Misiones suicidas: las operaciones secretas y desesperadas que marcaron el final de la Segunda Mundial

Hacia 1944, la Segunda Guerra Mundial había entrado en una fase sin retorno. Japón y Alemania estaban agotados: sin recursos, sin superioridad aérea y con un enemigo que avanzaba por todos los frentes. En ese contexto, los altos mandos del Eje recurrieron a una idea tan extrema como desesperada: el sacrificio humano convertido en táctica militar. La muerte dejó de ser una consecuencia y pasó a ser el objetivo. En el caso japonés, el concepto del honor a través del sacrificio se transformó en política oficial con la creación de las llamadas “unidades de ataque especial”, que el mundo conocería con un nombre que aún causa escalofríos: los kamikaze.

Estas unidades se organizaron durante los últimos meses de 1944, cuando las fuerzas japonesas sabían que no podían igualar el poder naval y aéreo de Estados Unidos. Los pilotos, muchos de ellos adolescentes con apenas semanas de entrenamiento, partían con un solo viaje de ida: impactar su avión cargado de explosivos contra los buques enemigos. Fue una estrategia que combinó desesperación, propaganda y un profundo control ideológico. En los primeros meses lograron causar daños considerables, pero pronto las defensas estadounidenses se adaptaron, y las pérdidas humanas japonesas se multiplicaron sin sentido militar alguno.

El fenómeno no se limitó a los kamikaze. Japón también desarrolló armas tripuladas que parecían salidas de una pesadilla: cohetes suicidas como el Ohka, torpedos manejados por humanos (Kaiten), lanchas explosivas y hasta buzos que debían inmolarse para detener un desembarco. Era la tecnología al servicio del sacrificio. Estas operaciones mostraban que el Imperio japonés, acorralado, prefería morir luchando antes que aceptar la rendición.

El sacrificio como arma y propaganda

Los kamikaze no eran simples soldados, sino piezas de una maquinaria propagandística que exaltaba la muerte como forma suprema de patriotismo. El gobierno japonés difundía historias heroicas, ceremonias solemnes y cartas de despedida para inspirar a la población. El mensaje era claro: morir por el emperador era el mayor honor. Sin embargo, detrás de esa narrativa, muchos pilotos partían con miedo y dudas. Testimonios recuperados por historiadores japoneses revelan que algunos fueron presionados o manipulados emocionalmente para ofrecerse como voluntarios.

A pesar de la imagen heroica, las cifras muestran una realidad dura. Entre 1944 y 1945, miles de jóvenes murieron en estos ataques, con una eficacia militar limitada: menos del 15 % lograron alcanzar su blanco. Fue una guerra que ya no buscaba vencer, sino morir con dignidad. Las fuerzas estadounidenses, aunque impresionadas al principio, aprendieron pronto a contrarrestar las ofensivas suicidas con nuevas tácticas de defensa aérea y marina. La “lluvia divina” (kamikaze) terminó convertida en un símbolo del colapso japonés más que en un arma de victoria.

Esta mentalidad también alcanzó a otras ramas de las fuerzas armadas. El último gran gesto fue la Operación Ten-Gō, en abril de 1945, cuando el acorazado Yamato, el más grande del mundo, zarpó sin combustible suficiente para regresar. Su misión era vararse en la isla de Okinawa y servir como fortaleza costera. Fue hundido antes de llegar, junto a más de 3.000 marinos. Fue la última gran operación suicida de Japón y el epílogo de una doctrina que ya no podía sostenerse.

El vicealmirante Takijirō Ōnishi, considerado el “padre de los kamikaze”, fue quien creó el Grupo Especial de Ataque Tokkōtai en 1944. Su decisión marcó el inicio de las misiones suicidas organizadas del Japón imperial durante la Segunda Guerra Mundial. Fuente: Wikipedia.

Europa y las misiones sin retorno

Mientras Japón convertía el sacrificio en estrategia, en Europa hubo también operaciones que rozaron lo suicida. En 1942, los británicos llevaron a cabo la Operación Chariot, un ataque directo contra el puerto francés de Saint-Nazaire, ocupado por los nazis. Un destructor viejo, cargado con toneladas de explosivos, se lanzó contra los diques secos utilizados por los buques alemanes. Fue una misión de altísimo riesgo, pero con un objetivo militar claro. Aunque muchos murieron o fueron capturados, el ataque destruyó una instalación clave para la flota alemana, un golpe que los Aliados consideraron una victoria táctica.

Otra operación igualmente temeraria fue la Operación Source, en 1943, cuando submarinos enanos británicos lograron colocar explosivos bajo el acorazado alemán Tirpitz. Pocas misiones ilustran mejor el coraje y la precisión de estos equipos. Fueron ataques casi imposibles, pero no diseñados para morir. Los participantes sabían que las posibilidades de sobrevivir eran mínimas, aunque aún existía la intención de regresar. En contraste con los kamikaze, el riesgo era asumido, no impuesto por la ideología.

Ya en los últimos meses de la guerra, Alemania también ensayó su propia versión desesperada: el Sonderkommando Elbe, formado por pilotos que debían embestir bombarderos aliados con sus cazas. Fue una única operación, en abril de 1945, cuando el Reich ya estaba en ruinas. La idea era detener con el cuerpo lo que ya no podía frenarse con armas. La mayoría de los voluntarios murió sin lograr resultados significativos. Fue un intento tardío de transformar la derrota en una especie de martirio nacional.

El legado de las misiones suicidas

Al terminar la guerra, el mundo intentó entender qué había llevado a ejércitos enteros a convertir la muerte en herramienta de combate. Los historiadores coinciden en que esas tácticas fueron fruto de la desesperación y la propaganda, no de una estrategia racional. El sacrificio masivo no cambió el rumbo del conflicto, pero sí dejó una huella profunda. Japón y Alemania descubrieron que el heroísmo impuesto solo alimenta el vacío de la derrota.

Con el tiempo, la figura del kamikaze se transformó en mito. En Japón, se la asoció a un ideal de valor mal entendido; en Occidente, se convirtió en sinónimo de fanatismo. La historia real es mucho más humana y trágica. Eran jóvenes que creyeron servir a su país, pero fueron víctimas de un sistema que los convenció de que morir era su deber. Detrás de cada avión que caía, había un muchacho que apenas había aprendido a volar.

Hoy, esas historias se recuerdan no como gestas, sino como advertencias. Son ejemplos de hasta dónde puede llegar una nación cuando confunde la lealtad con la obediencia ciega. Las misiones suicidas de la Segunda Guerra Mundial fueron el reflejo final de un mundo que se desmoronaba. Recordarlas es una forma de entender lo que ocurre cuando el miedo a perder se convierte en miedo a vivir.

El portaaviones estadounidense USS Enterprise (CV-6) es alcanzado por un avión kamikaze japonés cargado con explosivos el 14 de mayo de 1945. La detonación, ocurrida seis cubiertas bajo la superficie, lanzó el elevador delantero a más de 120 metros de altura. Fue uno de los ataques suicidas más graves sufridos por la flota estadounidense en el Pacífico.
El portaaviones estadounidense USS Enterprise (CV-6) es alcanzado por un avión kamikaze japonés cargado con explosivos el 14 de mayo de 1945. La detonación, ocurrida seis cubiertas bajo la superficie, lanzó el elevador delantero a más de 120 metros de altura. Fue uno de los ataques suicidas más graves sufridos por la flota estadounidense en el Pacífico. Fuente: Wikipedia.

Cuando el valor roza la locura, Muy Historia – edición coleccionista 75

 En toda guerra hay gestos que desafían la lógica y rozan lo imposible. Misiones concebidas no para sobrevivir, sino para morir cumpliendo una orden. Durante la Segunda Guerra Mundial, la línea entre el heroísmo y la locura se desdibujó en operaciones que parecían dictadas por la desesperación. Los pilotos kamikazes del Japón imperial, los buzos italianos de los torpedos humanos o los comandos aliados que se lanzaban tras las líneas enemigas sabían que el regreso era improbable; sin embargo, avanzaban. 

Algunos lo hicieron por fe, otros por deber o por la mera inercia del sacrificio colectivo. «El valor —dijo Churchill— es considerado la primera de las cualidades humanas, porque es la que garantiza todas las demás». Quizá por eso el siglo xx lo convirtió en su virtud más peligrosa. En las montañas de Noruega, los saboteadores de Gunnerside arriesgaron la vida para impedir la bomba atómica nazi; sobre el cielo de Tokio, los hombres del raid de Doolittle probaron que la derrota no era definitiva, y en la Operación Antropoide, dos jóvenes checos demostraron que hasta un imperio puede temblar ante el coraje de unos pocos. 

El desierto africano, las aguas del Atlántico o los cielos del Pacífico fueron escenarios donde la audacia se confundió con la autodestrucción. Entre el cálculo militar y la devoción patriótica, millones de personas aprendieron que la frontera entre el deber y la locura puede medirse en segundos. A veces, el heroísmo no consiste en vencer, sino en aceptar el destino con una serenidad que asusta. Porque en aquellas misiones donde la vida valía tan poco, el ser humano reveló —una vez más— que su fe en una causa puede ser tan letal como admirable. Disfruta de cada página y no olvides que la historia no se lee, se revive.

La vida como un arma

Al anochecer del 18 de abril de 1942 empezó la Operación Doolittle, el primer bombardeo norteamericano sobre Japón. Tras el ataque a Pearl Harbor en diciembre, Roosevelt dio la orden de que se realizase a la mayor brevedad una incursión de este tipo. La operación, complejísima, exigió intensos entrenamientos y modificaciones técnicas para lograr que los bombarderos despegaran desde un portaaviones. Resultó también muy peligrosa. Las estimaciones previas de bajas eran del 50 %. La misión tuvo éxito. Los daños que provocó no fueron grandes, pero cumplió el objetivo fundamental de castigar a Tokio y otras ciudades japonesas, mostrando la voluntad norteamericana de responder militarmente en el corazón del enemigo. Los aviones hubieron de continuar un difícil viaje a China, adonde no todos llegaron finalmente. 

Operaciones como esta formaron parte de la Segunda Guerra Mundial. La victoria militar dependió de grandes factores económicos y sociales —las capacidades productivas, la disponibilidad de petróleo, las habilidades militares, la moral colectiva…—, pero tuvieron también su importancia los sacrificios personales, que incluyeron a veces la entrega voluntaria de la vida o la participación en operaciones de enorme riesgo.

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Contenidos

  • La vida como arma, por  Manuel Montero
  • Estalla la guerra En Europa, por Pedro Carranza
  • El conflicto se globaliza. El Frente Oriental, por Miriam Rodríguez
  • El Pacífico en llamas, por Andrés Méndez
  • Último capítulo, por Clara Nogueras
  • Kamikazes: morir para matar, por Roberto Piorno
  • La batalla del agua pesada, por Jesús Hernández
  • La muerte por honor en Japón, por María Fernández Rei
  • Jaque a las islas inalcanzables, por Rodrigo Brunori
  • Las misiones más arriesgadas, por Juan Carlos Losada
  • Misión: salvar al Duce, por Rodrigo Brunori
  • Torpedos humanos en Alejandría, por Jesús Hernández
  • Operación Frankton. Cuando los marines llegaron en kayaks, por Mario Valcárcel
  • Emboscada al atardecer, por Janire Rámila
  • Los Americanos se desangran en el Pacífico, por Arturo Vázquez
  • Operaciones fracasadas, por Laura Manzanera
  • Operación Antropoide. Cómo Acabar Con El Monstruo, por Alberto Porlan
  • Las fuerzas especiales del SAS. Quien se atreve gana, por José Ángel Martos
  • Operación Barbarroja, por Ana Moureido

Cortesía de Muy Interesante



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