Las alcaricias

En el bello deporte del tenis, la dejada es una de las jugadas más hermosas, más pérfidas y más difíciles que existen. Muchos la intentan pero no le sale bien a todos, ni mucho menos. Consiste en golpear la pelota con suavidad y lograr que caiga justo al otro lado de la red, medio muerta; el rival, que está lejos, a veces trata de llegar y otras veces ni lo intenta; se queda donde está, masticando reniegos.

Pero lo que hace Carlos Alcaraz no son dejadas. Es algo más. Había que buscarles otro nombre porque tienen unas características singulares, inimitables, que nadie más que él sabe hacer. Carlitos lleva ensayando esa jugada desde que era un adolescente. El nombre se nos ocurrió hace más de dos años, en mayo de 2023, cuando el chico jugaba en el Mutua Madrid Open contra el ruso Jachánov, al que por supuesto ganó. El término fue “alcaricias”.

Las diferencias entre una dejada y una alcaricia son notables. La dejada nunca se improvisa; la alcaricia tampoco, pero… lo parece. Llegado el momento, tanto el rival como el espectador tiene la convicción de que Carlos va a golpear la pelota que le acaba de llegar con toda su alma, que la va a enviar a la otra punta de la pista con su típica fuerza irresistible.

Pero no es así. En la última décima de segundo, el chaval, con esa carita de candorosa inocencia que suele poner, cambia de postura y hace lo que inequívocamente es un paso de ballet; o, mejor todavía, una reverencia palaciega como las que se usaban en la corte de los Tudor, hace cuatro siglos. Un pie hacia atrás, apoyando solo la puntera; la mano vacía que se eleva ligeramente hacia un lado; la leve y respetuosa inclinación… Algo elegantísimo, y da lo mismo que golpee la pelota del derecho o del revés: la reverencia es la misma.

En ese momento el niño pone la cara que ponemos todos cuando nos va a dar un beso mamá. Vuelve a sonreír, esta vez con aparente inocencia, y roza apenas la pelota con la raqueta, así, al bies, de ladito, como queriéndola, como acariciándola. Y la bola, que siente el afecto (y también el efecto), se pone a girar sobre sí misma hacia atrás y acepta el beso, se abandona a la dulzura, se desmaya, cruza un poquito por encima de la red y se deja caer al otro lado en un ay, en un tenue suspiro, sin aliento, sin fuerza, sin voluntad. Bota una vez, desmaída, feliz, y luego otra. Y al rival, sea quien sea, se lo llevan los demonios.

Las dejadas son molestas, pero las alcaricias son absolutamente humillantes. Pueden cambiar el rumbo de un partido porque el rival, quiera o no, se descorazona, enrojece, a veces se olvida de respirar. Y a partir de ahí, claro está, juega peor. Es verdad que las alcaricias son nada más que dos de los incontables recursos con que cuenta Alcaraz cuando juega al tenis (el primero, y el más importante, es la imaginación), pero sin duda es la jugada preferida del muchacho.

Con dos alcaricias consecutivas; con dos alcaricias perfectas, bellísimas, más perversas y malvadas que la madrastra de Blancanieves, cerró ayer Carlitos Alcaraz la final del torneo de Tokio, en que venció al californiano Taylor Fritz. Es el octavo torneo que gana, y el 67.º partido… ¡en lo que va de 2025!, y estamos empezando octubre. Y tiene nada más que 22 años. Nadie en absoluto sabe hasta dónde podrá llegar este prodigioso crío si esquiva las lesiones y los accidentes. Nadie.

Pero lo más importante no son las asombrosas alcaricias. Ni las victorias, ni los torneos, ni los trofeos que levanta cada poco, como hizo Nadal. Lo más importante es que, en el mundo gritón, asqueroso, mediocre y triste que nos ha tocado, Carlitos Alcaraz es una luz hacia la que mirar. Porque hace lo que decía Miguel Delibes: nos aligera la pesadumbre de vivir.

Cortesía de 20 Minutos



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