La verdad incómoda de los antidepresivos

Diciembre siempre trae una especie de melancolía que se cuela con sus días más cortos y esas luces que pretenden animar a una ciudad agotada. En mi consultorio lo noto: la gente llega con más ansiedad, más insomnio, más tristeza sin nombre. Así apareció Mario, un hombre de 45 años, mirada vulnerable y un gesto que mezclaba vergüenza y necesidad.

—Mi psiquiatra me recetó un antidepresivo. Pero, no sé… Quiero una segunda opinión.

El rechazo no era a la medicina, sino a la manera simplista de concebirla. A esa idea que le han repetido a millones de personas, según la cual su depresión se debe a una deficiencia de serotonina, algo que hoy sabemos nunca tuvo una base científica sólida. Mario no lo sabía. Pero lo intuía.

La verdad es que la historia de los antidepresivos no comenzó con una brillante teoría bioquímica. Comenzó, como tantas otras cosas en la ciencia, por accidente. En los años cincuenta, médicos que trataban la tuberculosis notaron que un fármaco —la iproniazida— producía un efecto inesperado: los pacientes cantaban, reían, recuperaban el apetito. Nadie buscaba curar la depresión. Simplemente pasó.

Unos años después, otro medicamento, esta vez diseñado para tratar alergias —la imipramina—, mostró un efecto similar, y de inmediato se buscaron explicaciones. La más cómoda fue la hipótesis de la serotonina. Si estas moléculas actuaban sobre las monoaminas, entonces la depresión se explicaba como un déficit de ellas. Era una idea simple, comercializable y fácil de enseñar.

Hoy sabemos que la realidad es mucho más compleja. No existe evidencia de que las personas deprimidas tengan menos serotonina. Aun así, esa narrativa gobernó durante décadas la práctica clínica, la publicidad y la educación médica. Sostuvo una industria entera.

Esto no significa que los antidepresivos no funcionen. Funcionan, pero no para todos y no por las razones que creíamos. Los estudios muestran que entre el 30% y el 50% de los pacientes no responden adecuadamente. Y una parte considerable del efecto observado —entre el 40% y el 75%, según el estudio— puede explicarse por el efecto placebo: expectativas, acompañamiento y sentido de cuidado.

Además, sus efectos secundarios están lejos de ser anecdóticos: aumento de peso, disfunción sexual, insomnio, anhedonia emocional, síndrome de discontinuación, entre muchos otros. El problema no es el medicamento en sí, sino su uso crónico y casi automático, sin considerar el contexto emocional, físico y social de la persona.

La ciencia actual explica sus efectos a través de mecanismos más amplios: aumento de la neuroplasticidad, regulación del eje del estrés y modulación de redes cerebrales involucradas en la rumiación y la autocrítica. Es decir, no corrigen un “déficit”, sino que intervienen en circuitos neuronales complejos.

Hasta aquí todo parecería una explicación histórica y técnica… si no fuera por la parte incómoda. La ciencia que ha acompañado a estos fármacos tampoco ha sido siempre ética. Y evitar hablar de esto es contribuir a un silencio que ha hecho mucho daño.

Uno de los casos más escandalosos es el “Study 329”, en el que la empresa GlaxoSmithKline publicó que la paroxetina era “segura y eficaz” para adolescentes, ocultando que los datos reales mostraban lo contrario. Los episodios suicidas fueron reclasificados como “inestabilidad emocional” y el artículo fue escrito por ghostwriters —autores fantasma pagados por la farmacéutica—. Años después, investigadores independientes demostraron el fraude, pero el estudio jamás fue retirado.

Otro ejemplo es el programa global de educación médica continua, en el que miles de médicos reciben pagos por dar conferencias supuestamente académicas, financiadas por las mismas empresas que producen los fármacos que luego recomiendan. En Estados Unidos, la base pública OpenPayments revela cifras millonarias entregadas a profesionales de la salud bajo conceptos que, en la práctica, influyen tanto en la prescripción como en la opinión.

No se trata de una teoría de la conspiración. Es un sistema documentado.

Y está también el caso de Elsevier, una de las editoriales científicas más grandes del mundo, que aceptó haber publicado revistas completas, con apariencia académica, financiadas por farmacéuticas para promover tratamientos específicos. Lo que parecían publicaciones científicas, en realidad eran revistas promocionales disfrazadas de evidencia.

Sumemos a esto la historia reciente de la terapia de reemplazo hormonal, recetada durante décadas como una panacea para mitigar los síntomas de la menopausia y prevenir enfermedades crónicas. Años más tarde, la Administración de Alimentos y Medicamentos de Estados Unidos (FDA, por sus siglas en inglés) reconoció que se habían subestimado sus riesgos. Fue un recordatorio doloroso de que la evidencia cambia, y de que la industria, a veces, cambia más lento que la verdad.

Si bien la ciencia se ha enredado en juegos de poder, nuestra comprensión de la depresión ha evolucionado. Hoy sabemos que puede estar vinculada a inflamación crónica, desequilibrios en la microbiota, insomnio, trauma, desconexión social, ritmos circadianos alterados y carencias nutricionales. La depresión no ocurre en un vacío químico, ocurre en un contexto humano.

Por eso, el futuro del tratamiento avanza hacia enfoques más integrativos: nutrición basada en evidencia, terapia somática, regulación del sistema nervioso, movimiento, meditación, espiritualidad, conexión comunitaria y, también, nuevas terapias farmacológicas. Entre ellas, destacan las terapias asistidas con psicodélicos, que han mostrado un potencial transformador en estudios rigurosos, especialmente en casos de depresión resistente y trauma.

Estas terapias no funcionan solo por su acción neurobiológica, sino por el proceso emocional que facilitan, el contexto ritual en el que se inscriben, la neuroplasticidad que inducen y el acompañamiento terapéutico profundo que requieren. Es, en muchos sentidos, un modelo más honesto y más humano.

Cuando terminé la consulta con Mario, él había comprendido algo esencial: su depresión no era un simple defecto químico, sino una acumulación de factores diversos. Tal vez un antidepresivo ayudaría, tal vez no. Pero lo que necesitaba, antes que nada, era contexto, criterio y un tratamiento que lo mirara entero.

Contar esta historia no es un ataque a la ciencia. Es un llamado a recuperarla. A recordar que la evidencia debe ser ética, transparente y libre de intereses comerciales. Y a reconocer que nuestros ancestros sabían algo que hemos olvidado: que la salud es equilibrio, conexión, comunidad y propósito.

Ahí es donde entra la mirada integrativa. Una visión que, sin descartar la farmacología, tampoco la coloca como único pilar ni primer recurso. Una visión que comprende que la depresión es biológica, sí, pero también emocional, relacional, espiritual, nutricional y social.

La depresión no es un órgano dañado. Es un sistema completo que pide ayuda. Por eso, más allá de los medicamentos, hoy sabemos que existen caminos complementarios que, juntos, son mucho más poderosos:

  • Recuperar la luz y el ritmo del día: La exposición matutina al sol, regular el sueño y respetar los ritmos circadianos reduce la inflamación, mejora la energía y estabiliza el ánimo..
  • Alimentar la microbiota: Las dietas ricas en fibra, alimentos fermentados y omega 3 modulan la comunicación entre intestino y cerebro, reduciendo síntomas ansiosos y depresivos.• Mover el cuerpo como forma de medicina: No se trata de ejercitarse por obligación, sino de encontrar un movimiento que libere tensión, genere dopamina natural y reconecte con el placer.
  • Atender el trauma y el sistema nervioso: La terapia somática, la respiración, la meditación y las técnicas de regulación vagal ayudan a que el cuerpo salga del estado de amenaza constante.
  • Reconectar con comunidad y propósito: La depresión florece en el aislamiento. La conexión humana es uno de los antidepresivos más potentes que existen.
  • Considerar intervenciones innovadoras: Las terapias asistidas con psicodélicos —como psilocibina, ketamina o MDMA— están demostrando que un tratamiento puede ser profundo, humano y transformador cuando combina neurobiología, emoción y acompañamiento adecuado.
  • Mirar la espiritualidad como un recurso, no un adorno: La sensación de propósito, pertenencia y trascendencia reduce las tasas de recaída y fortalece la resiliencia emocional.

La ciencia está cambiando. La psiquiatría está cambiando. Y nosotros debemos cambiar con ellas. Si la historia nos ha enseñado algo, es que ninguna teoría es definitiva y ningún tratamiento es universal.

Lo que sí permanece es esto: sanarnos requiere tiempo, honestidad, comunidad, cuerpo, mente y alma trabajando juntos. Ese es el verdadero antidepresivo. Todo lo demás es solo una parte del camino.

Me encantaría conocer tus dudas o experiencias relacionadas con este tema. Sigamos dialogando; puedes escribirme a [email protected] o contactarme en Instagram en @dra.carmenamezcua.

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Cortesía de El Economista



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