
Entre los años 2019 y 2025, México ha experimentado un sostenido y complejo ciclo de movilización social, cuyas expresiones abarcan desde marchas masivas y paros laborales, hasta formas de protesta extrema como los linchamientos comunitarios. Lejos de ser fenómenos esporádicos, estas manifestaciones son parte estructural de un escenario político caracterizado por una hegemonía dominante del partido Morena, la virtual ausencia de una oposición eficaz, y una profunda crisis de representatividad institucional. En este contexto, la protesta se ha consolidado como uno de los pocos canales legítimos de interlocución entre los diversos sectores de la sociedad y un poder político cada vez más concentrado.
Las cifras son elocuentes. Cada año, miles de personas toman las calles de las principales ciudades del país para expresar su inconformidad. Las marchas del 1° de mayo, del 8 de marzo, del 2 de octubre, del Orgullo LGBTI+, o las manifestaciones contra reformas judiciales y educativas, son sólo algunos de los hitos visibles de un movimiento social que no ha cesado. A la par, las protestas feministas del 8M han mantenido su carácter multitudinario, superando cifras previas cada año.
Pero las marchas no sólo representan a colectivos organizados o con visibilidad nacional; también se multiplican las protestas gremiales de profesores, personal de salud, transportistas y trabajadores judiciales. Dentro de estas movilizaciones, no es infrecuente la presencia de expresiones de furia dirigida: grupos que rompen, destruyen, provocan o incendian espacios públicos y privados, y que, si bien pueden ser señalados por su radicalismo, también deben leerse como síntomas de un malestar social profundo, desesperado y desatendido.
A este fenómeno se suma una forma más alarmante de movilización: los linchamientos. Lejos de tratarse de casos aislados, los linchamientos —consumados o frustrados— han sido frecuentes. Entre 2016 y 2022 se documentaron más de 1,600 eventos de esta naturaleza en el país. La persistencia de estas prácticas revela un profundo deterioro del pacto social y una erosión crítica de la legitimidad de las instituciones encargadas de garantizar la justicia y la seguridad pública.
Simultáneamente, el país arrastra decenas de conflictos agrarios e interétnicos, particularmente en estados como Oaxaca, Chiapas y Guerrero, donde subsisten problemáticas cuya complejidad histórica, territorial y política impide su resolución por vías institucionales tradicionales. Asimismo, existen numerosos conflictos religiosos y comunitarios, principalmente en regiones rurales e indígenas. Lamentablemente, la estadística que se generaba al respecto ha dejado de ser emitida por la Secretaría de Gobernación desde 2021.
En este escenario, el papel de las madres buscadoras y de los colectivos feministas ha adquirido un lugar central en el imaginario y en la praxis de la movilización social. Las primeras, enfrentadas a la desaparición forzada y la violencia criminal, han roto el silencio institucional al reclamar, con dignidad y firmeza, la búsqueda de sus seres queridos ante la indiferencia estatal. Las segundas, articuladas en diversas expresiones del feminismo contemporáneo, han convertido las calles en un espacio de duelo, protesta y exigencia de justicia, especialmente frente a los feminicidios y la violencia estructural contra las mujeres.
Lo que estos procesos revelan es una transformación profunda en la relación entre sociedad y el entramado institucional. Sin embargo, en un contexto marcado por la concentración de poder en el Ejecutivo federal, las vías institucionales tradicionales para canalizar el disenso se han estrechado, de tal forma que esta energía social no ha sido acompañada de un fortalecimiento de los mecanismos de diálogo y concertación.
La magnitud y persistencia de la protesta social proyecta una manifestación estructural de un malestar más profundo, que atraviesa desigualdades históricas, abandono institucional, impunidad y una creciente sensación de orfandad política. En este sentido, la protesta no sólo es legítima: es urgente. Su reconocimiento, su protección y su traducción en mecanismos efectivos de interlocución representan tanto un imperativo democrático como una vía para reconstruir un pacto social cada vez más deteriorado. Apostar por el respeto a la protesta y por nuevas formas de diálogo institucional es, en el fondo, apostar por la sobrevivencia misma de la democracia mexicana.
Cortesía de El Informador
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