumadoras.

En cambio, sentía simpatía por la música barroca y clásica, y defendía el legado de compositores menos reconocidos entre el gran público, como Haydn o Vivaldi. Incluso en esto, Einstein conservaba su carácter iconoclasta y exigente.

Una vida marcada por la música hasta el final

A lo largo de su existencia, el violín estuvo presente en todas las etapas importantes de la vida de Einstein. Lo llevó consigo cuando escapó del régimen nazi en Alemania y se exilió en Estados Unidos. Durante su estancia en Princeton, ya consagrado como una celebridad científica, seguía practicando con regularidad. Incluso ofreció conciertos benéficos en favor de causas judías y organizaciones humanitarias, compartiendo escenario con músicos profesionales y amateurs por igual.

Su querido violín, al que llamaba cariñosamente “Lina”, no solo era un objeto preciado, sino un símbolo de su identidad. Tocaba para pensar, para consolarse, para comunicarse. En una ocasión, cuando visitó a su hijo Eduard, hospitalizado por problemas mentales, recurrió a la música como puente emocional. Ambos compartían el amor por los instrumentos, y aunque sus diferencias personales eran profundas, el lenguaje musical les ofrecía una tregua.

Albert Einstein y Louis Lewandowski participaron como violinistas en un concierto benéfico celebrado en 1930 en la Nueva Sinagoga de Berlín
Albert Einstein y Louis Lewandowski participaron como violinistas en un concierto benéfico celebrado en 1930 en la Nueva Sinagoga de Berlín. Foto: Wikimedia/Christian Pérez

En sus últimos años, cuando las manos le fallaban y la destreza necesaria para el violín se volvió inalcanzable, Einstein se volcó al piano, aunque con menos habilidad. Aún así, continuó escuchando música casi a diario. Se cuenta que una de las piezas que más le conmovieron en esa etapa fue la Missa Solemnis de Beethoven, a pesar de haber expresado en el pasado cierta incomodidad con la intensidad del compositor. Quizá con la edad, su oído también se volvió más receptivo a otras emociones.

Hoy en día, cuando se habla del legado de Einstein, es fácil reducirlo a fórmulas y postulados que transformaron la física moderna. Sin embargo, su pasión por la música fue mucho más que una afición secundaria. Fue una compañera constante, una aliada creativa y una vía de conexión con el mundo que lo rodeaba.

Su violín, subastado recientemente por más de 800.000 libras (alrededor de 1 millón de euros), es una reliquia no solo por haber pertenecido a un genio, sino por lo que simboliza: la unión entre arte y ciencia, emoción y lógica, belleza y razón. Un instrumento sencillo que, en las manos del hombre que cambió la manera en que entendemos el universo, vibró con la misma intensidad que una ecuación perfecta.

Cortesía de Muy Interesante



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