En el había una vez de Bobby Gillespie (Glasgow, Escocia, 1962) pervive una crianza de clase trabajadora y afiliación socialista parental que nunca le limó su voluntad hedonista. El cantante de Primal Scream, en su afán, en su dionisíaca búsqueda personal como frontman e ideólogo musical de un proyecto que bordea las cuatro décadas de trayectoria, se sostiene como un avatar de lo que el fallecido filósofo contemporáneo Mark Fisher dio en llamar “comunismo ácido”. Si se quiere, una forma quimérica de que los trabajadores recuperen el optimismo y abatir cualquier forma de abatimiento o tristeza a partir de incorporar a su vida diaria o contexto elementos de la industria del entretenimiento.
El grito primal, o la banda a la que le empezara a dedicar su tiempo completo luego de salir del puesto de baterista en los muy influyentes Jesus and the Mary Chain, nunca se quedó quieta en algún sitio. Tampoco fue de conservar músicos originales o repetir formaciones. Como si fueran unos Fleetwood Mac del indie rock, y la asociación no es por estilo sino por la capacidad de sostener el nombre a pesar de las diferentes etapas y géneros musicales que sostiene el logo, la curiosidad artística siempre fue su norte. Y su conocimiento enciclopédico del rock, el pop y la música de baile, la armadura de su autoestima,
Su gran logro, el que los estratifica tanto como álbumes como Free Jazz o El amor después del amor a Ornette Coleman y Fito Páez respectivamente, fue el extraordinario Screamadelica, que en 1991 tendió la cama para dos: una forma de rock and roll basada en los Rolling Stones de fines de los ‘60 y las pistas de baile, gracias al genio del dj de acid house Andy Weatherall.
Un álbum que hizo época y que la banda no pudo superar, pese a intentos de fusionar ese rock primal con electro (Vanishing Point, 1997) o el cáustico robocop radical de XTRMNTR (2000).
Desde la presentación sonora de la banda, lo que ha primado en el siglo XXI, y ya llevamos un cuarto de siglo en esta era, es asentarse en ese hard gospel que levantan de sus evangelios rockeros (Stones, Faces, Humble Pie, los Crazy Horse de Neil Young, MC5) como un formato que intercalan con sus visitas al pasado, que por supuesto incluyen los clásicos de Screamadelica.
Así, en una banda donde los músicos parecen muñequitos de torta que le ponen onda para que baile Gillespie (el guitarrista, un adalid del sonido vintage que luce como un clon de nuestro Skay Beilinson, el tecladista una mezcla del Paul Williams del filme de Brian de Palma Fantasma en el Paraíso con Klaus Kinski, la bajista como salida de la troupe de Prince) y replique su gloria andrajosa. Suenan sueltos, pifian, gruesos a veces, con swing otras. No parecen perseguir la perfección, como si eso les quitara aura.
Con cierto orgullo, repasan también su último disco, que trae algunas canciones valiosas como Heal Yourself, una piadosa advertencia en la pandémica era de una salud universal mental frágil, que arropada en la voz terapéutica de las dos coristas afroamericanas suena a más que un placebo. En la contraria, la corrosiva Swastica Eyes (Ojos de esvástica) sigue sonando con la acorazada claustrofobia de muchos lustros atrás, cuando el neonazismo actual apenas podía detectarse.
Gillespie, espigado y de punta en blanco, cambia dos veces de vestuario: una para denotar una camisa de corte Nashville que es el outfit ideal para la festejadísima Country Girl y la otra para exhibir una remera con la cara de Maradona, eterno avatar de la banda y tantas veces objeto de dedicatoria de esa sinfonía de dub espacial con pleitesía al dios febo y los estados alterados de la mente titulada Higher than the Sun (Más alto que el sol), que por esta vez no fue parte del repertorio.
Sí, al final, hubo una ducha resplandeciente de himnos de Screamadelica, como Loaded, Movin’ on Up, Damaged y Come Together, que alguna vez los Soda Stereo citaron (sampler mediante) en su tema No necesito verte (para saberlo).
Y después de Rocks, y una ola de feedback posterior, los Primal Scream saludaron a un público argentino que les reclamaba un lugar cerrado y propio desde aquel debut local de 1998 en Museum. Volvió a salir bien, con los destellos de una banda que prefiere ser genial de tanto en tanto antes que ejercitar y sostener un talento disciplinado en el Excel de la historia.
Cortesía de Clarín
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