Hace unos meses, Gustavo mi socio me invitó a comer a un restaurante cuyo nombre jamás había escuchado. “Debe ser nuevo”, pensé. Generalmente soy yo quien elige o recomienda el lugar, pero esta vez se limitó a mandarme una dirección y un horario. El restaurante se encuentra tras la puerta de una casa que ocupa una esquina ubicada en una colonia que frecuento mucho. De todas las veces que había pasado por ahí —caminando o en bici— jamás me había fijado en esa fachada. Eso lo hacía más emocionante. Qué rica la sensación de entrar por primera vez a un restaurante, qué gratificante no saber qué esperar. Qué liberador no ir detrás del platillo más instagrameado, ni visitar el restaurante porque así lo sugirió (inserte su nombre de “creador de contenido” favorito).
Llegué primero que Gus y me ubicaron en una mesa junto a una ventana con cortinas. Pero antes pasé por una barra en donde comían algunos comensales de cara al chef, un tipo alto, español y con porte de cocinero de los de antes. El lugar es elegante pero no se siente apretado. Lo que sí se percibe es que se toman la cocina en serio.
Encima de la barra una bocinita Marshall traía la playlist. Me pedí una cerveza y paré el ojo. No desfilan muchos cocineros ni meseros, solo los suficientes. La optimización del espacio es total: parece como si aquello hubiera sido una cochera o la planta baja de una casa de antaño de una familia de clase media o media-alta. Los primeros platos se sirven en la barra y después la gente pasa a una de las pocas mesas que hay distribuidas en el lugar. A partir de ahí empieza un menú con platillos de tremenda ejecución. Una sorpresa detrás de la otra. Pedí otra cerveza y, finalmente, llegó Gus. A comer.
Lo que más me gustó de este lugar —además de la tremenda secuencia de comida— es su ser clandestino por las razones correctas. No es una estrategia cool de misticismo en función de la mercadotecnia. No es un speakeasy ni un club secreto. Es un restaurante que encontró en su ascetismo la posibilidad de enfocarse en una experiencia gastronómica íntima, basada en un menú cambiante supeditado al producto de temporada, sin mayor promesa o expectativa generada fuera del boca en boca.
Desconozco si su reclusión detrás de una puerta sin letrero sea una herramienta para llevar un negocio de manera clandestina frente al fisco, pero lo dudo: al poco tiempo me enteré de que, contrario a lo que yo pensaba, este lugar lleva años operando del mismo modo. Llegas por reservación y esta la consigues por teléfono, por recomendación de algún cliente.
En la época de la sobreexposición de absolutamente todo, el lujo parece recordar que su máxima virtud reside en la autenticidad y en respetar, ante todo, el propósito inicial. El lujo invisible, lejos de ser clasista, escoge el anonimato, se olvida de los egos y elige ser real. Estoy seguro de que vamos a ver más de esto en el futuro inmediato. Porque hay algo en el exceso de información y propuestas que nos empieza a cansar a quienes solo queremos comer rico y pasarla bien, sin tener que informárselo al mundo con una foto o un reel. Mi responsabilidad, desde luego, es que de este lugar tan fantástico del que les hablo, se enteren por sus propios medios. No me lo tomen a mal.
Cortesía de Chilango
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