El 12 de septiembre de 1992, en la calle de Varsovia 459, distrito de Surquillo, Lima, fue atrapado Abimael Guzmán, la “cuarta espada del socialismo”, el sanguinario y mesiánico líder de la organización Sendero Luminoso.
En el mismo distrito, algunas calles más allá, vivía con su familia el ahora escritor Sergio Galarza. Los Sauces era un barrio de clase media baja, donde algunas familias se construían sus propias casas, que iban ampliando según llegaban nuevos miembros, a veces sacrificando el patio de luces. En Los Sauces había delincuencia y problemas sociales, pero también aventuras callejeras para los niños y un sentimiento de comunidad.
“Éramos los pijos del distrito de Surquillo, pero los pobres comparados con la zona de Miraflores, que estaba al otro lado, la zona de gente bien, la zona de Mario Vargas Llosa”, cuenta Galarza. Las calles no tenían nombre sino número, cosa propia de los barrios de clase baja. “Y yo eso lo vivía con vergüenza”, dice el escritor. Su madre, con espíritu aspiracional, le decía que no dijera que vivía en Los Sauces, sino al lado de Miraflores: al lado de la gente bien. En la sociedad peruana, “muy clasista”, los orígenes son muy importantes a la hora de definir el estatus. “Decir que eras de barrio estaba mal visto”.
Galarza, de 49 años, se mudó a Madrid en torno a la treintena para vivir la “aventura del escritor”. También huyendo de la violencia y la desigualdad social que la provoca. “En Madrid se tiene como modelo lugares como Miami, Chile, Ecuador o Perú, es lo que Ayuso admira. Lugares donde se desatiende lo público y crece la desigualdad y la delincuencia. Ni siquiera es liberalismo: es una forma de hacer negocios”, dice al autor. En Perú, cuenta, la gente desfavorecida tenía muchas posibilidades de acabar en el terrorismo senderista, ahora en el crimen organizado. “Aquella desigualdad de la que yo huía ahora se está formando aquí”, reflexiona. Y recuerda los muros que en algunos lugares del país andino se construyen para segregar las zonas de “chaletones” de los barrios pobres.
A su llegada, como tantos, fue abducido por los barrios guays del centro y recaló en Malasaña, donde sucedía una intensa vida cultural, hoy en parte reemplazada por la voraz industria turística. Ya padre, recaló con su familia en el barrio de Chopera, más alejado, en el que presenció el proceso de gentrificación. Cuando la pareja se rompió, tras superar graves problemas económicos y conseguir una plaza como controlador del tráfico ferroviario, recaló en el barrio Moscardó, al otro lado del río Manzanares, en el distrito de Usera, donde encontró, con ayuda, un piso asequible en el que poder ejercer la custodia de sus hijos. “Hoy es muy difícil acceder a una vivienda si no tienes una herencia o unos avales familiares”, cuenta. “Yo he sido uno de esos privilegiados que encontraron apoyo, pero conozco muchas historias migrantes sobre los problemas de encontrar casa sufriendo racismo y desprecio”. Un itinerario de expulsión del centro urbano para hacer hueco al negocio turístico e inmobiliario que están sufriendo buena parte de las jóvenes clases medias.

En Moscardó se cerró el círculo vital: en este barrio ve Galarza un paralelismo con Los Sauces, su barrio de la infancia, con el que se reconcilia en su nueva novela, Barrio Moscardó (Candaya), un texto autobiográfico, como todos los del autor, que relata ese viaje circular de barrio a barrio, con la mar mediante. “En las ciudades se va perdiendo el tejido vecinal, el tejer lazos con tus iguales, con tus vecinos”, dice Galarza, “el reconocerte por la calle”. Saber que los niños crecen en un ambiente familiar. “Yo recuerdo que cuando hacíamos alguna pendejada por el barrio, tirar piedras, arrancar flores, siempre había un vecino que se lo contaba a mi madre. Era como una gran familia, y eso aquí, en Moscardó, creo que todavía lo hay”, añade. El club de fútbol Moscardó, como las librerías en otros barrios, sirve de elemento cohesionador, cuando los fines de semana se reúnen las familias. “El barrio te hace sentir que formas parte de algo más grande, y todos contribuimos a ello”.
En 2019 la compañía AirBnb, importante actor en los procesos de turistificación rampantes, designó al distrito de Usera como uno de los barrios de moda del mundo (antes la revista Time Out había destacado a Lavapiés como el barrio más cool del orbe terrestre). Era como ser señalado por los dioses del negocio urbano. “Aquí ya está llegando la ola, y eso resta esa diversidad que te hace más humano. En el colegio de mis hijos, por ejemplo, cada vez hay menos migrantes. Esta es una zona muy apetecible para hacer negocios, y eso que las casas son pequeñas”, dice el autor. Ahora los vecinos están luchando por tener una limpieza municipal decente. “Esto está completamente abandonado”.

El 20 de julio de 1980 tuvo lugar el llamado motín del Mosca durante un concierto de Lou Reed. La organización fue mala, había tensión entre en el ambiente y el músico estadounidense se demoró más de una hora en aparecer y tocó poco tiempo, por el lanzamiento de algún objeto. Así estalló la ira popular, el público asaltó el escenario y hasta saqueó el equipo de Reed. Dice la leyenda que las bandas del barrio tocaron años con aquellos amplificadores. El Mosca es el Club Deportivo Colonia Moscardó, en Usera, en cuya terraza, cerveza en mano, Galarza sigue hablando de su obra.
Una obra fundamentalmente autobiográfica donde se encuentra una suerte de trilogía sobre Madrid, formada por las novelas Paseador de perros, JFK y La librería quemada (todas publicadas por Candaya): “En la literatura he crecido creyendo que hay que contar las historias desde dentro, al menos es lo que te corresponde cuando tu imaginación es limitada, como es mi caso”, dice. La primera persona testimonial, la literatura del yo, es también uno de los géneros de nuestro tiempo, por cómo es la forma contemporánea de estar en el mundo: hay sed de vida y hambre de realidad.
Sus libros tratan sobre la ciudad, pero también sobre otra de las obsesiones del autor: el trabajo y la precariedad que lo rodea. Galarza ha ejercido todo tipo de tareas literarias (muchos años como librero), pero también como paseador de perros, repartidor de vino o friegaplatos: “Ahí duré poco, el dueño dijo que no tenía actitud. Él tampoco la tenía: el restaurante se lo había puesto su padre y se pasaba el día jugando a las cartas con los colegas”, cuenta divertido. Dice que en España la gente no es muy proclive a hablar de dinero, a decir su salario: “Allí somos más sueltos”. Y que el tema laboral es más fácil de encontrar en ensayos que en novelas.
Finalmente Galarza encontró un trabajo que le permite tener casa y estabilidad. Hace tres años sacó una plaza como controlador del tráfico ferroviario, trabaja en la estación de Chamartín, en una sala llena de pantallas. “Hay que intentar que todo vaya a su hora y actuar si se dan incidencias. No hay muchas vocaciones para esto, a no ser que seas de familia ferroviaria. Es un trabajo con mucho estrés y algunos turnos nocturnos. Te tiene que gustar, y a mí me gusta”.
Son momentos difíciles para la gente migrante, que sufre una ofensiva global. “Hoy se critica mucho a los migrantes, a los parados, a los maestros, que tienen muchas vacaciones, etcétera, pero en ningún momento se critica a los empresarios o a los banqueros. No sé cómo lo han conseguido, pero han ido calando estos discursos de odio que están generando más pelea por la base de la sociedad que por arriba”, concluye Galarza, sentado en una plaza de este barrio que se parece tanto a su infancia: el barrio Moscardó, al otro lado del río, en Usera.
Cortesía de El País
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