
Prefiero matar a mis hijos a que vivan en un mundo sin nacionalsocialismo: ese fue el razonamiento —impecable desde la lógica del extremismo— que animó a Magda Goebbels a envenenar a sus seis hijos en el búnker del Führer el primero de mayo de 1945 ante la inminente caída del Tercer Reich. La realidad ha de ser como dicte mi visión del mundo —mi ideología—, o no será.
Ideológico en el peor sentido de la palabra, el extremista se niega a considerar los hechos, las verdades empíricas, los datos duros de la realidad. Parte siempre de un sistema cerrado y monolítico de pensamiento, imposible de ser refutado; de ahí su disposición a sacrificar la realidad y matar en nombre de su Ideología. Ya en el siglo IV a. C., Platón sabía que el entusiasmo ideológico-idealista desbordado conduce a la violencia política extrema (véase la República, 541a).
El extremista no ejerce su capacidad de juicio crítico ni su intelecto creativo. No importa si posee estudios universitarios: es un bárbaro que en el fondo teme a la libertad. Si pensara, advertiría los errores y limitaciones de su ideología. Por ello, rechaza el librepensamiento y celebra la adhesión dogmática y acrítica a su Verdad. Tampoco dialoga. ¿Para qué, si ya tiene las respuestas? Es incapaz de concebir la posibilidad de estar equivocado; su convicción es tan fuerte que no puede estarlo. El extremista encarna la Razón.
La actitud democrática y el espíritu liberal, por el contrario, se asientan en la duda incesante y la ironía hacia las propias creencias y formas de vida. La democracia es, por consiguiente, el régimen de la sospecha.
Dudar, sin embargo, incomoda y perturba, pues revela el carácter irreductiblemente caótico, contingente y complejo del mundo, así como el carácter provisional y falible de nuestras ideas y certezas. Problemas como la pobreza, el cambio climático o la migración son mucho más polifacéticos, complejos y difíciles de resolver que lo que nuestros esquemas ideológicos sugieren. Pero las fórmulas simplistas, las soluciones unilaterales y las exigencias de totalidad están hoy muy extendidas.
¿Cómo cultivar, entonces, un espíritu moderado y un juicio prudente? Mediante la educación: “la principal empresa del mundo”, dice el filósofo pragmatista Philip Kitcher haciendo suyas las palabras de Emerson en “The American Scholar”.
La educación no es una serie de conocimientos ni un adiestramiento técnico para el mercado laboral. Es una forma de vida basada en el desarrollo de la inteligencia creativa del individuo, orientada a la belleza, el bien y la verdad. La educación es la aventura de aprender a vivir en la incertidumbre permanente, a descreer de todas las verdades que se presentan como infalibles, a cuestionar todos los puntos de vista —incluidos los propios—, a ver el mundo desde distintos ángulos y a reconocer que siempre habrá conflictos trágicos, pluralismo de valores y matices irreductibles.
La persona educada puede desarrollar autónomamente sus capacidades morales e intelectuales, ejercer democráticamente su ciudadanía y encontrar sentido y propósito en su vida. Ha aprendido a renunciar a lo que el pragmatista clásico John Dewey llamó la búsqueda de la Certeza y a exorcizar en sí mismo la peligrosa nostalgia de Absoluto que, al introducirse en la vida pública, conduce inevitablemente al desastre.
De este modo, educación, democracia y ciencia están unidas en su fe en la mentalidad experimental de fidelidad a los hechos, escepticismo crítico, método de ensayo y error, deliberación pública, falibilismo pragmático y disposición a cambiar de opinión frente a las evidencias de la realidad. Es la mentalidad del que ha aprendido a disolver sus semillas internas de fanatismo político y violencia fundamentalista, y a asumir como virtud cardinal la moderación ética y política.
La educación —y no la tecnología o los liderazgos demagógicos—, sigue siendo, como creía Platón, la mejor apuesta para reprimir al bárbaro que llevamos dentro, enfrentar la sinrazón, la tiranía y el oscurantismo, y desencadenar lo mejor de nuestras almas: la virtud, la belleza, la búsqueda del bien.
Cortesía de El Informador
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