
Los movimientos NIMBY (No en mi patio trasero) se remontan a finales de los años setenta. Estos movimientos se caracterizan por una severa oposic-ión de algunos residentes a proyectos, por lo regular, de vivienda colectiva social, de infraestructura urbana o proyectos industriales de diversa índole. El motivo del rechazo de algunos vecinos a estas intervenciones se daba por temor a que afectaran a la baja el valor de las viviendas de la zona o porque se pensaba que, de llevarse a cabo esos proyectos, saldrían afectados sus intereses.
Actualmente no se ha perdido la animadversión a los proyectos de vivienda, pero ésta se ha invertido: hoy, con frecuencia, se repelen proyectos de vivienda residencial por temor a que se encarezca la vivienda en la zona, principalmente aquella en alquiler. Por la misma razón, algunos grupos tratan de evitar proyectos de renovación urbana de la ciudad. Se teme que, al mejorar la colonia, ésta se encarezca al ser más deseable habitarla por potenciales residentes de mayores ingresos y detone procesos de gentrificación.
Pensemos en la calle Libertad, en la colonia Americana. Una de las vías más emblemáticas de la ciudad, con vivienda, obra de muy destacados miembros de la Escuela Tapatía de Arquitectura, que requiere de una renovación: poda de tratamiento o sustitución de arbolado dañado gravemente; recuperación de la servidumbre verde frente a las casas de la calle (acción que contribuiría a recuperar la identidad de la calle); instalar cableado subterráneo, y mantenimiento y ampliación de banquetas, que volverían todavía más agradables los paseos por esta calle, por citar solo algunas acciones. Bueno, pues esta vía ha visto frustrada su renovación por una hostil oposición de algunos residentes.
Por otra parte, recientemente hemos visto también un rechazo a proyectos de vivienda colectiva en la ciudad por grupos de vecinos que presionan a las autoridades y, en algunos casos, a los desarrolladores. Paradójicamente, estos reclamos se dan en un contexto de encarecimiento de rentas y de vivienda en general, precisamente por ser un bien escaso. Parece que no se entiende que el primer paso para reducir el costo de la vivienda es construir más vivienda, como muestra la amplia evidencia empírica disponible. Es decir, en la medida en que el mercado ofrezca más vivienda, su precio tenderá a bajar: no al revés.
¿Por qué se da este rechazo a proyectos de renovación urbana y vivienda colectiva? Entre algunos argumentos destacan: el potencial incremento de viviendas para Airbnb; aumento de tráfico; encarecimiento de la vivienda; cambio en la identidad arquitectónica y social del barrio; destrucción de vivienda patrimonial, y afectación al tejido y la cohesión social. Evidentemente, estas preocupaciones son válidas y deben ser tomadas en serio por la autoridad local, que deberá asegurarse, por ejemplo, de que la vivienda de valor patrimonial sea protegida o que se garantice la habitabilidad de la zona en beneficio de los vecinos. Para lograr esto, dicho sea de paso, el Gobierno municipal cuenta con los instrumentos necesarios.
Autores como Paavo Monkkonen y Michael Manville llevan el argumento de la oposición vecinal a proyectos de vivienda más allá y se preguntan si la oposición es a la vivienda o a los desarrolladores. Vale la pena explorar esa interrogante, porque con frecuencia parece que el desarrollador de vivienda es mal visto por las supuestas ganancias exorbitantes que se lleva y porque es el actor más visible del cambio en el barrio. Al margen de ello, se ignora el beneficio para la ciudad que supone el aumento en el inventario de vivienda. Claro, habrá que pedirles a los constructores de vivienda que sus proyectos respeten alturas, densidades y contextos urbanos de los barrios.
Además, parece que los propios vecinos actúan en contra de sus propios intereses al frenar proyectos de renovación urbana como el de la calle Libertad, cuyo efecto predecible es el aumento en el valor de las propiedades cercanas y la mejora en la calidad de vida. En contraste, el deterioro de un barrio que evita su renovación contribuye a la disminución del precio de la vivienda y, con ello, a la reducción del patrimonio de quienes poseen inmuebles en la zona, ya que conforme un barrio envejece tiende a ser menos deseable para vivir. Y al final este proceso concluye con la gentrificación por desinversión en el barrio. En ese sentido, los dueños de vivienda tienen incentivos para que la infraestructura de sus barrios se renueve y mejore.
En el caso de la oposición a nuevos desarrollos de vivienda, las personas que pagan renta tienen la legítima preocupación de ser desplazadas involuntariamente una vez que el barrio se renueve y aumente sus precios. Sin embargo, tienen una alta probabilidad de ser beneficiadas por la construcción de nueva vivienda. La razón es que, en barrios con alta demanda de vivienda, como la colonia Americana, el costo de no construir más vivienda es vivienda más cara. Porque la renta es más alta cuando la vivienda es escasa y disminuye cuando la oferta de vivienda aumenta.
Ciertamente, la desigualdad social produce una legítima frustración en grupos en desventaja social que ven en el desarrollo urbano, producto de la inversión de emprendedores, una gran amenaza. Piensan que es mejor paralizar el barrio, que quede inmóvil, para que no cambie “la identidad”. Buscan evitar la renovación urbana y la llegada de nuevos residentes y negocios al barrio, quizá de otra nacionalidad, de distinto ingreso o gustos y preferencias diferentes. No olvidemos que una parte central de la evolución, progreso y crecimiento de las ciudades tiene su origen en el cambio. No hay que temerle. A lo que hay que temerle es a una percepción negativa del “clima de negocios” en la ciudad, que reduciría la inversión privada y, por tanto, los empleos. Ello contribuiría al avance del deterioro urbano, frenando la iniciativa individual de emprendedores en búsqueda de transformar nuestras ciudades en mejores lugares para vivir.
*Eugenio Arriaga Cordero es doctor en estudios urbanos por la Universidad estatal de Portland y académico de la Esarq.
Cortesía de El Informador
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