En nuestro interior habita una comunidad invisible, compleja y sorprendentemente activa. Se trata de la microbiota, el conjunto de microorganismos que conviven con nosotros y que, lejos de ser meros pasajeros, cumplen funciones esenciales para el equilibrio de nuestro cuerpo. Este universo interno, que apenas comenzamos a conocer, influye en cómo digerimos los alimentos, cómo responde nuestro sistema inmunitario e incluso en cómo nos sentimos.
Con un enfoque claro, accesible y científicamente riguroso, la microbióloga Silvana Tapia nos guía a través de este fascinante mundo en su nuevo libro Microbiota. Cuídala, cuídate (Pinolia, 2025). Profesora en la Universidad de Málaga e investigadora en el campo de la microbiología ambiental y médica, Tapia combina su experiencia científica con una vocación divulgadora, para ayudarnos a entender qué ocurre dentro de nosotros… y por qué es tan importante cuidarlo. Las bacterias, como dice Silvana, no son tan malas como las pintan.
Un organismo dentro del organismo
Aunque suene exagerado, hay quien considera la microbiota como un órgano más. Y con razón: pesa entre uno y dos kilos, contiene más genes que nuestro propio genoma y realiza funciones esenciales. No se limita al intestino: hay microbiota en la piel, la boca, los pulmones o el aparato reproductor. En cada uno de estos hábitats, los microorganismos cumplen tareas específicas y forman comunidades distintas.
La microbiota intestinal, sin embargo, es la más estudiada y la más poblada. Allí viven billones de bacterias, algunas de ellas especializadas en producir vitaminas, otras en degradar compuestos difíciles o en entrenar a nuestras defensas. Se alimentan de lo que comemos, generan sustancias que impactan en el metabolismo, y en muchos casos, nos protegen de microbios peligrosos.
Durante siglos, los microbios fueron considerados enemigos. El descubrimiento de los patógenos y el desarrollo de los antibióticos ayudó a combatir enfermedades infecciosas, pero también alimentó la idea de que toda bacteria era mala. Hoy, esa visión ha cambiado radicalmente. Muchos de esos “bichos” no solo no nos enferman, sino que nos mantienen sanos.

¿Cómo llegamos a tener microbiota?
El proceso comienza al nacer. Los bebés que pasan por el canal del parto entran en contacto directo con las bacterias vaginales de la madre, lo que constituye su primer inóculo microbiano. En cambio, los nacidos por cesárea suelen adquirir una microbiota más parecida a la de la piel y el ambiente quirúrgico. Estos primeros pasos marcarán el desarrollo posterior del sistema inmune.
La alimentación también influye desde el primer día. La leche materna contiene bacterias beneficiosas y compuestos que alimentan a esas bacterias. A medida que el bebé crece y empieza a comer otros alimentos, la microbiota se va diversificando. También la convivencia con hermanos, mascotas o el entorno juega un papel clave.
En la adolescencia y la edad adulta, la microbiota se estabiliza. Pero nunca deja de cambiar: la dieta, el estrés, los medicamentos, los viajes o incluso los horarios de sueño influyen en su composición. Y en la vejez, el equilibrio vuelve a alterarse, a menudo con una disminución de diversidad microbiana, lo que puede repercutir en el sistema inmunitario.

Un delicado equilibrio
Cuando todo funciona bien, hablamos de eubiosis: un estado de armonía en el que las bacterias beneficiosas predominan, controlan a las potencialmente dañinas y ayudan a mantener las funciones corporales. Pero si ese equilibrio se rompe —por una dieta deficiente, antibióticos, estrés crónico o enfermedades—, aparece la disbiosis.
Este desequilibrio no es solo un detalle técnico: se asocia con enfermedades tan diversas como el síndrome del intestino irritable, la obesidad, la diabetes tipo 2, las alergias o la depresión. Incluso se ha relacionado con el autismo, el párkinson y algunos tipos de cáncer. No es que la microbiota los cause directamente, pero sí parece tener un papel importante en su desarrollo o agravamiento.
Lo más sorprendente es que este desequilibrio puede producir síntomas fuera del intestino: alteraciones de la piel, migrañas, fatiga o trastornos del ánimo. El intestino se ha convertido en un centro de operaciones que comunica con todo el organismo.

Una comunidad que se comunica
Lejos de ser pasivas, nuestras bacterias intestinales se comunican con nuestras células. Lo hacen a través de moléculas que fabrican al digerir ciertos compuestos. Entre ellas destacan los ácidos grasos de cadena corta, que tienen efectos antiinflamatorios y pueden llegar a órganos tan distantes como el cerebro.
De hecho, se habla ya del eje intestino-cerebro: una vía de comunicación en la que intervienen neurotransmisores, hormonas, señales inmunológicas y el sistema nervioso. Por ejemplo, el 90 % de la serotonina —la llamada “hormona de la felicidad”— se produce en el intestino, y su síntesis depende en parte de la microbiota.
Esto abre un campo fascinante: el de la salud mental desde el intestino. Trastornos como la ansiedad o la depresión podrían estar influidos por la microbiota, y los tratamientos del futuro podrían incluir probióticos diseñados para mejorar el estado de ánimo. Ciencia ficción… pero ya en estudio.

Cortesía de Muy Interesante
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