En el corazón de El Bierzo, donde las montañas de arcilla roja se mezclan con bosques de castaños centenarios, el fuego ha vuelto a poner en jaque uno de los paisajes más extraordinarios de España. Las Médulas, declaradas Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO en 1997, han vivido estos días un episodio que ha encogido el corazón de vecinos y expertos: un incendio que ha llegado a rozar el núcleo del paraje y que ha obligado a desalojar a cientos de personas.
Lo que podría parecer solo un accidente forestal encierra un peligro mucho mayor: la amenaza directa sobre un paisaje que es, a la vez, una maravilla natural y un testigo irreemplazable de la ingeniería romana. Porque Las Médulas no son un bosque cualquiera. Son, en realidad, las cicatrices de la mayor mina de oro a cielo abierto del Imperio romano, un lugar donde la ambición de Roma llegó a moldear montañas enteras.
El día en que las llamas rozaron la historia
El pasado fin de semana, una combinación letal de temperaturas extremas, tormentas secas y vientos cambiantes provocó que el fuego se adentrara en zonas críticas del Parque Natural. En la pedanía de Las Médulas, algunos tejados quedaron ennegrecidos, se quemaron varias viviendas y el edificio del Aula Arqueológica sufrió daños visibles. Los vecinos, evacuados a toda prisa, solo podían observar a distancia cómo el humo cubría el horizonte. Por ahora se sabe que el fuego ha arrasado castaños centenarios, aunque algunas fuentes indican que la zona principal de las antiguas minas romanas habría escapado a las llamas.
Las autoridades han reconocido que, de no ser por la intervención directa de la Unidad Militar de Emergencias, las llamas podrían haber arrasado el pueblo entero. Hoy, el riesgo se mantiene en los rescoldos ocultos que podrían reavivarse en cualquier momento. Y, aunque las construcciones se pueden reparar, lo que está en juego es un paisaje modelado hace 2.000 años y que no puede reproducirse.

Cuando Roma decidió derrumbar montañas
Para comprender por qué este lugar es tan valioso, hay que retroceder al cambio de era. Tras la conquista de los pueblos astures y cántabros, el emperador Octavio Augusto puso sus ojos en las montañas del Bierzo. Los ríos arrastraban polvo de oro y las tierras de aluvión escondían vetas más profundas. La respuesta romana fue descomunal: un sistema de extracción llamado ruina montium que combinaba precisión técnica y fuerza bruta.
La técnica consistía en excavar galerías en el interior de la montaña, llenarlas de agua procedente de una red de canales y depósitos y provocar, de forma controlada, un derrumbe masivo. La explosión interna de aire y agua fracturaba el conglomerado, que después se arrastraba hasta las zonas de lavado. Allí, el oro se separaba del resto de sedimentos con métodos que iban desde canalones de madera con ramas de brezo hasta, según apuntan algunos estudios recientes, el uso puntual de mercurio.
Este sistema requirió una infraestructura hidráulica sin precedentes: más de 400 kilómetros de canales excavados a pico, algunos de ellos con tramos subterráneos y pendientes calculadas al milímetro. Los ingenieros romanos llegaron a captar agua desde la falda del monte Teleno, a 2.000 metros de altura, y la condujeron durante decenas de kilómetros hasta el corazón de la mina.
El esfuerzo tenía un objetivo político y económico. Augusto había introducido el áureo, la moneda de oro que simbolizaba la estabilidad y el poder de Roma. Mantener su acuñación exigía toneladas de metal precioso, y Las Médulas se convirtieron en una de las principales proveedoras.
Se estima que, en poco más de dos siglos de explotación, se movieron 90 millones de metros cúbicos de tierra y se extrajeron alrededor de cinco toneladas de oro. No se trataba de esclavos encadenados, como dicta el mito popular, sino de comunidades locales obligadas a entregar jornadas de trabajo como tributo al fisco imperial. La agricultura y la ganadería seguían siendo su sustento principal, pero las campañas en la mina formaban parte de un deber impuesto por la conquista.

El paisaje después del oro
Cuando la explotación cesó, entre finales del siglo II y comienzos del III, la naturaleza comenzó a reclamar el terreno. Los castaños y robles cubrieron lentamente las heridas abiertas por la minería, y el agua acumulada por los sedimentos creó nuevos hábitats como el lago de Carucedo.
El resultado es un escenario único: pináculos y torres rojizas, murias de cantos rodados perfectamente alineadas y túneles excavados que hoy forman parte de rutas de senderismo como la Senda de las Valiñas o la subida al mirador de Orellán. Desde allí, la vista abarca todo el anfiteatro natural que Roma talló con agua y paciencia.
Este carácter híbrido —mitad obra humana, mitad regeneración natural— es lo que convierte a Las Médulas en un “paisaje cultural” reconocido internacionalmente. La UNESCO incluyó no solo la mina principal, sino también las escombreras y depósitos circundantes que completan el conjunto.
Un legado en peligro
El incendio, que aún se encuentra activo, es un recordatorio brutal de lo frágil que es este patrimonio. El cambio climático multiplica los veranos extremadamente secos, y con ellos aumentan las posibilidades de que un rayo o un acto intencionado desencadenen catástrofes. Las altas temperaturas nocturnas, los vientos imprevisibles y la vegetación densa son el combustible perfecto para que las llamas avancen a gran velocidad.

Además, la presión turística no deja de crecer. Con más de 250.000 visitantes al año, los caminos y miradores soportan una carga que puede erosionar el terreno y alterar el equilibrio entre conservación y acceso. Especialistas y guías de la zona advierten que es urgente establecer límites de aforo, reforzar las tareas de prevención y garantizar recursos para la vigilancia forestal.
Entre la memoria y el presente
Caminar hoy por Las Médulas es un ejercicio de doble conciencia. Por un lado, el visitante se deja impresionar por la belleza de un paisaje que parece natural, pero que es fruto de un proyecto minero colosal. Por otro, la memoria de los días recientes recuerda que todo podría perderse en unas horas de fuego.
Proteger Las Médulas no es solo un acto de conservación arqueológica, sino una manera de preservar la memoria de cómo la humanidad ha transformado su entorno a lo largo de la historia, para bien y para mal. Es un símbolo del ingenio técnico, de la explotación de recursos a gran escala… y también de la capacidad de la naturaleza para regenerarse.
El desafío ahora es que esta regeneración no se vea interrumpida por las llamas ni por el desgaste silencioso del turismo masivo. Porque si hay algo que la historia de Las Médulas nos enseña es que lo que parece eterno puede cambiar de forma radical en cuestión de días, ya sea por la mano del hombre o por el avance imparable del fuego.
Cortesía de Muy Interesante
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