El 2 de octubre de 1968, en la Plaza de las Tres Culturas de Tlatelolco, la Ciudad de México fue escenario de una de las tragedias más oscuras de la historia contemporánea del país. Miles de estudiantes se habían congregado en un mitin pacífico cuando el Ejército y cuerpos paramilitares abrieron fuego contra la multitud.
Hasta hoy, el número de víctimas permanece sin esclarecer: decenas, quizá centenares, fueron asesinadas; muchos otros fueron perseguidos, encarcelados o desaparecidos. Aquella noche marcó a una generación y dejó una cicatriz que la literatura mexicana no tardó en asumir como un deber de memoria y denuncia.

Autores alzan la voz contra el Estado
Desde la narrativa, varios autores se atrevieron a internarse en el silencio impuesto por el Estado.
- Luis Spota publicó La plaza (1971), donde aborda las responsabilidades ocultas y el juego político detrás de la masacre.
- René Avilés Fabila, con El gran solitario de Palacio (1971), recurrió a la sátira para confrontar al poder y poner en relieve la manipulación política de los acontecimientos.
- María Luisa Mendoza, con Con él, conmigo, con nosotros tres (1971), incorporó la experiencia personal y el trauma colectivo en una ficción que se convirtió en referencia de su tiempo.
Más tarde, novelas como Los símbolos transparentes (1978), de Gonzalo Martré, o Palinuro de México (1977), de Fernando del Paso, volvieron sobre el movimiento estudiantil y la represión, cada una desde registros narrativos distintos, entre el realismo testimonial y la experimentación literaria.

Crónicas y testimonios revelan lo que el poder ocultaba
La crónica y el testimonio se convirtieron en géneros esenciales para fijar en palabras lo que el poder buscaba ocultar.
Elena Poniatowska, con La noche de Tlatelolco (1971), construyó una obra coral con testimonios, documentos y voces directas de los sobrevivientes. El libro se transformó en una memoria colectiva del movimiento estudiantil y sigue siendo, hasta hoy, uno de los relatos imprescindibles para entender el 68.
A su lado, Los días y los años (1971), de Luis González de Alba —miembro del Consejo Nacional de Huelga y preso político—, ofreció la mirada desde dentro, mientras que Carlos Monsiváis, en Días de guardar (1972), insertó la masacre en un retrato más amplio de la cultura y la política mexicanas. Décadas después, Paco Ignacio Taibo II retomó la estafeta con 68 (1991), crónica que devolvió a la memoria pública los ecos del movimiento y la matanza.

2 de octubre no se olvida
La poesía también respondió con hondura a la tragedia. Rosario Castellanos escribió Memorial de Tlatelolco, un poema de duelo y denuncia que se ha vuelto emblema de la resistencia contra el olvido. En la misma línea, José Emilio Pacheco incluyó Manuscrito de Tlatelolco en No me preguntes cómo pasa el tiempo (1969), donde condensó en imágenes breves la brutalidad del acontecimiento. Otros poetas, como Juan Bañuelos y José Carlos Becerra, también levantaron la voz en versos que señalaron la herida abierta del país.

A más de medio siglo, la literatura mexicana sigue siendo uno de los principales espacios de resistencia frente al silencio y la impunidad. Novelas, crónicas y poemas han dado nombre y cuerpo a los ausentes, han denunciado la violencia de Estado y han recordado, año tras año, que el 2 de octubre no se olvida.

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AS
Cortesía de El Informador
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