Un crío aprendiendo a escribir las vocales. Un tenista profesional concentrado antes de sacar para ganar el set. Un músico sentado a solas en su estudio, guitarra en mano, intentando encontrar el próximo acorde para su nueva canción. Un pintor inspirado dando brochazos en el lienzo. Un matemático afanándose en descifrar un complejo teorema. Es muy probable que todos ellos estén compartiendo un mismo gesto: el de sacar la punta de la lengua. No se dan cuenta, pero el órgano móvil asoma tímidamente entre los labios, cerca de las comisuras. Con ese movimiento del rostro están mandando un mensaje: “Estoy plenamente concentrado en mi tarea, no me molestes”.
El caso es que tiene sentido dejar la lengua quieta cuando nos enfrascamos en una actividad que requiere toda la atención. Este órgano muscular lleno de terminaciones nerviosas está todo el tiempo en movimiento, detectando estímulos y mandando mensajes al cerebro. La única forma de eliminar todo el ruido informativo que en ese momento no necesitamos y liberar las neuronas para que se ocupen al cien por cien de las actividades que interesan es paralizar la lengua. Así de simple.
Desde el saludo
Pongámonos en otra situación. Dos individuos que no se han visto nunca antes se cruzan. Alguien les presenta: “Fulanito, este es Menganito”. Automáticamente, ambos levantan el antebrazo derecho y se estrechan las manos.
Da igual donde ocurra la escena, en Nairobi, en Honolulú, en Moscú, en Dallas, en Berlín o en Cadaqués, el gesto es el mismo. Que la humanidad entera se salude así no es casual. Al alargar el brazo nos separamos del desconocido a una distancia mínima de dos antebrazos, una zona de prudencia y seguridad hasta que sepamos cuáles son sus intenciones.

Si es un enemigo o está enfermo, así estaremos más seguros que si intercambiamos un abrazo. El gesto permite mostrar nuestras manos vacías para dejar muy claro que vamos desarmados. De ahí que normalmente ofrezcamos la derecha, es decir, la que usan los diestros –que son mayoría entre la población– para blandir armas.
Pero incluso siendo tan precavidos y manteniendo las distancias, recibimos información clave sobre el otro. Concretamente información química. Neurobiólogos del Instituto Weizmann de Ciencias de Israel demostraron hace poco que, después de un apretón de manos, solemos llevarnos la derecha a la nariz de forma inconsciente, al menos durante el doble de tiempo que en cualquier otra circunstancia. “Los seres humanos no nos exponemos pasivamente a las señales químicas sociales, sino que las buscamos de manera activa y las analizamos”, subrayan los autores. Como hacen los perros o los roedores, pero con más sutileza.
Un antes y un después del gesto universal
Para el encéfalo hay un antes y un después de este saludo universal. Según un artículo de el Journal of Cognitive Neuroscience, la amígdala, sede cerebral del miedo, se relaja cuando estrechamos las manos, a la vez que entran en ebullición las neuronas del núcleo accumbens, centro del placer y las recompensas. En suma, que si en lugar de saludarnos solo de manera verbal nos tendemos la mano, aumenta la predisposición mental a una interacción amigable y a evitar las impresiones negativas y los malentendidos.
En el campo de fútbol, en la pista de hockey y en la cancha de baloncesto se reconoce a los ganadores a la legua. Son esos que alzan los brazos en V, el signo de la victoria, y gritan. “Existen datos interculturales contundentes de que esa expresión de triunfo es universal”, explica a MUY David Matsumoto, investigador de la Universidad de San Francisco (EE. UU.).
Además, es inmediata (apenas cuatro segundos después de sabernos ganadores) y totalmente espontánea. Este experto recuerda la imagen de la reacción del estadounidense Michael Phelps, el mejor nadador de la historia, después de hacerse con su octavo oro en las Olimpiadas de 2008 en Pekín. Con los brazos levantados y vociferando conseguimos parecer más altos y fuertes que quienes nos rodean. Lanzamos “un mensaje de dominación tras conseguir algún logro”, apunta Matsumoto.

Gestos para impresionar
El gesto lleva implícito el deseo de demostrar superioridad e impresionar a los perdedores, para que no les quepa duda de que somos muy grandes. El investigador defendía en la revista Evolution and Human Behaviour que el gesto jugó un papel crucial en la evolución de la especie, al ayudar a nuestros ancestros a mostrar ante el grupo el estatus. Las primeras conquistas humanas, parece, ya se celebraron así.
Por otro lado hay que reconocer que con este gesto nos distinguimos bien poco de los bonobos machos en época de apareamiento, según Margaret J. King., directora del Centro de Estudios y Análisis Culturales de Filadelfia (EE. UU.): “Para ligar, estos monos levantan los brazos en el cortejo con intención de lanzar un mensaje a la hembra a la que intentan conquistar: ‘¡Eh, mira qué grande, fuerte y sano soy!’”. Lo mismo lo utilizan para impresionar a las féminas que para intimidar a sus rivales.
De los bonobos al ser humano moderno
King es partidaria de que, para identificar gestos universales, miremos a otros simios: “Si hay un movimiento corporal que compartimos con los bonobos y los chimpancés, seguramente procederá de un ancestro común y podrá considerarse generalizado para toda nuestra especie”. Por ejemplo, sacudir la cabeza de un lado a otro para decir “no” es un gesto en el que coinciden también varios monos, igual que mover el esqueleto bailoteando cuando ganamos, o colocar una mano abierta con la mano hacia arriba para pedir algo.
Respecto a esto último, el primatólogo holandés Frans de Waal, sospecha que el gesto en los chimpancés deriva de cuando ponían una mano bajo la boca de otro individuo que estaba comiendo para recoger las migas que se le caían. Luego se ritualizó y se convirtió en un gesto a distancia, válido también para pedir ayuda a otros monos en caso de conflicto. Y en los seres humanos, para pedir dinero, una manzana o las llaves del coche, o para rezar a los dioses.
Gestos más complejos
En el caso de los humanos, la cosa se complica aún más, porque podemos combinarlo con otro movimiento: encoger los hombros para expresar desconcierto, desconocimiento, incertidumbre, confusión o resignación. El primero en hablar de este ademán fue Charles Darwin (1809-1882), naturalista y autor de El origen de las especies. Empezó a sospechar que no era un gesto aprendido tras observarlo en una persona ciega y sorda de nacimiento.
Es fácil de identificar: los hombros suben, el trapecio se contrae, los codos flexionados se pegan al cuerpo, las manos quedan abiertas con la palma hacia arriba. Dicen que deriva de una posición ancestral de defensa destinada a proteger la nuca, uno de nuestros puntos más vulnerables.

Sacando pecho o con la cabeza gacha
Pasa también con el orgullo, que cuando lo sentimos vamos por ahí henchidos, sacando pecho como un gorila, incluso aunque nunca hayamos visto a nadie hacerlo. Matsumoto lo demostró en un experimento con judocas invidentes de nacimiento que obviamente jamás habían observado a otros deportistas vanagloriarse de su éxito.
Sin embargo, pasado el momento de celebración del triunfo (brazos en alto), ejecutaban los mismos movimientos que los videntes para mostrar que se sentían orgullosos de sus logros. Levantaban el pecho y la barbilla. Al contrario que los perdedores o las personas avergonzadas, que curvan la espalda hacia atrás, agachan la cabeza y hunden el tórax. “Es innato”, concluía el investigador.
Eso sí, hay que tener en cuenta el contexto, porque puede cambiar el significado de los gestos. “Con la mano abierta podemos pedir u ofrecer ayuda, y los brazos en alto pueden ser un signo de victoria o un me rindo. Es la incorporación de otros gestos físicos, como la posición del resto del cuerpo, la mirada desafiante o cabizbaja, el silencio o los gritos, lo que marca la diferencia”, dice King.
Lo mismo sucede al enseñar los dientes. “No significa necesariamente que estemos contentos, o disfrutando. De hecho, se cree que surgió en los primates no humanos como expresión de miedo”, afirma Matsumoto. En los monos evolucionó ligeramente y empezaron a mostrar los dientes juntos, con el labio superior levantado, como gesto de sumisión en situaciones en las que se sentían amenazados. Un gesto antihostilidad, de “no te voy a morder ni a atacar”.
Podría entenderse como germen de la sonrisa amistosa humana. Y explicaría a William Shakespeare cuando escribió que “es más fácil obtener lo que se desea con una sonrisa que con la punta de la espada”.
Cortesía de Muy Interesante
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