
Nocturna, disoluta. Divertida y rara, como antigua y recién hecha. Fui a Mexicali a cubrir la restauración del Delta del Colorado (en El Economista podrán leer mi crónica de aquello. Invito a la sorpresa de que el activismo puede servir de algo), pero me topé con el espíritu de Al Capone. Fui a encontrarme con la historia de la noche mafiosa e intermitente. Un lugar que guarda secretos de subsuelo.
También fui a buscar a mi abuelo.
Mi abuelo paterno, el capitán Miguel Moreno López, murió en Mexicali en 1957. Mi papá tenía diez años cuando se quedó huérfano de padre. Con su abuela, mi bisabuela Magdalena, emprendió la travesía desde el barrio de Santa Julia en el entonces DF hasta esa ciudad norteña que no le decía nada a enterrarlo.
Mi abuelo era militar. No sabía mucho de tener una familia. Se la pasaba destacado aquí y allá y a su esposa e hijos los trataba de lejos, como a extraños. Con mi papá era diferente. Mientras que a sus otros hijos (me refiero a los hermanos legítimos de mi papá, seguro el buen capi dejó otros tantos en la carretera) los desdeñaba —como buen machito mexicano, mi abuelo le guardó a mi abuela el rencor de haber tenido dos niñas y apenas dos varones—, a mi padre, su primogénito, lo trató como a su verdadero otro yo miniatura. Mientras que en la casa todo escaseaba, mi abuelo se llevaba a su hijo a la playa en el camión de soldados.
Mi papá fue muy feliz en sus aventuras con el capitán Moreno. Le destrozaba alejarse de él: mi abuelo era su verdadero amigo en un mundo violento. Había muy mala sangre en esa familia. Los padres son imperfectos, pero mi abuelo fue un desastre. Murió a los treinta y pocos con el hígado destrozado por su alcoholismo. Dejó a mi papá solo, niño de diez años con los zapatos rotos.
Pues a Mexicali fui con la idea de regalarle un último recuerdo de su padre, quizá encontrar la tumba (mi papá ni siquiera recuerda dónde lo enterraron) y tomar una foto de la lápida. La tarea resultó demasiado compleja y yo tenía que trabajar.
No encontré la tumba pero sí encontré a Mexicali. En el último día del viaje los anfitriones tuvieron a bien regalarnos un paseo con guía por La Chinesca, el barrio chino mexicalense, par histórico del Chinatown de San Francisco. Cuando se va al norte uno busca el chilorio, la asada y los burritos. A Mexicali vas por comida china. Aunque encontré la tradición china ya un tanto falsa, el recorrido fue entretenido.
El paseo nos lo dio un alegre muchacho con pinta de galán universitario con el inolvidable nombre de Robin Alejandro. Robin, tan simpático, nos presumió su tarjeta de movilidad de la CDMX cuando se enteró de nuestra chilanguitud. No es queja ni burla, Robin me cayó bien en ese momento porque alguien que hace eso entiende la necesidad de los detalles para contar una historia e involucrar a la audiencia.
Mexicali es la primera ciudad californiana, no la última ciudad mexicana. Robin nos pidió que observáramos los edificios del centro histórico de la ciudad: todos voltean a la frontera con Calexico. Ahí está el muro fronterizo, tan cotidiano, tan innegable. Bastaría una garrocha larga larga para saltar a los United. (Mi papá recuerda la frontera con Calexico como una malla ciclónica, de pronto se acababa la calle y, como quien cruza un gallinero, ya se estaba del otro lado). Frente a la frontera, del lado mexicano, está la primera escuela mexicana fundada en Mexicali, todavía durante el porfiriato. El edificio hoy es el centro cultural de la ciudad y parece una pequeña mansión del Beverly Hills de hace un siglo (¿existía Beverly Hills hace cien años? Perdonen la licencia, pero es que la referencia visual es clara). Es una arquitectura que se reconoce por las películas gringas, no por el espejo de otras ciudades mexicanas. Es otra onda, pues.
Dije que fui a Mexicali porque quería recorrer las calles de Al Capone. El viejo Al fundó en Mexicali una proto-Vegas durante la era de la Prohibición. The Owl, su centro nocturno en Mexicali, tenía un túnel que cruzaba la frontera y por el que se trasegaba alcohol a Estados Unidos. Robin nos contó un detalle visual: cuando había cargamento alcohólico para el túnel, se iluminaba el búho de la fachada del Owl. Es cine, sin duda.
Sí, Mexicali es cinematográfica. En sus calles perviven el espíritu del viejo Hollywood heroinómano y toxicómano, también del cine mexicano y su farándula. Pedro Infante era visitante frecuente de clubes y casinos. Pero además de las estrellas, el cine era una presencia común: el terrible calor solo aminoraba en los cines; sus salas eran los únicos edificios refrigerados.
Esa Mexicali también tiene una vibra muy literaria. ¿Han leído a James Ellroy? Sus historias noir en Los Ángeles, años cuarenta, bien se podrían situar en Mexicali. Suntuosa al mismo tiempo que lujuriosa y capaz de cosas terribles, en Mexicali se puede creer en dalias negras, policías nobles y violentos enamorados del caso perdido en turno, prostitutas fieles y sicarios chinos cabrones. Opio. Jolgorio toda la noche y misa los domingos.
Por su lejanía del centro, Mexicali era parte de un México imaginario. Quizá allá haya algo, diría el gobierno mexicano. Mandaban destacamentos militares a vérselas con el calor y pelarles los dientes a los gringos. Supongo que mi abuelo fue en una de esas misiones. Poco se le había perdido en aquel lugar al gobierno mexicano, pero había que tener en línea a los estadounidenses para que no se le metieran ideas invasoras. Ya saben cómo son los gringos: son inversores o invasores.
Por supuesto, siempre hay quien gana. Así como los gringos pensaron a Mexicali como su congal, otros vieron oportunidades para afincarse. Los chinos llegaron a hacer la América en la fiebre del oro de 1849. Víctimas de racismo, los estadounidenses los fueron expulsando al sur hasta cruzar la frontera.
Muchos llegaron después de haber construido el tren. A Mexicali el tren gringo llegó mucho antes que los intentos modernizadores de Lázaro Cárdenas. El tren gringo llegaba, agarraba recursos y se regresaba para surtir a toda California. Lo que quiero decir es que el tren ahí acababa y dejaba a Mexicali decapitada del resto de México. Entonces llegaron los chinos.
Hay que preguntarse por qué La Chinesca prosperó como barrio chino cuando en el resto de México los inmigrantes chinos fueron casi borrados por la violencia racista. La razón es simple: ellos llegaron antes. Los mexicanos de a pie aparecieron en la ciudad después de que, por fin, el Estado mexicano conectó el tren gringo con el nuestro.
(Habría otras cosas que decir del tren, la más importante es que causa un caos vial en la mañana y en la tarde porque no pasa a horarios fijos y corta la ciudad en dos. Los pobres mexicalenses tienen que hacer conjeturas para llegar al trabajo).
Robin nos llevó por los bajos fondos. No fue tan divertido como suena, simplemente nos hizo conocer los sótanos famosos de Mexicali. Sea una noticia al pie: como Mexicali es una ciudad construida al modo estadounidense, los edificios antiguos tienen todos sótano. Esos sótanos fueron culpables de la leyenda, decía Robin, de que Mexicali está conectada por el subsuelo. Tristemente no es así. Habría sido muy divertido recorrer esos pasajes secretos.
Les digo que todo parece ficticio. Y no solo en el centro de la ciudad, también en sus suburbios. No hago mal uso del término, es adecuado: la Mexicali moderna parece suburbio californiano. Con su escenario de espectáculo —ese cielo prístino que no tiene fin, de un lado la Sierra Cucapá, del otro un horizonte larguísimo que se pierde a lo lejos— los edificios son chaparritos, pero elegantes, casitas que parecen salidas del Valle de San Fernando.
Mexicali es una rareza. Volveré porque tengo que hallar a mi abuelo y cerrar esa triste historia familiar. Ahí en donde el cielo no se acaba se murió. Quizá valga la pena volver muchas veces.
Cortesía de El Economista
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