Más que el voto: tres razones para defender la democracia

“La herramienta básica para manipular la realidad es la manipulación de las palabras. Si puedes controlar el significado de las palabras, puedes controlar a la gente que debe usarlas […] Pero otra forma de controlar la mente de las personas es controlar sus percepciones. Si logras que vean el mundo como tú lo ves, pensarán como tú piensas”, Philip K. Dick.

En las últimas semanas se ha reanimado la discusión pública sobre la democracia en México, en parte porque el pasado 2 de julio se cumplieron 25 años de la alternancia en la presidencia, pero también por diversos sucesos relacionados con nuevos vientos institucionales, especialmente en torno a la libertad de expresión y las garantías legales para la población.

Una de las expresiones más comentadas se refiere a los resultados económicos de un régimen democrático, particularmente en materia de pobreza y desigualdad, aunque no únicamente. Se discute si la democracia ha entregado buenos resultados, y para quién.

Quienes más critican al régimen de la transición democrática en México tratan de desmontar lo que, aseguran, fue una promesa fallida. Es decir, que quienes pugnaron por abrir México al pluralismo en el poder prometían un país con rumbo a la prosperidad, sin mayores fricciones, lo cual no sucedió o al menos no fue generalizado y claro para todos.

Lo curioso de esa figura —la promesa fallida— es que, sin duda, algunos de los arquitectos de las instituciones de la alternancia lo pensaban y lo decían. Pero esa promesa fue, fundamentalmente, política, y todavía no conozco a un solo político que no crea y prometa que él o ella —y su grupo— tienen las soluciones verdaderas.

Sin embargo, la idea de que la democracia produce un crecimiento económico acelerado ha sido menos popular entre los economistas especializados de lo que ahora parece. Desde luego, la nueva economía institucional —encabezada por Douglass North en los años noventa y el dueto Acemoglu-Robinson en la última década— ha generado un relativo consenso en que las reglas y normas, formales e informales, afectan el desempeño económico. Pero las condiciones y la forma en que eso sucede no son tan prístinas, como tampoco lo son los métodos para identificarlo.

Ya en los años noventa, con el auge del sureste asiático y de China bajo regímenes autoritarios o dictatoriales, era bastante claro que la democracia no es, ni por asomo, el único sistema político capaz de auspiciar el desarrollo económico. Resulta más bien extraño que ahora se afirme tanto lo contrario en podcasts, revistas y programas de televisión. Lo anterior no implica que las claras mayorías que impulsaron la transición democrática en México no tuvieran anhelos y expectativas materiales y específicamente económicas; es solo que esos nunca desaparecen, existen bajo cualquier régimen político.

Por eso es importante mantener vivas las ideas en torno al valor de la democracia, sin redundar en definiciones más o menos amplias, pero partiendo de que se trata de un sistema mucho más demandante que el simple mandato de la mayoría.

Amartya Sen, uno de los pensadores más prolíficos y relevantes de la segunda mitad del siglo XX e inicios del XXI, publicó en 1999 un artículo titulado Democracy as a Universal Value. Entre varios tópicos que desarrolla en su argumento —muy bien anticipado en el título—, describe tres formas en que la democracia enriquece la vida de los ciudadanos.

En primer lugar, Sen recuerda que la libertad política es una parte de la libertad en general, por lo que “ejercer derechos civiles y políticos es una parte crucial de una buena vida para los individuos en tanto que son seres sociales”. A esto lo llama el valor intrínseco de la democracia.

En segundo lugar, el economista y filósofo indio sostiene que la democracia tiene también un valor instrumental, pues incrementa la capacidad de las personas para que sus intereses, necesidades y demandas (también las económicas) sean escuchadas y atendidas. En esto, no solo el voto es crucial, sino también la libertad de expresión y de asociación, que deben no solo manifestarse en las leyes, sino garantizarse mediante controles al ejercicio del poder que determinan las mayorías.

Por último, Sen sugiere que la democracia tiene también un valor constructivo, pues permite que los ciudadanos aprendan unos de otros: “[los] derechos políticos y civiles, especialmente los que garantizan la discusión abierta, el debate, la crítica y el disenso, son centrales en el proceso de generar decisiones informadas y ponderadas. Estos procesos son cruciales en la formación de valores y prioridades, y no podemos, en general, tomar las preferencias [ciudadanas] como independientes de la discusión pública, es decir, independientemente de que la discusión abierta y el debate sean permitidos o no”. Es decir, los derechos políticos no son solo fundamentales para inducir respuestas a las demandas sociales, sino que son centrales para la conceptualización misma de las necesidades sociales.

Ejemplos de cómo se manifiestan estas tres formas de valorar la democracia sobran, pero Sen dedica algunos párrafos a la relación entre las hambrunas y la democracia, un tema que fue piedra angular en la construcción de su pensamiento. Al respecto, queda claro que las respuestas técnicas y los incentivos económicos son insuficientes sin incentivos políticos asociados.

No me parece muy descabellado que, en general, la democracia se infravalore en nuestros tiempos, o se utilice para decir cualquier cosa en una mala tarde de redes sociales. Es una palabra polisémica, poco emocionante y que alude a cuestiones que no siempre son tangibles. Pero hay situaciones en las que se echaría mucho en falta una franca discusión social y la posibilidad de expresar disenso y descontento. La literatura (en particular la ciencia ficción del siglo XX) ha sido particularmente ilustrativa al respecto, pero por hoy cierro con una reflexión del propio Amartya Sen:

“Muchos tecnócratas económicos recomiendan el uso de incentivos económicos (que proporciona el sistema de mercado) mientras ignoran los incentivos políticos (que los sistemas democráticos podrían garantizar). Esto equivale a optar por un conjunto de reglas del juego profundamente desequilibrado. El poder protector de la democracia puede no hacerse notar tanto cuando un país tiene la suerte de no enfrentar ninguna calamidad seria, cuando todo marcha bastante bien. Sin embargo, el peligro de la inseguridad, derivado de cambios en las circunstancias económicas o de otro tipo, o de errores de política no corregidos, puede acechar detrás de lo que parece ser un Estado saludable”.



Dejanos un comentario: