Según una investigación de The New York Times, durante décadas las pruebas de inteligencia mostraban un incremento constante en los niveles de alfabetización y razonamiento en países desarrollados, un fenómeno conocido como efecto Flynn. Sin embargo, en la última década, ese progreso se frenó y comenzó a retroceder. Las caídas más drásticas se observan entre los sectores más pobres, donde los niños muestran cada vez menores niveles de comprensión lectora.
Este retroceso coincide con el auge de la cultura digital postalfabetizada: memes, videos cortos y plataformas como TikTok o YouTube Shorts desplazan la lectura de textos largos y complejos. El resultado es un cambio en los hábitos cognitivos, pues en lugar de entrenar la concentración y el pensamiento crítico, se moldea un cerebro acostumbrado a “hojear” y saltar distraídamente entre estímulos.
La pantalla como equivalente cognitivo de la comida chatarra
La comparación con la alimentación tiene sentido. Según The New York Times, el consumo desmedido de medios digitales funciona como la comida ultraprocesada, es accesible, adictiva y difícil de resistir. Igual que la obesidad se concentra en los estratos más pobres, la “obesidad cognitiva” de la distracción permanente afecta sobre todo a quienes carecen de recursos culturales y económicos para poner límites al uso de dispositivos.
De hecho, datos citados por Maryanne Wolf, especialista en alfabetización, muestran que los niños de familias con ingresos menores a 35,000 dólares al año pasan en promedio dos horas más frente a pantallas que los de familias ricas. Según Escuela Popular Permanente, esa diferencia impacta en memoria, velocidad de procesamiento y habilidades lingüísticas: en otras palabras, amplía la desigualdad de oportunidades desde la infancia.
El capital cultural, otra forma de riqueza invisible
Pero el problema va más allá del tiempo frente al celular. De acuerdo a una investigación publicada en ResearchGate, la pobreza no solo limita el acceso a bienes materiales, sino también a capital cultural; conocimientos, habilidades y códigos simbólicos que determinan cómo una persona se desenvuelve en la sociedad.
En entrevistas realizadas en la región Laja Bajío, en Guanajuato, personas de bajos ingresos relataron sentirse discriminadas por “no saber”, ya sea leer, usar una computadora o comprender un trámite. Muchos testimonios revelan cómo esa carencia genera vergüenza, autoexclusión y hasta abusos de terceros que se aprovechan del desconocimiento. En palabras del investigador Ricardo Contreras Soto, se trata de una forma de “aporofobia intelectual”, la pobreza se asocia con ignorancia y, por tanto, con inferioridad social.
Las élites protegen el pensamiento profundo, los pobres quedan atrapados en la distracción
La paradoja es que las élites económicas y culturales están reaccionando de manera opuesta. Según The New York Times, figuras como Bill Gates y Evan Spiegel han restringido el uso de pantallas a sus hijos. En Estados Unidos han proliferado escuelas clásicas con cuotas anuales de hasta 34,000 dólares, donde se fomenta la lectura de grandes libros y se prohíbe el celular en el aula.

Mientras tanto, en la educación pública, con aulas masificadas y sin los mismos recursos, resulta mucho más difícil aplicar normas de desconexión digital. Así, proteger la capacidad de concentración y razonamiento prolongado se convierte en un privilegio de clase.
El escenario es preocupante, pues si la tendencia continúa, las próximas generaciones podrían crecer sin haber desarrollado nunca la capacidad de lectura profunda. El resultado, según The New York Times, sería un electorado “más tribal, menos racional y más vulnerable a la desinformación y a las teorías conspirativas“.
Cortesía de Xataka
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