No puedo tener piedad de ellos: Hugo Alón, víctima de los ataques de Hamas


El Kibbutz Be’eri se congeló en el tiempo. Una comunidad que en algún momento llegó a albergar a más de mil habitantes, es ahora un doloroso recuerdo de lo que sucedió en Israel. Marcas de balas en las paredes que fueron tocadas por las metralletas, techos colapsados en donde los terroristas escalaron para colocar a sus francotiradores. Marcas de humo y cristales rotos. Coches, bicicletas, juguetes y columpios abandonados. Letreros de fiesta y de “feliz cumpleaños” acumulan polvo y se deterioran. Ese es el panorama en este lugar que cambió de para siempre luego del 7 de octubre del 2023.

Hugo Alón es un judío argentino que tiene más de 40 años viviendo en Israel, particularmente en Be’eri. Sus viejos, como él le llama a sus padres, decidieron salir de Argentina para asentarse en Israel por cuestiones religiosas. A partir de este momento llamó a ese país su hogar. Pero ahora, todo lo que conocía es distinto. Hace más de 600 días vivió un evento que cambió su vida cuando más de 300 extremistas del grupo Hamás invadieron su comunidad, arrebatándole su tranquilidad, su paz y a su mejor amigo.

Recorriendo el lugar, que mide apenas 3 kilómetros, Hugo recuerda lo que vivió ese sábado. “Mi hija vino a visitarme junto con sus tres hijos. Ella había dejado de vivir en este Kibbutz por el temor que le daban los bombardeos constantes, pero regresó para celebrar el PENDIENTE”. Justo a las 06:29 de la mañana empezaron a sonar las alarmas antiaéreas. Pensaron que se trataba “de un ataque más, algo normal”, pero pronto se dieron cuenta de que no era así. Los grupos de WhatsApp de la comunidad empezaron a llenarse de mensajes; cada notificación nueva reportaba ruidos en los techos, gritos, explosiones y disparos.

Aunque estaba consciente de que algo terrible había sucedido ese fin de semana, no fue sino hasta que Hugo salió de Be'eri que se dio cuenta de la magnitud del ataque. EL INFORMADOR / P. Gallardo 
Aunque estaba consciente de que algo terrible había sucedido ese fin de semana, no fue sino hasta que Hugo salió de Be’eri que se dio cuenta de la magnitud del ataque. EL INFORMADOR / P. Gallardo 

“Sonaron las alarmas y bajaron mis nietos, mi hija, el perro y nos metimos al refugio. Creímos que era como siempre, a lo que estamos acostumbrados, que estaríamos media hora, una hora ahí adentro”, pero mensajes de WhatsApp les advirtieron que esto era distinto.

“Hay terroristas en el Kibbutz. La gente está pidiendo ayuda, dicen que están en el techo, que les están quemando la casa”, “mi marido está sangrando, ¿¡Qué hago? ¿Dónde están los soldados, los bomberos!? ¿¡Quién me puede ayudar, por favor!? ¡Que alguien me ayude, que alguien me ayude!”.

Pero en la zona donde vivía Hugo, los terroristas llegaron más tarde. Por horas, solo escuchaban el sonido de los misiles y permanecían en su refugio. “Al medio día empezaron a llegar de este lado. Se escuchaban los misiles, las bombas, pero después los gritos en árabe, así supimos que estaban acá”. Al darse cuenta de lo que pasaba, Hugo tomó su batería, su luz de emergencia y sacó su arma de la caja fuerte. Estaba preparado para defender a su familia. Todos se resguardaron en un pequeño cuarto, de apenas unos metros. Cerraron la ventana y las pesadas cortinas de acero y ahí permanecieron cerca de 30 horas, encerrados, en incertidumbre. Afuera, en las calles de la comunidad, se libraba otra guerra.

Los tres nietos de Hugo, de 6, 4 y 2 años, no entendían lo que sucedía, pero sabían que no podían salir y que debían de permanecer en silencio. Al mayor de ellos le ganaba la desesperación, se colocaban las manos en la cabeza y en desesperación preguntaba “‘¿Cuándo van a venir?’. ‘Me prometieron que iban a venir, ya pasaron dos horas’. ‘Ya está oscuro’. ‘Ya es de mañana’. Estaba desesperado, pero él entendía que estábamos en peligro”, dice, “además, hacía mucho calor en el refugio. Éramos muchas personas, entonces nos empezamos a echar aire con pedazos de cartón. A ratos jugaban, a ratos se dormían y lloraban, pero les pedíamos que estuvieran en silencio, les decíamos que nadie podía saber que había gente, que no queríamos que entraran”.

Un día como hoy, hace dos años, Hugo no solo perdió su comunidad, su sentido de pertenencia y las ganas de vivir en su Kibbutz. EL INFORMADOR / P. Gallardo
Un día como hoy, hace dos años, Hugo no solo perdió su comunidad, su sentido de pertenencia y las ganas de vivir en su Kibbutz. EL INFORMADOR / P. Gallardo

Mientras ellos esperaban, afuera, en las calles de la comunidad se libraba una batalla distinta. Las fuerzas de defensa del Kibbutz intentaron defenderla, pero no lograron llegar a tiempo. Las armas estaban resguardadas en una casa de seguridad de la que solo dos personas tenían la llave. Ambas murieron en camino a sacarlas.

Cuerpos en las calles, llamas en las casas y techos colapsados. Gritos de desesperación de madres que veían como mataban a sus hijos y sus maridos salían a pelear. Todo esto se comunicaba a través de WhatsApp y de llamadas de ayuda que terminaban con el sonido de un disparo.

También compartían recomendaciones de cómo bloquear las cerraduras de los refugios. Esos espacios que están diseñados para los constantes bombardeos y que, por lo tanto, permiten que se abran desde afuera. Están pensados para rescates, no para ataques. Seguros improvisados, muebles bloqueando las puertas y una fuerza inexplicable fue lo que usaron algunos para mantenerlas cerradas a pesar de los disparos y los intentos de los extremistas por entrar.

Miles de mensajes sin responder. Familiares desesperados intentando saber qué estaba ocurriendo, dónde estaban sus hijos, sus hermanos y vecinos. No había respuestas, solo incertidumbre. Así fue por dos días.

Pasaron más de 30 horas, hasta que finalmente, la tarde del domingo, los soldados israelíes llegaron a casa de la familia Alón, la número 415 del Kibbutz. Los reconocieron porque hablaban en hebreo. Abrieron la puerta del refugio y salieron. Hugo quería salir por la puerta principal de su hogar. Le había prometido a la exnovia de su hijo que pasaría a ver cómo estaba su mamá, pero no pudo cumplir esa promesa. Ahora lo agradece, pues ella murió y no sabe cómo se lo hubiera podido decir. Las fuerzas militares lo hicieron salir por detrás de su casa, escoltado por otros de sus vecinos, quienes también buscaban a alguien.

Hugo no ha podido velar a su amigo y sabe que no podrá regresar nunca a su casa, pues, aunque está prácticamente intacta, el recuerdo de lo que sucedió es más fuerte. EL INFORMADOR / P. Gallardo  
Hugo no ha podido velar a su amigo y sabe que no podrá regresar nunca a su casa, pues, aunque está prácticamente intacta, el recuerdo de lo que sucedió es más fuerte. EL INFORMADOR / P. Gallardo  

Aunque estaba consciente de que algo terrible había sucedido ese fin de semana, no fue sino hasta que salió de Be’eri que se dio cuenta de la magnitud del ataque. “Nos sacaron y nos llevaron al portón del Kibbutz. A mi familia y a los vecinos. Ahí nos subieron a los autos de los civiles que vino de forma voluntaria a ayudarnos, nos llevaron por la carretera 232 que estaba llena de coches quemados, incendiados. De árboles quemados y un olor tremendo a carne quemada. Yo no sabía… yo sabía que habían entrado terroristas y que hicieron daño, pero… no tenía idea del tamaño de lo que pasó acá, de la masacre”.

Con la voz entrecortada y lágrimas en los ojos, Hugo narra que uno de los miembros del Kibbutz le pidió ayuda para armar una lista de los miembros de su comunidad. “Él me dijo, nuestro hogar no volverá a ser lo que fue. Yo no tenía idea de lo que me decía, pero comenzamos a enterarnos de la gente que murió, de los daños que hubo… él me dijo ‘yo sabía más que vos, pero tampoco sabía el tamaño de esto’ me dijo”.

Pero ese día, Hugo no solo perdió su comunidad, su sentido de pertenencia y las ganas de vivir en su Kibbutz. También perdió a su mejor amigo. Su compañero de la infancia y de la escuela. Se enteró a través de una llamada mientras estaba en el refugio. Su amigo y su esposa fueron asesinados en su casa por los terroristas. A ella la mataron tras descubrirla oculta entre los arbustos. A él mientras peleaba para defender su hogar. Sus restos fueron llevados a Gaza y hasta el día de hoy siguen secuestrados. Saben que está muerto y que se lo “llevaron en pedazos, porque encontramos una parte de él acá”.

A más de 600 días del ataque, Hugo no ha podido velar a su amigo y sabe que no podrá regresar nunca a su casa, pues, aunque está prácticamente intacta, el recuerdo de lo que sucedió es más fuerte. El Kibbutz se está reconstruyendo. Las casas donde fueron asesinados sus vecinos han sido demolidas y ahora solo queda una barda perimetral que anuncia una nueva construcción y de la que cuelgan mantas con los rostros de los que fueron torturados y asesinados en ese sitio.

En el Kibbutz fueron secuestradas 6 personas. Todas ellas continúan como rehenes. EL INFORMADOR / P. Gallardo 
En el Kibbutz fueron secuestradas 6 personas. Todas ellas continúan como rehenes. EL INFORMADOR / P. Gallardo  

Be’eri es solo una de las comunidades que fueron atacadas y es quizá una de las cicatrices más visibles de Israel. Antes de terminar el recorrido, Hugo habla sobre lo que sucede en Gaza y lo que vive su gente y aunque asegura que entiende que no todos son responsables, pero “no puedo tener piedad de ellos porque ellos no la tuvieron con nosotros”.

En el Kibbutz fueron secuestradas 6 personas. Todas ellas continúan como rehenes. De lo que llegó a ser una comunidad de más de mil vecinos, ahora solo quedan entre 60 o 70 que duermen en el lugar. En total, el ataque del 7 de octubre dejó como saldo mil 200 muertos y 251 rehenes, de los cuales 55 continúan en la Franja de Gaza y que no saben cuándo o si lograrán regresar a casa.

*Mantente al día con las noticias, únete a nuestro canal de WhatsApp

Además lee: Israel y Hamás comienzan su segundo día de diálogo en El Cairo

OF

Cortesía de El Informador



Dejanos un comentario: