
En agosto comienzan o terminan las guerras, piensan muchos. Cuando las nubes se derriten en corrientes de lluvia y comienza a sentirse el frío. Puede que tengan razón. En una revisión rápida podemos constatar que el 1 de agosto de 1914 comenzó la Primera Guerra Mundial, el 2 de agosto de 1990 Irak invadió Kuwait, desencadenando la Guerra del Golfo, el 6 y el 9, los bombardeos atómicos en Hiroshima y Nagasaki, el 25, la liberación de París en 1944 y el 27 de agosto de 1896, cuando se desató la conflagración anglo-zanzibariana: conocida como la guerra más corta de la historia, donde la Armada británica destruyó el palacio de Zanzíbar en menos de una hora.
Bien lo sabe usted, lector querido, cada quién habla según cómo le va en la feria, conforme a sus experiencias, su región y el clima que lo azota. En el antiguo mundo latino, por ejemplo, este lapso se asociaba con festividades religiosas y victorias militares, enredos y desenredos del calendario y hasta por órdenes decretadas por las distintas mafias del poder para cambiar, desde las creencias populares, hasta el orden de los días de agosto.
Lo demuestro: el nombre de este mes fue el resultado de un deseo de Augusto, el emperador romano que gobernó la mitad del mundo conocido hasta entonces, cuando decidió bautizarlo como él mismo, porque a pesar de haber nacido en septiembre, consideraba que agosto era más cálido y bonito y debía ser su mes de la suerte. El Senado aprobó la idea, en las sesiones del muy lejano año 8 a.C. para honrar a su emperador, pues había logrado importantes victorias militares y consolidado su poder durante el mes en que se le diera la gana. Un acto simbólico, dijeron, que consolidaría su legado. (Como efectivamente sucedió: agosto se llama así sin importar la vigencia de ningún calendario, ya fuera juliano, gregoriano o del más antiguo Galván).
En nuestro país, el mes de agosto va junto con un mar de celebraciones e importantes efemérides, tanto de lucha como de resistencia o de derrota y homenaje: la caída de Tenochtitlan el 13 de agosto, el natalicio de Emiliano Zapata, el día 8, la firma de los Tratados de Teoloyucan y la celebración del Día de los Pueblos Indígenas.
Insólitamente popular, agosto ha inspirado multitud de dichos y refranes climáticos y preventivos: “Agosto lluvioso, invierno trabajoso”, “Si llueve en agosto, cada gota vale un mosto”, “En agosto, aunque llueva, no te mojes el rostro”, “Agosto y septiembre no se quedan para siempre”. Este mes, también es responsable de la aparición de muchos libros que llevan su nombre en el título. Entre los extranjeros, obras tan importantes como “Luz en agosto” de William Faulkner, “Agosto de 1914” de Aleksander Solzhenitsyn y “Krakatoa, el día que el mundo explotó. 27 de agosto de 1883”, de Simon Winchester y de autoría nacional, imperdible, la primera novela que escribió Jorge Ibargüengoitia y que se llama “Los relámpagos de agosto”.
Basada en hechos reales y conocidos, aunque con personajes imaginarios; está considerada como el reverso satírico de la novela de la Revolución. Ganadora del Premio de las Américas en 1964 fue reseñada como “ las memorias de un general caído en desgracia que logra mostrar otra cara de la historia mexicana, esta vez, la de los políticos y generales”. Y déjeme agregar, lector querido, que además es amena, sorprendente y lo hará resistir cualquier tormenta real o imaginaria. Compruébelo usted mismo leyendo el siguiente fragmento:
“Nadie ignora el hecho de que los cortejos fúnebres se mueven con lentitud. Esta característica se agrava cuando incluyen un cuerpo de ejército. Cuando llegamos al panteón de Dolores ya había oscurecido y una lluvia torrencial se abatía sobre la ciudad de México. (…) Muchos fueron los generales que se pelearon por llevar sobre sus hombros el féretro en que reposaba su antiguo jefe, pero en vista de lo resbaladizo del terreno, se optó por usar para este fin un pelotón del 16° Batallón. Vidal Sánchez insistió en decir el discurso de despedida que llevaba preparado. Es aquel famoso que comienza: “Te nos vas de la vida, Director Preclaro… etc.” que es una de las piezas de oratoria más marrulleras que conozco. (…)
Mientras escuchaba el fárrago con gran paciencia, quiso mi mala suerte que necesitara yo de los servicios de un pañuelo, que introdujera mi mano en el bolsillo de mi guerrera y que sintiera, acompañada de un estremecimiento de rabia, la ausencia de mi pistola de cacha de nácar. Mis mandíbulas se oprimieron en un rictus al recordar el despojo de que me había hecho víctima el taimado Macedonio Gálvez y mi espíritu se llenó de sentimientos de venganza. (…). Si hubiera tenido la pistola, lo hubiera matado en ese instante, con lo que hubiera hecho un gran servicio a la Nación. Desgraciadamente, estaba escrito que mi suerte había de ser menos gloriosa y México más desgraciado.”.
Haga usted su agosto, lector querido. Lea a Faulkner y a Ibargüengoitia mientras escucha llover repítase, entre capítulos el siguiente proverbio nacional: “Si en agosto truena, la cosecha será buena”.
Los Relámpagos de Agosto.
Cortesía de El Economista
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