
“La primera lección de la economía es la escasez: nunca hay suficiente de nada para satisfacer plenamente a quienes lo desean”. Thomas Sowell.
Es una realidad comúnmente aceptada, que cuando las personas enfrentan momentos de escasez, el efecto negativo rebaza lo meramente económico y tiene un impacto en la interrelación social. La falta sostenida de recursos contribuye a fenómenos de exclusión social, incluso dentro de grupos con una crónica limitación de acceso a recursos. Porque la escasez financiera tiene una dimensión objetiva (estándares de ingreso mínimo); al igual que relativa (en función del grupo de pertenencia o con el que se identifique la persona antes de enfrentar la situación de escasez).
En países como México, en los que una proporción significativa de los hogares enfrentan una incapacidad permanente para cubrir sus gastos básicos, el efecto de la escasez en la socialización agrega capas de complejidad a los graves fenómenos derivados de la desigualdad.
En el estudio “A longitudinal study on the association between financial scarcity and feelings of societal exclusión” de Noordewierdel et al, se llega a la conclusión de que la relación entre escasez y aislamiento social es bidireccional y se retroalimenta.
Por un lado, la falta de recursos limita los momentos de interacción social (y magnifica su efecto por fenómenos como vergüenza de las propias limitaciones económicas), pero al mismo tiempo, el aislamiento social contribuye a estados de falta de bienestar emocional, que afectan la calidad de las decisiones financieras.
El estudio identifica tres factores que contribuyen a este proceso:
La falta de recursos disminuye la participación en la interacción social. Se genera una limitación a la capacidad de participar en actividades sociales, inclusive algunas que, de manera poco frecuente, podrían ser atendidas pese a las restricciones económicas (como ir a un parque o al cine, dependiendo del nivel socioeconómico base de las personas).
En segundo lugar, la escasez financiera genera una sensación de ser juzgado negativamente por los demás, y este estigma (a veces real y a veces solo percibido) contribuye a un mayor aislamiento social.
Finalmente, el debilitamiento gradual y constante de las redes sociales durante la fase de escasez (sobre todo si esta es crónica o sostenida, como ante la pérdida del empleo), dificulta la capacidad de mantener relaciones sociales y erosiona a el apoyo social, profundizando la sensación de abandono, sobre todo cuando el apoyo económico del círculo cercano de vuelve escaso.
En economías como la mexicana, la escasez crónica de recursos induce a la toma de decisiones que profundizan la precariedad financiera, como acudir a mecanismos de préstamo informal con costos cientos de veces superiores a los de los créditos formales.
También es frecuente que, ante situaciones de precariedad, se posterguen decisiones que tienen impactos económicos posteriores muchísimo más graves y que acentúan la mala situación económica, por ejemplo, la postergación de citas.
Experiencias de otros países muestran acciones que, particularmente para los sectores de más bajo nivel de ingreso, han contribuido a aliviar parcialmente los efectos más negativos del aislamiento social, derivado o vinculado con la precariedad financiera.
Está probado que ciertos modelos de microcréditos ayudan a enfrentar las emergencias financieras y, dependiendo de su modelo de implementación, tienen tasas de recuperación incluso más altas que los créditos dirigidos hacia sectores de mayor nivel de ingreso.
Es también importante un enfoque real, permanente y probado de educación financiera, que contribuya, desde las escuelas o en las plazas públicas, a apoyar a las personas que enfrentan procesos de escasez y que además sirven para generar espacios de socialización, que contribuyan a disminuir el efecto de aislamiento de las personas.
En otros países, se han desarrollado también plataformas informales para permitir que los sectores de menor nivel de ingreso lleven a cabo intercambio o trueques que potencialicen el beneficio de habilidades o conocimientos para resolver necesidades específicas de los hogares, que comparten momentos de precariedad financiera.
Entender y atender este fenómeno va más allá de un mero afán de hacer sentir bien a las personas. Existen estudios que muestran que las familias o las personas que cuentan con redes sociales sólidas, tienen una mayor resiliencia a enfrentar contingencias financieras, lo que evita la profundización de los fenómenos de escasez coyunturales y evita hacerlos permanentes.
Cortesía de El Economista
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