
Hay cosas que nunca deberían cambiar y las reglas de urbanidad son una de ellas. Cuando cursaba la primaria llevé una materia llamada Urbanidad, inspirada en el libro del gran maestro venezolano Manuel Carreño, libro que coloquialmente se le conocía como “Manual de Carreño de Urbanidad y Buenas Maneras”.
La educación impartida de manera didáctica y en forma sistemática de mi Colegio, no era más que el complemento de la que mis padres y abuelos me inculcaron desde pequeño y de la cual me siento muy orgulloso.
Una de las esenciales reglas de urbanidad era saludar a las personas y contestarles el saludo; que esperanzas que ante un “buenos días” o “buenas tardes” no hubiera respuesta. Ya lo había comentado antes en estas páginas de EL INFORMADOR; cuando estábamos en el salón de clases e ingresaba otro profesor, la Directora, o el Inspector de la Secretaría de Educación, todos nos poníamos de pie y al unísono respondíamos al saludo y no tomábamos asiento hasta que nuestro Profesor nos lo indicara. Ahí estaba el seguimiento escolar a la educación obtenida en casa.
Pero no era solo el saludo. Nuestros padres y abuelos nos enseñaron a ser ordenados y aseados en nuestras personas y nuestras cosas y a tomar responsabilidades de acuerdo con nuestra edad.
Mi papá me decía: “El orden guarda al orden güero” y es una gran verdad. Desde pequeño me enseñé a que el secreto del éxito es tener orden y método.
Cuando nos metíamos a bañar era una regla dejar el baño como si nadie hubiera ingresado a él, es decir, dejar todo en orden y debidamente limpio en la medida de lo posible. Hoy día he visto algunos letreros en los baños de los aviones que dicen “deja este lugar tan limpio como te lo encontraste”. Eso lo dice todo, pero no todos lo hacen desafortunadamente. Simple: Falta educación.
En las casas de antaño, las habitaciones carecían de closets y vestidores como ahora. Para eso estaban los roperos, las cómodas y los burós, donde se guardaba la ropa de uso y la ropa de cama. Exigía tener todo en orden para encontrar de inmediato lo que se iba uno a poner.
En esa época, nuestras Mamás ponían en los cajones donde estaba la ropa los Sachets, una almohadilla perfumada que dejaba la ropa con un olor increíble que combinado con el procedimiento usual de lavado hacía innecesario ponerse agua de colonia.
Antes no había secadoras de ropa; las señoras lavaban a mano y tendían la ropa al sol y ésta quedaba con un olor inconfundible, a limpio, a sol y viento, lo recuerdo bien y casi siento percibirlo y lamentablemente no encuentro palabras adecuadas para describírselos, pero sin duda su imaginación o su recuerdo lo traerán a ustedes al momento de leer esta columna.
Otra de las cosas que debíamos respetar de los mayores eran sus conversaciones. Por ningún motivo podíamos interrumpirlos y solo interveníamos cuando éramos requeridos y bastaba con un ¡ejem! De papá o mamá o una mirada furtiva de ellos, para callarnos de inmediato y no solo eso, ya sabíamos que nos esperaba una fuerte llamada de atención y una sanción que conllevara la ejemplaridad, de manera tal que no se nos volviese a ocurrir la osadía de interrumpir o peor aún, llegar a desmentir a nuestros Papás.
Yo recuerdo que un compañero en primaria me platicó que su papá le dio una reprimenda de órdago, porque se atrevió a interrumpir una conversación que sostenía su mamá con una vecina y abiertamente dijo que no era cierto lo que estaba diciendo su mamá; así le fue al pobre y obviamente por mi mente jamás cruzó la idea de hacerlo. Recuerdo otro sabio consejo de mi Papá: “Si quieres de este mundo gozar, ver, oír y callar”.
Algo que nuestros mayores detestaban era vernos con las manos metidas en la bolsa del pantalón; ¡sácate esas manos de la bolsa y ponte a hacer algo de provecho! —nos decían— y es que fuimos una generación que aprendió a ser acomedida, un adjetivo común para nuestra generación, pero que desgraciadamente los jóvenes de hoy no lo emplean ni por equivocación; pueden vernos con extrema dificultad bajar algún trasto de la alacena o llevar varios bultos en las manos y no siquiera se ofrecen a ayudarnos, permanecen como la Esfinge de Egipto: impasibles.
Antes no podíamos quedarnos observando a una viejecita tratando de cruzar una calle, de inmediato ofrecíamos nuestra ayuda; si veíamos que alguno de nuestros hermanos pequeños no alcanzara alguna cosa de su ropero, o que nuestra mamá venía cargada con las bolsas del mandado éramos prestos, nos acomedíamos.
El espacio es corto, pero suficiente para concluir este artículo con un tópico final, que parte de un refrán muy conocido que dice que “Es de bien nacidos, ser agradecidos” y es que también nuestra generación se caracterizó por agradecer, lo que hoy tampoco es frecuente escuchar, esas palabras mágicas que son por favor y gracias lamentablemente ya no se escucha pedir las cosas por favor ni agradecer.
Y bueno, poniendo en práctica el legado adquirido de mis padres, le agradezco a usted querido lector el tiempo que me regaló leyendo este artículo y lo espero la semana próxima en estas mismas páginas si Dios quiere.
Cortesía de El Informador
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