Decía Max Weber que el carisma no es sino “la insólita cualidad de una persona que muestra un poder sobrenatural, sobrehumano o al menos desacostumbrado, de modo que aparece como un ser providencial, por cuya razón agrupa a su alrededor discípulos o partidarios”. Ese carisma, que es el pilar sobre el que se asientan las dictaduras, la base de todo régimen personalista, cobró una fuerza inusitada en la Latinoamérica de finales del siglo XIX al calor del colapso del Imperio colonial español. Así, las guerras de independencia latinoamericanas trajeron consigo el afianzamiento de un modelo de ejercicio del poder y de relación entre gobernantes y gobernados que ha marcado a fuego la historia de Hispanoamérica hasta el día de hoy.
El caudillismo hunde sus raíces en los gobiernos poscoloniales de personajes como su Alteza Serenísima (así se hacía llamar) Antonio López de Santa Anna, el “héroe” de El Álamo, en México, Francisco Solano López en Paraguay o Juan Manuel de Rosas en Argentina. Ante el vacío de poder resultante del derrumbe de la autoridad central tras la emancipación del Imperio español, muchos de estos ambiciosos militares con gran apetito político se valieron de ejércitos privados para derrocar a gobiernos extremadamente débiles e imponer su carisma como fuente de autoridad, abriendo con ello una era que se prolongaría –como veremos– durante buena parte del siglo XX. Y es que el declive de los sistemas monárquicos en favor de las democracias constitucionales no erradicó el concepto –ni la demanda– del hiperliderazgo carismático, antes encarnado en la figura del rey: los caudillos, en primera instancia, y los dictadores, después, llegaron para colmar ese hueco.
La epidemia fascista
Europa asistió a la eclosión de su particular boom de tiranías en el período de entreguerras (1919-1939). Era un continente devastado: más de diez millones de muertos, economías arruinadas, industrias depauperadas, ingentes indemnizaciones de guerra, comercio cortocircuitado, millones de soldados desmovilizados que habían topado con el muro del desempleo… En 1919, recién terminada la Primera Guerra Mundial, la práctica totalidad de las naciones europeas se gobernaban con regímenes democráticos (con las únicas excepciones de Rusia y Hungría). Para 1938, hasta dieciséis Estados habían caído, por voluntad propia o sometimiento a terceros, en el pozo del totalitarismo.
El primer ladrillo en esa pirámide de retroceso democrático se puso en Italia. En el país transalpino, donde las consecuencias de la guerra se padecieron con especial intensidad, Benito Mussolini supo aprovechar el irrespirable clima de conflicto que se vivía en las calles, con una polarización cada vez más acusada entre socialistas y comunistas, por un lado, y nacionalistas de derechas, por el otro.
Muchos anhelaban orden, y puño de hierro fue lo que impuso este ex profesor y periodista, socialista militante en sus años de juventud y fundador en 1921 del Partido Nacional Fascista, a través del cual supo canalizar buena parte del descontento de la deprimida sociedad italiana. Combinando la actividad parlamentaria con el uso de grupos paramilitares (los Camisas Negras), se hizo con el control efectivo de las calles.
En 1922, Víctor Manuel III cedió a la presión del líder fascista y sus secuaces y lo nombró primer ministro. Cuatro años después, la oposición fue definitivamente aplastada con la prohibición de los partidos políticos, se detuvo a miles de antifascistas y se constituyó una policía política que amedrentaba, vigilaba y mataba. El Duce, que se autoproclamó dictador en 1925, hizo de la propaganda un arte, soñó con forjar un imperio –Libia, Etiopía y Albania fueron sus principales presas– y llevó a Italia al desastre en la Segunda Guerra Mundial.
Los campos de concentración en Libia o su implacable represión de la disidencia no hacen sombra, con todo, a los horrores perpetrados por Adolf Hitler. Solamente en virtud de su etnia, religión, orientación sexual o posicionamiento ideológico, las políticas del Führer acabaron con la vida de –en las estimaciones más optimistas– once millones de personas (víctimas militares aparte) entre judíos, serbios, polacos, romanís, homosexuales, minusválidos o republicanos españoles (hasta 7.000). El suyo fue un reinado de terror apoyado en la humillación sufrida por los alemanes en la I Guerra Mundial, las duras cláusulas del Tratado de Versalles y la extraordinaria crisis política, social y económica resultante.
Con la demagogia, la intimidación y la propaganda como señas de identidad, Hitler conquistó el poder al frente del Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán. Tras su victoria electoral en 1932, fue nombrado canciller de Alemania en enero del año siguiente y aprovechó la muerte del presidente de la República, Von Hindenburg, para hacerse con el poder absoluto: concentró los cargos de canciller y presidente, erradicó partidos y sindicatos, procedió a una exitosa nazificación de Alemania y abandonó el Tratado de Versalles en 1935 para iniciar la escalada de tensión político-bélica que desencadenaría la II Guerra Mundial.
Franco, ensayo general
Francisco Franco, tercer vértice del triángulo, estrechó lazos con Hitler y Mussolini, respectivamente, en las entrevistas de Hendaya (23 de octubre de 1940) y Bordighera (12 de febrero de 1941), fallidos intentos del Führer y el Duce de lograr una implicación clara y directa de España en el Eje, en el transcurso de la II Guerra Mundial.
Años antes, en 1936, la sublevación franquista había sido, de hecho, el primer acto de choque frontal entre los diferentes actores que afilaban las armas de cara a un conflicto inminente de mayor envergadura, con los pujantes nuevos Estados totalitarios asumiendo un papel protagónico: Hitler y Mussolini apoyaron a Franco mientras Stalin hacía lo propio con los republicanos, un ensayo general de la catástrofe global que estaba por venir.
El de Franco fue un régimen, con todo, de peso internacional muy escaso en comparación con la agresividad imperialista de Italia y, sobre todo, de Alemania. Las potencias occidentales siempre consideraron su dictadura como un problema menor: España no gozaba del músculo económico de Alemania ni constituía, en ningún caso, una amenaza para sus intereses. Pero Franco, sin acercarse a los registros represivos de Hitler, fue responsable de la muerte de entre ciento cincuenta mil y cuatrocientas mil personas y siguió los pasos, en una escala más modesta, de Alemania en cuanto a la apertura y mantenimiento de numerosos campos de concentración, donde los disidentes permanecían recluidos con condenas de trabajos forzados y en condiciones infrahumanas.
Adoctrinamiento, terror policial, represión de la disidencia, lucha contra un enemigo interior (judíos, comunistas) y ambiciones expansionistas son algunos de los rasgos comunes compartidos por los fascismos de entreguerras. Hitler y Mussolini estrellaron sus ambiciones contra el muro de la II Guerra Mundial; el único de los tres que murió por causas naturales fue Franco, mientras que el Führer se suicidó en su búnker berlinés el 30 de abril de 1945 y el Duce fue ajusticiado apenas dos días antes. Pero el modelo de régimen que les llevó al poder tenía, sin embargo, cuerda para rato.
Cortesía de Muy Interesante
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