
Cuando George Orwell publicó el libro titulado “1984” en el año 1949, lo que intentaba no era pronosticar el futuro, sino describir los peligros que representa el poder totalitario en cualquier modalidad. Habiendo transcurrido poco tiempo desde la derrota del nazifascismo, en pleno estalinismo en la URSS y el recién creado bloque comunista en Europa del Este, Orwell detecta con claridad las consecuencias de la eliminación de toda expresión individual y describe con precisión el control que posee un aparato de Estado basado en un solo hombre, una sola voz y una única verdad.
Muchos de estas expresiones que creímos superadas con la disolución de la Unión Soviética y sus satélites europeos han vuelto a surgir, pero ahora a partir del desmantelamiento de las instituciones propias de la democracia occidental, una vez que éstas han sido utilizadas para encumbrar nuevos dictadores disfrazados de líderes sociales creadores de un “mundo nuevo”.
Y en esta versión actualizada del totalitarismo como en la anterior, el lenguaje juega un papel fundamental no únicamente para narrar la realidad de acuerdo a las necesidades del poder absoluto, sino también para eliminar cualquier expresión individual o colectiva que pueda contradecir la verdad emanada del Gran Hermano orwelliano.
Cuando los descarrilamientos de trenes se convierten en “percances de vía”, o los derrumbes de obras mal construidas se presentan como “desplazamientos hacia el suelo” en un intento por minimizar el daño y con ello evadir la responsabilidad, entramos de lleno al espacio donde el individuo desaparece y los tonos de la realidad se unifican en un solo color.
Dentro del lenguaje autoritario existe un enorme resentimiento social que raya en el odio hacia todo aquello que fue parte del pasado considerado como corrupto y expoliador. Los “traidores”, “vendepatrias” o “conservadores” son de hecho aquellos que no deben existir pues difieren del mensaje incuestionable del líder. En todo caso son figuras semánticas que sirven para deshacerse de enemigos reales o imaginarios y apuntalan el régimen unitario sin disensos ni división alguna.
El neolenguaje es un arma sumamente potente que al introducirse en la mente de los ciudadanos, genera una sensación de seguridad y estabilidad no presentes en la democracia, donde la pluralidad y el conflicto se resuelven a través de la negociación y el acuerdo.
El problema del monstruo totalitario es que su fuerza incontenible termina por destruir a la propia sociedad que dice defender. El neolenguaje funciona como un acto de fe que anula el pensamiento y destruye la razón. En esas estamos.
Cortesía de El Economista
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