Monstruos del siglo XX: estos fueron los principales genocidas y tiranos del planeta tras la II Guerra Mundial

Tras la victoria aliada en la II Guerra Mundial, la URSS salió enormemente reforzada y Stalin fue el único superviviente de entre los líderes de Estados totalitarios hegemónicos en conflicto. Desde la muerte de Lenin en 1924, se había hecho con las riendas del régimen soviético paulatinamente tejiendo tupidas redes clientelares, que acabaron copando todos los puestos de responsabilidad en los diferentes órganos del partido y del Estado.

Terror tras el Telón de Acero

Pero la posición de Stalin no era aún entonces lo suficientemente sólida como para ejercer el poder absoluto y, con ese objetivo, se diseñaron las purgas de los años 30, conocidas como el Gran Terror. Stalin limpió el Partido Comunista de cualquier atisbo de oposición y cercenó de raíz la disidencia con cientos de miles de ejecuciones, deportaciones y detenciones absolutamente arbitrarias a cargo del NKVD, la policía política. El número de víctimas se elevó hasta aproximadamente los diez millones de represaliados.

Ficha policial de un detenido por el NKVD
Ficha policial de un detenido por el NKVD en 1938. Foto: ASC.

Tras la guerra, el bloque occidental hubo de plegarse a la firme determinación de Moscú de mantener su presencia –política y militar– en los países del Este, afianzada en los últimos meses del conflicto gracias a la Operación Bagration. Se cerraba así el Telón de Acero y nacía el Bloque del Este.

La Guerra Fría supuso en la práctica la polarización del sistema internacional en dos áreas de influencia alrededor de las dos grandes superpotencias hegemónicas: Estados Unidos y la URSS. Sobre el papel, este mundo bipolar estaba caracterizado por la tensión entre los Estados satélite de la Unión Soviética –que, como tales, reproducían el modelo dictatorial del comunismo estalinista– y un bloque capitalista occidental de democracias parlamentarias.

Stalin
Stalin, el autócrata comunista no le fue a la zaga al fascismo en crueldad y crímenes. Foto: Getty.

Moscú se había apresurado a alentar gobiernos favorables a sus intereses en forma de dictaduras comunistas, en buena medida a imagen y semejanza de la soviética. Josip Broz Tito –que no tardó, con todo, en romper con Stalin– en Yugoslavia y Enver Hoxha en Albania se hicieron con las riendas del poder en los meses inmediatamente posteriores a la guerra. Las masacres de Bleiburg, donde se ejecutó a miles de croatas y musulmanes bosnios que habían colaborado con los nazis, y de las Foibe, que resultó en el llamado Éxodo istriano-dálmata (un proceso de limpieza étnica), se cuentan entre los episodios más siniestros de la dictadura de Tito, que se prolongó durante 35 años. Pero, uno a uno, todos los países del Bloque del Este configuraron gobiernos comunistas prosoviéticos. Todos vivían bajo el paraguas del Pacto de Varsovia y el yugo de Moscú.

De estos líderes comunistas surgidos de la alargada sombra de la Unión Soviética, el más “carismático” fue sin duda Nicolae Ceaucescu, presidente de la República Socialista de Rumanía desde 1967 hasta su fusilamiento en 1989. El dictador rumano, crítico con los soviéticos por su intervención en Checoslovaquia, promovió en sus primeros años de gobierno una política aperturista de moderado acercamiento a Europa occidental y Estados Unidos, pero pronto devino en un tirano cada vez más autoritario.

Ceaucescu instauró un culto desmedido a su persona, ejerció un férreo control de la ciudadanía y la potencial disidencia a través de la Securitate, la policía política del régimen, promovió costosos y extravagantes espectáculos para mantener al pueblo silenciado y emprendió una ambiciosa política de obras públicas a mayor gloria de sí mismo.

Rumanía sería el último país de la órbita soviética en deshacerse de su dictador comunista. Cuando el pueblo perdió finalmente el miedo tras la caída del Muro de Berlín, el “Genio de los Cárpatos” (como lo llamaban los medios afines al régimen) sucumbió a una revolución popular –alentada por la CIA y el KGB– y fue ejecutado junto a su esposa el día de Navidad de 1989. Su legado: 617.816 víctimas con nombres y apellidos, aunque muchos historiadores apuntan a una cifra mucho más alta, de unos dos millones.

Noticia del fusilamiento de Ceaucescu
La noticia del fusilamiento del dictador rumano Ceaucescu en la portada de The Daily Telegraph. Foto: Alamy.

Los crímenes del Gran Timonel

Pero el tsunami soviético llegó mucho más lejos, golpeando Extremo Oriente con especial virulencia. El 1 de octubre de 1949, Mao Zedong proclamaba la República Popular de China mientras el gobierno nacionalista del Kuomintang emprendía el camino del exilio. Occidente tenía motivos de sobra para echarse a temblar: el eje URSS-China podía desequilibrar la balanza del delicadísimo equilibrio entre bloques de la Guerra Fría. Paradójicamente, Mao concitó en un principio multitud de simpatías entre políticos e intelectuales progresistas europeos, que idealizaban el maoísmo completamente ajenos a la siniestra realidad que se escondía detrás de la propaganda.

Así, el Gran Salto Adelante (1958-1961), el ambicioso paquete de medidas que pretendía convertir a China de potencia agraria en potencia industrial en tiempo récord, se saldó con una hambruna que costó la vida a entre veintitrés –según las estimaciones más conservadoras– y cuarenta y seis millones de personas.

A ello hay que sumar el legado de la Revolución Cultural (1966-1976), que dejó entre medio millón y dos millones de muertos. El propósito oficial de esta no era sino revitalizar el ímpetu comunista de la Revolución maoísta y señalar a “derechistas” para purgarlos y “regenerar” el movimiento. En la práctica, se trató de una atroz maniobra del Gran Timonel para recuperar el control absoluto del Partido Comunista instrumentalizando a la población civil, a la que no dudó en lanzar a la calle (en buena medida, organizada en escuadrones de guardias rojos) a la caza y captura de disidentes.

Cartel Revolución Cultural China
La llamada Revolución Cultural en China (1966- 1976; aquí, un cartel de propaganda) fue en realidad una atroz matanza de disidentes del régimen dictatorial de Mao Zedong. Foto: Getty.

Lo cierto es que Moscú nunca logró someter a Mao a la órbita soviética. Esto fue especialmente palpable tras la muerte de Stalin: con la llegada de Kruschev al poder, las relaciones entre ambos países se deterioraron sensiblemente.

El delirio de Pol Pot

Al mismo tiempo, la fallida intervención estadounidense en Vietnam tuvo múltiples consecuencias. Una de ellas fue la instauración en Camboya –con el inestimable apoyo de China y Vietnam del Norte– del régimen comunista de los Jemeres Rojos, a cuyo frente se situó Pol Pot. Este edificó una dictadura de inspiración maoísta que se prolongaría de 1975 a 1979, en el transcurso de la cual llevó a cabo un inusitado genocidio contra su propio pueblo que acabó con un tercio de la población del país.

Así, con la firme voluntad de convertir a Camboya en un Estado comunista de corte agrario, impulsó masivos desplazamientos de los habitantes de las ciudades, que quedaron despobladas, a las zonas rurales. Un millón y medio de personas (de una población de siete millones) pagaron con su vida este delirante éxodo a causa de hambrunas, trabajos forzados, crueles castigos y pésima atención sanitaria. Además, en su afán por borrar todo rastro del pasado y llevar a Camboya al “año cero”, los Jemeres Rojos perpetraron aproximadamente otros ochocientos mil crímenes políticos contra disidentes, opositores, “burgueses”, funcionarios, intelectuales –usar gafas, identificadas con ellos, podía ser motivo de ejecución–, etc., sometidos asimismo a las más salvajes torturas.

Jemeres Rojos de Camboya
La brutalidad de los Jemeres Rojos en Camboya (dibujo de una masacre de niños) se cobró más de dos millones de vidas. Foto: Alamy.

Al calor del conflicto entre los dos bloques hegemónicos surgieron en Asia Oriental otros dictadores comunistas como Kim Il-Sung, iniciador de la dinastía de autócratas norcoreanos que llega hasta nuestros días. Él fue el arquitecto de un modelo de Estado férreamente autoritario, sin voz para la disidencia –y con una nutrida red de gulags como elemento disuasorio–, articulado en torno a la ostentación ultranacionalista y el exacerbado culto a la figura del líder y en el que los partidos políticos de oposición, los sindicatos o los medios de comunicación independientes brillan por su ausencia. Pero Asia no sería, ni mucho menos, la única trinchera en la que los dos grandes bloques dirimirían su brutal duelo por la supremacía.

Latinoamérica y la Doctrina Truman

La coartada moral de Estados Unidos era la supuesta defensa de los valores de la democracia occidental frente a los despiadados regímenes comunistas auspiciados por Moscú, pero pronto la potencia hegemónica del bloque capitalista se vio obligada a revisar sus argumentos para justificar de algún modo que en unos rincones del globo los americanos fueran “paladines de la libertad” y en otros apoyaran, financiaran y perpetuaran por cualquier medio a regímenes autoritarios tan siniestros y sanguinarios como los que combatían más allá del Telón de Acero.

El 1 de enero de 1959 triunfaba la Revolución Cubana con el derrocamiento del dictador y títere estadounidense Fulgencio Batista, cómplice durante años de los negocios de la mafia americana en la isla y responsable de asesinatos y torturas que segaron la vida de más de veinte mil personas. Fidel Castro se hizo con el poder en Cuba sin apoyo soviético; Moscú, a esas alturas, ya se había rendido en el hemisferio occidental y había asumido que Latinoamérica era territorio estadounidense. Pero el relevo entre dictadores reabrió la disputa entre bloques en el área: Kruschev, que en un principio no prestó la menor atención a Castro, asistió atónito al triunfo de su Revolución con la esperanza de que fuera un caballo de Troya en casa del enemigo.

Fidel Castro aclamado
Fidel Castro es aclamado a su paso por una localidad en su marcha hacia La Habana, en la que entraría triunfalmente el 1 de enero de 1959. Pronto se desvaneció la esperanza: su dictadura sustituyó a la de Batista. Foto: Getty.

Castro, que también se parapetó detrás de un eficaz aparato represivo que silenció por completo a la disidencia –y que sobreviviría a 638 complots para acabar con su vida (la mayoría, orquestados por la CIA)–, era en realidad un elemento discordante en un continente completamente en manos de dictadores herederos de aquellos caudillos carismáticos de finales del siglo XIX. La Doctrina Truman, que auspiciaba y alimentaba regímenes afines a los intereses estadounidenses como estrategia de contención contra el avance del comunismo, había tenido un éxito arrollador en Iberoamérica. Ya desde las Guerras Bananeras (1898-1934), los vecinos del sur eran uno de los ámbitos geoestratégicos preferentes en la acción exterior de EE UU. Y Washington endureció su política de hegemonía en la región tras la II Guerra Mundial.

Por cortesía de la CIA

En 1954, la CIA no tuvo reparos en organizar un golpe de Estado para derrocar al presidente democráticamente electo de Guatemala, Jacobo Árbenz, culpable de oponerse a los intereses –a la dictadura político-económica de facto– de la compañía estadounidense United Fruit Company. Washington aupó a un dictador títere, Carlos Alberto Castillo Armas, que a su vez fue asesinado tres años después. La Doctrina liquidaba así definitivamente el escrúpulo moral y daba carta de naturaleza a las intervenciones directas o indirectas en el continente para mantener en el poder a dictadores con hojas de servicios más que cuestionables.

En Nicaragua, Estados Unidos se había valido desde 1934 de Anastasio Somoza García –iniciador de una dinastía de dictadores– para ejercer un férreo control sobre el país centroamericano. Tras derrocar la Revolución Sandinista (de tendencia marxista-leninista) al último Somoza –Anastasio Somoza Debayle– en 1979, Ronald Reagan, presidente estadounidense desde 1981, financió durante años al movimiento de la Contra (grupos insurgentes contrarrevolucionarios) con el firme propósito de instalar un nuevo régimen favorable a sus intereses.

La lista de dictadores directamente patrocinados por Estados Unidos es interminable. A Rafael Leónidas Trujillo, en República Dominicana, se le atribuyen hasta cincuenta mil asesinatos, entre ellos la Masacre de Perejil, en la que entre cinco mil y veinticinco mil haitianos fueron ejecutados en la frontera entre los dos países. Sus excesos le hicieron perder el apoyo de Washington, que finalmente cooperó con militares dominicanos en su asesinato, el 30 de mayo de 1961.

Rafael Leónidas Trujillo
Rafael Leónidas Trujillo (1891- 1961), apodado el Chivo, en una fotografía tomada en 1955. Foto: Getty.

También el general argentino Jorge Rafael Videla contó con ayuda estadounidense en el golpe de Estado que perpetró en 1976 contra la presidenta Isabel Perón, y la Junta Militar constituida después obtuvo el beneplácito del secretario de Estado americano, Henry Kissinger. Luego vinieron siete años de secuestros, violaciones, torturas y asesinatos en un régimen de terror que hizo desaparecer a más de treinta mil personas, con la complicidad del gobierno de EE UU.

Videla llegó al poder en el contexto de la Operación Cóndor, supervisada por Kissinger, que pretendió coordinar en los años 70 los golpes de Estado en Sudamérica y la cooperación entre regímenes dictatoriales patrocinados por Estados Unidos. Bajo el paraguas de esta operación se hicieron con el poder, asimismo, Hugo Banzer en Bolivia (1971) y Augusto Pinochet en Chile (1973), entre otros.

Nixon y Kissinger
El presidente del Watergate formó un tándem siniestro con su secretario de Estado (aquí, ambos tras el nombramiento de este en 1973): estuvieron tras el golpe militar en Argentina y la Operación Cóndor. Foto: Getty.

Genocidas africanos poscoloniales

Otro modelo poscolonial que ha coleccionado dictaduras amparadas por Occidente y Estados fallidos es el africano. Con el final de la II Guerra Mundial, el mantenimiento de las colonias en el continente negro por parte de las grandes potencias europeas se hizo moralmente indefendible. Así, los años 50 y 60 asistieron a una oleada de procesos de emancipación más o menos completos que, en la práctica, dieron paso a un colonialismo indirecto traducido en una serie de gobiernos totalitarios y genocidas de tiranos poscoloniales tolerados, cuando no directamente protegidos, por los países occidentales.

Antes de la era colonial, África no era ajena a formas tribales de gobierno democrático, pero el reparto de su territorio trajo consigo la aplicación de políticas represivas y de corte despótico. Los dictadores africanos que cogieron el testigo de las autoridades coloniales no hicieron sino perpetuar esos mismos mecanismos de sometimiento, represión y ejercicio autoritario del poder para forjar gobiernos oligárquicos, muy sensibles a los intereses económicos de las viejas metrópolis europeas a la vez que absolutamente brutales en la relación con sus propias ciudadanías.

Idi Amin Dada gobernó Uganda, ex colonia británica –según Churchill, la perla de África–, durante toda la década de los 70, convirtiéndose en uno de los personajes políticos más siniestros del pasado siglo. Amin dejó tras de sí un rastro de más de trescientos mil muertos y durante su “reinado” hizo de las cárceles horribles salas de tortura en las que fueron descuartizados y asesinados los ciudadanos inocentes. Además, hundió el país en la ruina más absoluta al entregar a sus amigos y clientes, absolutos incompetentes, las más altas responsabilidades del Estado, desmembró personalmente a una de sus esposas, mandó matar a los novios y maridos de cuantas mujeres se le antojara cortejar y retransmitió ejecuciones en directo por televisión. Amin gozó durante sus años de terror en Uganda del apoyo de la Unión Soviética y de Israel.

Idi Amin Dada
Idi Amin Dada gobernó en Uganda como un déspota sanguinario: no solo ordenaba torturar, sino que él mismo desmembró a una de sus esposas. Foto: Getty.

Era difícil competir con su grotesca crueldad, pero algunos lo intentaron. Jean-Bédel Bokassa se hizo con el gobierno de la República Centroafricana mediante un golpe de Estado en 1966 y luego se autoproclamó emperador (llevó a su país a la bancarrota solo para costear su pintoresca ceremonia de coronación). Se dice de él que era caníbal y que alimentaba a sus fieras con la carne de presuntos criminales encarcelados.

Por supuesto, cuenta con miles de asesinatos y un reguero de torturas en su haber, pero era buen amigo del presidente francés Giscard d’Estaing y, como muchos otros genocidas africanos, tenía la simpatía y el apoyo incondicional de Francia y otras naciones occidentales… hasta que trascendió que había hecho matar a golpes a cien niños que se habían negado a ponerse el nuevo uniforme escolar con su emblema. Pese a los beneficios obtenidos con la muy rentable compra de uranio y diamantes, Francia ya no pudo seguir mirando para otro lado y, en 1979, organizó un golpe de Estado para derribar al tirano.

Valéry Giscard d'Estaing visita a la República Centroafricana
En 1975, el entonces presidente de la República Francesa, Valéry Giscard d’Estaing, visita al dictador de la República Centroafricana, Jean-Bédel Bokassa, su amigo… y proveedor de uranio y diamantes. Foto: Getty.

Pero en otros lugares los países occidentales siguieron escurriendo el bulto. En 1970, Nixon dijo de Mobutu Sese Seko, dictador de Zaire, que era un líder que proporcionaba “estabilidad”, y la siguió proporcionando hasta nada menos que 1997, año de su caída y muerte. Mientras el presidente estadounidense lo elogiaba, Mobutu estaba desvalijando el país en beneficio propio y en el de algunos inversores occidentales en las industrias del cobre, el cobalto y el diamante. Así amasó una fortuna que superaba los cinco billones de dólares, al tiempo que los zaireños morían de hambre, los hospitales cerraban por falta de medicinas y prestaba un inestimable apoyo a los hutus en el genocidio ruandés.

La lista de sátrapas genocidas apadrinados por el primer mundo en África es larga. Baste añadir que el único país africano de entre los que conquistaron su independencia en los años 50 y 60 que ha conseguido mantener un sistema de elecciones libres ininterrumpidamente hasta el día de hoy es Botsuana. Un ejemplo sintomático de los estragos del neocolonialismo en un continente sumido en una depresión crónica.

Cortesía de Muy Interesante



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