
Las calles vuelven a llenarse de voces, pancartas y consignas. La multitud avanza como un río de emociones desbordadas, y por un momento pareciera que algo está a punto de quebrarse en el aire. Sin embargo, al día siguiente todo sigue donde estaba. Y uno se pregunta si realmente aquellas marchas movieron algo más que los ánimos de los participantes.
En el fondo, lo que muchos consideran acto político es, según varios pensadores, un fenómeno profundamente psicológico. Gustave Le Bon describió a la masa como un organismo emocional que piensa distinto a sus individuos: allí el enojo se contagia, la esperanza se amplifica y el miedo se diluye. Elias Canetti habló de la “descarga”, ese instante en que la multitud grita al unísono y siente que por fin se libera de una tensión que venía cargando desde hace tiempo. Es, en el sentido más literal, una catarsis colectiva.
Más tarde, la sociología del conflicto -de Simmel a Coser- interpretó estas explosiones públicas como válvulas de seguridad del sistema. La protesta controlada cumple la función de permitir que la presión social encuentre salida sin llegar a violencia e incendio político. La marcha, así entendida, no es una amenaza, sino un ritual que le recuerda al régimen que la olla está caliente, pero que por ahora no estalla.
La psicología política contemporánea ha sido más directa. Investigadores como Eric Shuman muestran que las protestas solo logran impacto cuando dejan de ser desahogo emocional o inconformidad y se vuelven estrategia: claridad en el mensaje, continuidad en el esfuerzo, una narrativa que convoque no solo a los indignados, sino también a los indecisos. Sin eso, la marcha es apenas un espejo donde la ciudadanía se mira, se reconoce irritada y vuelve a su rutina. No pasa nada.
De hecho, estudios recientes sobre movimientos no violentos -como los de Erica Chenoweth y Maria Stephan- confirman que las movilizaciones logran transformar algo solo cuando se sostienen en el tiempo y tienen una seria continuidad. La multitud de un día emociona; la de un año incomoda; la de varios años cambia la historia.
Por eso muchas marchas actuales parecen más un termómetro del ánimo social que un motor de cambio. Liberan tensión, dan identidad a los inconformes y ofrecen un instante de unión emocional. Pero, más en beneficio del propio régimen, sin estrategia, el grito se evapora en la nada.
Quizá la pregunta esencial ya no es por qué marchamos, sino para qué.
Si el objetivo es desahogarnos, la marcha cumple.
Si queremos transformar el rumbo político, la catarsis no basta: hace falta convertir la emoción en proyecto y crear un movimiento genuino y bien estructurado. Si no, es un esfuerzo inútil.
Cortesía de El Informador
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