¿Las moscas viven solo un día? La ciencia desmonta este y otros mitos del reino animal que siguen muy vivos

Hay creencias tan repetidas que terminan pareciendo verdades grabadas en piedra. Decimos que alguien “tiene memoria de pez” sin saber que los peces pueden recordar durante semanas; tememos que un dóberman “enloquezca” por tener el cráneo demasiado pequeño, cuando ni su cráneo ni su conducta lo justifican; y asumimos que los lemmings se suicidan en masa porque Disney nos lo mostró una vez. En este artículo reunimos algunos de los mitos más persistentes sobre animales y los enfrentamos con la evidencia científica. Porque entender el mundo animal también implica desaprender lo que creíamos saber.

Mito 1: Las moscas viven solo un día

Como no tenemos manera de saber si la mosca que nos está incordiando en un día de verano es la misma que nos estaba incordiando el día anterior, se ha ido desarrollando la creencia popular de que el tiempo de vida de una mosca es de un día, a menos que consigamos atizarle bien con un periódico enrollado.

Es un concepto falso y, además, demasiado simplista, porque hay muchas especies de moscas y cada una tiene una vida media diferente, aunque más prolongada de lo que se suele suponer, ya que necesita tiempo para pasar de las fases de huevo a larva, a pupa y a insecto plenamente desarrollado.

Por ejemplo, en un entorno adecuado, la vida adulta de una mosca doméstica oscila entre quince días y, más frecuentemente, un mes, y la de una mosca de la fruta, entre cuarenta y cincuenta días. Por supuesto, aprovechan bien el tiempo y cada ejemplar puede poner en ese plazo varios cientos de huevos que aseguran no ya la conservación sino la multiplicación de la especie. 

Pero sí hay un insecto que vive solo un día, al menos en su etapa adulta: la Ephemeroptera, conocida popularmente (y adecuadamente) como efímera. Perteneciente a la misma familia que las libélulas, tiene la peculiaridad de que puede vivir durante años en estado inmaduro, pero en cuanto alcanza la madurez, comienza la cuenta atrás que terminará a las veinticuatro horas.

¿Las moscas viven solo un día? La ciencia desmonta este y otros mitos del reino animal que siguen muy vivos 1
Los peces no olvidan a los cinco segundos: pueden recordar durante semanas. Fuente: Pixabay.

Mito 2: La memoria de los peces dura pocos segundos

En las películas de Buscando a Nemo le sacaron mucho partido al tópico de tener memoria de pez para definir a las personas incapaces de acordarse de nada. Pero la verdad es que la memoria de estos animales dura más que unos pocos segundos.

De hecho, dependiendo de la especie y del estímulo recibido, pueden recordar cosas durante semanas, meses e, incluso, años. Experimentos realizados en centros de investigación así parecen indicarlo.

En la Universidad MacEwan de Canadá utilizaron ejemplares de la especie Labidochromis caeruleus –conocidos como cíclido limón, por su vivo color amarillo– y los entrenaron para que se movieran por una zona concreta del acuario, en la que recibirían comida como recompensa. Al cabo de tres días de entrenamiento, los trasladaron a otro acuario en el que los dejaron durante doce días. Cuando regresaron a su residencia original, mostraron preferencia por moverse por la zona donde recordaban que recibirían el alimento.

 Quienes tengan un acuario en casa disponen de una manera más sencilla de comprobarlo: intentar pescar con una red a uno de sus inquilinos. Cada vez les resultará más difícil, aunque dejen pasar unos días entre un intento y otro, porque el pez recordará las ocasiones anteriores y aumentará sus esfuerzos para evitar ser atrapado.

Mito 3: Los elefantes temen a los ratones…

Los elefantes tienen miedo de muy pocas cosas y, desde luego, los ratones no son una de ellas. Cuesta encontrar el origen de este bulo, popularizado una y mil veces por cuentos, tebeos, dibujos animados (la versión original de Dumbo, por ejemplo) y, por tanto, con cierta propensión a clavarse en el imaginario colectivo.

Todo pudo empezar por los trabajos de Plinio el Viejo (militar, escritor y destacado naturalista romano), quien en el año 77 escribió la historia de un paquidermo que enloqueció cuando un ratón se introdujo en su trompa y trepó por su interior; anécdota sin demasiado fundamento, ya que el elefante bien pudo librarse del roedor con un simple resoplido. 

La leyenda ha sido desmentida en muchas ocasiones por estudiosos especializados en elefantes, y también por cuidadores de zoológicos, donde es fácil atisbar ratones comiendo del heno que constituye la dieta de los paquidermos sin que estos les presten atención.

De todos modos, en el mito puede haber algo de verdad: los elefantes no tienen una vista demasiado buena, así que es plausible que no vean acercarse a los roedores; pero tienen un oído excepcional, por lo que podrían ponerse nerviosos al percibir los ruidos producidos por ellos y no ser capaces de identificar su origen.

Mito 4: …Y tienen cementerios a los que van a morir

El mito del cementerio de elefantes comenzó probablemente con la colonización blanca del continente africano, cuando el marfil era uno de sus tesoros más preciados. Entre los cazadores comenzó a circular el rumor de la existencia de un lugar al que los elefantes acudían, separándose de la manada, cuando sentían próxima la hora de su muerte. Este cementerio natural, obviamente, albergaría una verdadera fortuna en colmillos. 

Cuesta un poco creer que, de ser esto verdad, solo haya un cementerio en todo el continente africano; pero, incluso si fueran varios, nadie ha sido nunca capaz de encontrar uno. Sí se han encontrado restos de varios ejemplares que parecen haber fallecido juntos en un corto periodo de tiempo, pero hay explicaciones para este hallazgo: cuando los elefantes envejecen, sus dientes se desgastan, y es común que se trasladen a las zonas donde la hierba y las plantas son más blandas y fáciles de masticar.

En tiempos de escasez, una manada puede reunirse en una zona donde hay algo de comida, aunque no la suficiente como para impedir que todos vayan muriendo de inanición. Por eso, sus restos, en ocasiones, aparecen juntos. 

Los elefantes tienen una gran memoria (¡esto no es un mito!) y recuerdan perfectamente todos los enclaves de su territorio, desde las zonas de descanso a las de alimentación o los lugares en los que se puede encontrar agua. Pero en su gran cerebro no hay implantado ninguna instrucción sobre un único lugar específico donde acercarse a morir.

¿Las moscas viven solo un día? La ciencia desmonta este y otros mitos del reino animal que siguen muy vivos 2
Los elefantes no le temen a los ratones, ni tienen cementerios secretos. Fuente: Pixabay.

Mito 5: Los dóberman enloquecen porque el cerebro no les cabe en el cráneo

Este mito se basa en que los dóberman son una raza poco menos que de laboratorio –en realidad, se deben a los trabajos de cruce del alemán Karl Louis Dobermann, a finales del siglo XIX–, concebida para obtener como resultado un perro de ataque. Un efecto colateral de ese proceso es que su cerebro es demasiado grande para la cavidad craneal, lo que hace que pierdan la cabeza y ataquen a sus amos. 

El desmentido es muy sencillo: no existe un solo caso, en la historia de la crianza canina, ni de ningún otro animal, en el que el cerebro haya crecido hasta exceder la capacidad del cráneo. Los cerebros de los dóberman tienen un desarrollo absolutamente normal, pero incluso si el rumor fuera cierto, ello no tendría las mismas consecuencias de comportamiento para cada ejemplar.

El bulo surgió como justificación de la agresividad que popularmente se atribuye a esta raza, cuyo origen radica en ejemplares maleducados y maltratados por sus dueños.

Mito 6: Los simios pueden aprender el lenguaje de signos para comunicarse con humanos

Esta mentira comenzó a despertar en los años ochenta del siglo pasado, cuando algunos investigadores como Allen y Beatrice Gardner, David Prenack o Duane Rumbaugh publicaron los resultados de sus respectivos trabajos con chimpancés, con los que aseguraban comunicarse usando el lenguaje de signos.

La estrella de este movimiento fue Koko, una gorila entrenada por la psicóloga animal Francine Patterson, de quien su cuidadora dijo que había aprendido más de mil palabras del lenguaje de signos americano y que comprendía perfectamente el inglés hablado. La noticia despertó tanta atención mediática que quedó poco sitio para las advertencias de los escépticos. 

Algunos divulgadores como Martin Gardner dedicaron al tema serios artículos de advertencia en los que señalaban, entre otras cosas, que ninguno de estos simios inició jamás una conversación; que cuando se comunicaban con sus cuidadores, lo hacían reaccionando a los gestos de estos, lo cual no indica tanto un dominio del lenguaje como una respuesta aprendida a una señal concreta, algo para lo que los primates son especialmente receptivos.

Tampoco hay constancia de que inventaran ningún signo propio, ni de que transmitieran sus conocimientos del lenguaje a su descendencia, dos pasos ineludibles en la transmisión de un idioma. 

Koko murió en 2018, y lo único que ha quedado demostrado es que fue una gorila muy espabilada, aunque quizá no tanto como su entrenadora. La teoría de los monos y el lenguaje de signos parece haberse difuminado con los años en las brumas de las pseudociencias. Como señala el lingüista Noam Chomsky, si los simios pudieran tener un lenguaje propio, lo emplearían en su hábitat natural; como no lo usan, no lo tienen.

Mito 7: Los cisnes cantan antes de morir

Como decían Les Luthiers: “¡Por supuesto, no van a cantar después!”. Bromas aparte, esta creencia ha dado lugar a la expresión canto del cisne para describir al último gesto (incluso, la última gesta) o actuación de personas, generalmente del mundo artístico, en los últimos momentos de su vida.

Su origen se encuentra en los hábitos del cisne común (Cygnus olor), que es el menos propenso a emitir sonidos de todas las variantes de la especie, hasta el punto de que en Inglaterra se le conoce como cisne mudo. Así nació la leyenda que dice que esta ave permanece silenciosa durante toda la vida, salvo en los últimos momentos, en los que emite un único y esplendoroso canto. 

Pero es todo falso. La guía de campo de las aves de España y de Europa (conocida entre los ornitólogos como la Peterson), verdadera biblia del sector, establece que el cisne común “no es mudo, pero no emite el típico reclamo trompeteante, limitándose a bocinear, rezongar o sisear en contadas ocasiones”. Y si mantiene esta política de discreción sonora a lo largo de toda su vida, no hay motivos para creer que vaya a romperla precisamente en los últimos momentos de su vida.

Cisnes
Los cisnes no cantan al morir: su canto final es un invento poético. Fuente: Pixabay.

Mito 8: Los lemmings mueren en masa cada pocos años

Este es un mito tan popular que ha generado incluso un videojuego basado en él (entretenidísimo, por cierto). El lemming es un pequeño roedor que vive en las zonas árticas de Eurasia y del continente americano, con unas poblaciones que tienden a crecer exageradamente cada pocos años.

Según el mito, cuando esto sucede, una gran masa de estos animales se dirigirían disciplinadamente a los acantilados y desde ellos saltarían al mar o a los ríos, en un acto colectivo que actuaría como sistema de autorregulación del aumento de individuos de la especie. Un caso verdaderamente único… si fuera verdad. 

Pero no lo es y la mentira tiene un responsable clarísimo: Walt Disney. La historia de la inmolación animal apareció por primera vez en su documental de 1958 El infierno blanco, en el que cientos de lemmings parecen arrojarse al mar desde un acantilado. Sin embargo, está confirmado que es una secuencia manipulada y que se rodó con un puñado de lemmings obtenidos para la ocasión y empujados discretamente hacia el mar por los propios cineastas. Que en las décadas subsiguientes no se hayan conseguido más imágenes de este supuesto suicidio no hace sino confirmar la falsedad de la historia. 

Sí se sabe que, cuando su número sobrepasa un cierto límite, los lemmings se desplazan en migraciones masivas buscando zonas donde haya alimento. Al adentrarse por terrenos desconocidos, un porcentaje apreciable se queda, sin querer, por el camino.

Mito 9: Cuando los camaleones cambian de color lo hacen para camuflarse

Los camaleones pueden cambiar el color de su piel, de eso no hay duda, y en ocasiones, confundirse con el entorno hasta volverse casi invisibles. Pero esa no es la razón por la que lo hacen, o al menos, no la principal.

Conviene hacer aquí algunas precisiones sobre estos animales: primero, la gama de colores que tienen a su disposición es limitada, no pueden adoptar cualquier tonalidad, y menos aún dibujos complicados (cualquier imagen que hayamos visto en ese sentido es falsa); segundo, en su hábitat natural ya cuesta bastante distinguirlos sin que se camuflen, pues su color normal se confunde eficazmente con la naturaleza; y tercero, en ocasiones cambian de color no para esconderse, sino, muy al contrario, para destacar todo lo posible, dentro de sus posibilidades. 

El motivo de esta última actitud es el más viejo del mundo: aparearse. Las habituales luchas entre machos, que en otros animales son especialmente violentas, en los camaleones se dan utilizando la capacidad de colorearse como principal munición. Se piensa que los colores más brillantes son para atraer la atención de la hembra y que los más oscuros son para disuadir a otros machos competidores.

Otro motivo que provoca los cambios de color es su temperatura corporal: si el animal tiene frío, adoptará un tono oscuro para absorber más sol, y si tiene calor, uno claro que lo refleje.

Mito 10: Los perros se refrescan salivando en lugar de sudar

Sin duda, lo parece. Es verano, nuestro perro se ha pegado una buena tanda de carreras y ahora se sienta jadeando con medio metro de lengua fuera de la boca. Es cierto que esto constituye su vía principal para eliminar el exceso de calor del organismo. Pero no quiere decir que no suden. 

Los perros tienen tres sistemas para enfriarse: al abrir la boca y dejar la lengua colgando, el agua se evapora de ella, y también de sus cavidades nasales y sus pulmones, todo lo cual contribuye a rebajar su temperatura corporal. El segundo sistema es la vasodilatación, que expande sus vasos sanguíneos. Y el tercero es el sudor, pero sus glándulas sudoríparas difieren bastante de las nuestras: están situadas en el hocico y en la planta de sus patas, y solo una mínima parte del exceso de calor se elimina por ellas.

Los investigadores han trabajado en averiguar cuál es el sentido de tener unas glándulas sudoríparas que sirven de tan poco. El motivo podría estar no en la eliminación de calor, que la lengua realiza de forma mucho más eficaz, sino en mejorar el agarre de las patas al suelo cuando corren. En cuanto a las del hocico, al mantenerlo húmedo se aumenta la sensibilidad a los olores, ya de por sí elevadísima en todas las razas caninas. Más que una ayuda para refrescarse, sería un añadido para olfatear aún mejor.

¿Las moscas viven solo un día? La ciencia desmonta este y otros mitos del reino animal que siguen muy vivos 4
La mantis religiosa no siempre se come al macho: solo ocurre en un 25 % de los casos. Fuente: Pixabay.

Mito 11: La mantis religiosa se come al macho en el apareamiento

Si a algún insecto podría caerle encima este mito, la mantis religiosa tenía todos los papeles: su gracilidad e incluso la elegancia de sus movimientos parecen hechos a propósito para encajar en este letal cortejo, en el que la hembra arranca la cabeza del macho tras el apareamiento y procede a devorarla, para continuar después con el resto de su cuerpo. Mientras este horrendo proceso tiene lugar, el macho decapitado continúa con el apareamiento. ¿Pero esto es efectivamente así? 

Es así… cuando es así, pero esto no ocurre siempre. Aunque asociemos el nombre de mantis religiosa con un único insecto, la verdad es que hay más de 2400 especies y no todas se comen a sus parejas. Y los estudios realizados sobre las que sí lo hacen dan como resultado que la hembra solo devora al macho entre en un 25 % y un 28 % de los casos, es decir: que estos tienen casi tres probabilidades de cada cuatro de salir con vida del lance. 

Otra cuestión es el porqué. Los estudiosos del fenómeno lo consideran como la respuesta definitiva a la perpetuación genética: el macho se ofrece como alimento para asegurar la preeminencia de su ADN. No solo proporcionan a la hembra un mayor número de nutrientes que los que aportan con la eyaculación, sino que está demostrado que las mantis que devoraron al macho pusieron después un número mucho más elevado de huevos que las que no lo hicieron. 

Cortesía de Muy Interesante



Dejanos un comentario: