
“Vivimos en una dictadura del falso progreso.” — Pier Paolo Pasolini
I. El arte verdadero y el símbolo: la raíz revolucionaria
Los artistas de la Revolución Mexicana —Rivera, Orozco, Siqueiros, pero también los que vinieron antes y después, con más silencio y menos muralismo— no destruyeron el pasado: lo invocaron.
Tomaron las culturas antiguas como cimientos, no como escombros. Así como los mexicas no borraron a los pueblos que sometieron, sino que los absorbieron simbólicamente, los artistas verdaderos no niegan lo anterior: lo interpretan, lo resignifican.
II. El simulacro actual: Lo profanado por el mercado.
En cambio, lo que vemos hoy no es revolución: Es una demolición de todo lo que no encaje en el guión del momento.
En muchos casos, el símbolo ha sido reemplazado por el eslogan: breve, viral, eficaz, pero vacío. Y eso no lo dictan los artistas. Lo dictan los políticos y sus operadores culturales.
Cuando una revolución borra todo lo anterior, no está creando arte. Está instaurando una nueva censura con máscara de justicia.
Hoy se habla mucho de disidencia. Se le da escenario, portada, micrófono a quienes se nombran “incómodas”, “subalternas”, “fuera del centro”.
Pero lo verdaderamente incómodo no es el adjetivo. Es descubrir que, detrás de esa supuesta marginalidad, hubo una estrategia. Una planificación. Un nicho.
Porque los mercadólogos nos robaron el mundo a los artistas y ahora ya todo es un producto, no una expresión sofisticada.
No se trata ya de arte, sino de marketing segmentado. No importa si hay potencia, si hay lenguaje, si hay estructura: importa si puedes arrastrar seguidores, si representas un “perfil identitario vendible”, si obedece tu obra a un fin político.
Conozco un editor —no de oídas, lo conozco— que renunció a su puesto en una editorial muy famosa porque ya no se le pedía buscar calidad, sino escritoras cuyo contenido se vuelva mercancía para el algoritmo: que arrasaran con seguidores en redes en grandes cantidades.
Eso no es disidencia. Es performance programada. Es mercado sexual simbólico con estética de protesta. Es panfleto con cuerpo, pero sin cuerpo simbólico.
Cuando la obra se construye exclusivamente para encajar en un target, no está escribiendo: está ejecutando una estrategia de marca. Y si se le cuestiona, se ofende. Y utiliza la carta más de moda: la victimización.
Simulacros de arte pensante, de Revolución. La “destrucción” desde el “barrio” está de moda. Una supuesta marginalidad, disidencia y un simulacro de liberación de clase social.
Estas artistas que odian el capital y llaman ‘criollas con privilegios’ a pilares de la literatura mexicana como Rosario Castellanos —porque dicen que “no las representa”— (pero si no te tiene que representar, si no es un partido político)… Se les celebra con premios burgueses y mieles capitalistas.
El cuerpo femenino también ha sido vaciado por la lógica de la industria cultural.
III. El cuerpo como mercancía: del símbolo al vacío. Lo corporal como territorio simbólico arrasado.
(El clímax: la falsa liberación sexual y el tedio final)
También el “raunchy sex” está de moda. En redes, en medios, en los nuevos cuerpos de mujer, en los escritos ‘subversivos’ Todo parece liberado. Pero es la misma fantasía del hombre, reciclada.
Sexo explícito que no libera, sino reitera el imaginario patriarcal desde otra estética de mercado. Una estética que, lejos de subvertir el imaginario patriarcal, lo replica desde un nuevo envoltorio comercial.
La “liberación” de la mujer ha sido cooptada por la multimillonaria industria del porno.
La pornografía es un ciclo delirante de repeticiones: categorías específicas, targets de gustos a medida. Una y otra vez lo mismo, y al final, una sensación absoluta de tedio, insatisfacción y depresión rozagante.
El ciclo del tedio.
Y al final, nadie se toca verdaderamente. Sólo se consume sin sorpresas, sin descubrimientos, sin Eros. En su centro, ya no tiembla nada.
Cortesía de El Economista
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