
La presidenta Sheinbaum envió en septiembre pasado al Congreso una iniciativa que sube aranceles hasta 50% en 1,463 fracciones arancelarias de productos que llegan de países sin tratado de libre comercio, especialmente China, Corea del Sur, India, Indonesia y algunos más. Según la Secretaría de Economía, el impacto se calcula en ingresos fiscales aproximados de 52 mil millones de dólares anuales, el 8.6% del total que compra el país. La justificación oficial suena lógica: proteger industrias vulnerables y reducir un déficit comercial con China que en 2024 alcanzó el récord de 119,858 millones de dólares, de acuerdo con datos del INEGI. Sin embargo, tras las reacciones de China y la presión del sector empresarial, el gobierno federal abrió un diálogo con representantes de los sectores automotriz, textil, vestido, plástico, siderúrgico, electrodomésticos, aluminio, juguetes, muebles, calzado, marroquinería, papel y cartón, motocicletas, remolques y vidrio, entre otros. El objetivo es afinar el dictamen y llevarlo a votación antes de que concluya el periodo legislativo el próximo 15 de diciembre. Aun así, persisten dudas sobre la posibilidad real de alcanzar un acuerdo en ese plazo. La Comisión de Economía ha propuesto instalar mesas de análisis que se llevarán a cabo, tentativamente, el próximo 26 de noviembre.
El contexto geopolítico no admite dudas. México envía una señal clara a Washington justo cuando la administración Trump 2.0 se prepara para revisar el T-MEC en 2026. El Baker Institute de la Universidad Rice lo expresó sin rodeos en sus comentarios públicos entregados al representante comercial de Estados Unidos (USTR): la prioridad absoluta debe ser preservar el acceso preferencial de México y Canadá al mercado estadounidense, pero a cambio, se sabe, Estados Unidos exige cerrar la “puerta trasera” que permite a bienes chinos evadir aranceles vía México. El documento advierte que sin un T-MEC robusto, Norteamérica no podrá competir con China y el sudeste asiático. En ese contexto, nuestros nuevos aranceles funcionan como credencial de buena conducta ante la Casa Blanca, pero también exponen un dilema profundo: acercarnos más a Estados Unidos implica alejarnos de China. ¿Cómo puede México equilibrar la necesidad de fortalecer su relación estratégica con Estados Unidos, preservando su acceso preferencial al mercado norteamericano, sin comprometer su dependencia de insumos asiáticos cuyos costos sostienen la competitividad?
El problema radica en que México no es Alemania ni Corea del Sur. Somos un país maquilador: ensamblamos televisores, automóviles y refrigeradores de alta tecnología, pero importamos una inmensa mayoría de componentes electrónicos, plásticos especiales, aceros de aleación, telas técnicas y cientos de piezas intermedias que simplemente no se fabrican aquí a escala ni a precio competitivo. Aplicar aranceles a esas compras necesariamente sube el costo de esos insumos y encarece toda la cadena productiva afectando nuestras exportaciones. Recordemos que el 80% de las ventas al exterior de México van a clientes estadounidenses.
En el informe “After the Shock: Mexico’s Path to Leverage in a Disrupted Global Economy” de Gilberto García-Vázquez, publicado por el think tank The Dialogue, se destaca que los aranceles estadounidenses impuestos a China en 2018 no detuvieron el ascenso de dicho país en el comercio internacional, y beneficiaron a México. En 2024, Estados Unidos importó 2,134 líneas de productos distintas. China fue el principal proveedor en 324 de ellas; y en 68 de esas categorías—más que cualquier otro país—México se ubicó entre los tres principales proveedores alternativos, mientras que en 48 categorías, México fue el respaldo primario. Esto significa que en esas categorías, nuestro país figuró como socio de reemplazo número uno de China, y esto explica por qué diseñar una estrategia sofisticada para México es crucial, pues implica oportunidades de inversión para aprovechar la única y privilegiada integración comercial en Norteamérica.
El gobierno federal mexicano enfrenta en esta coyuntura tres escenarios. El primero aplica la versión pura y dura: aplicar los aranceles planeados en la iniciativa de la presidenta Sheinbaum, asumir efectos inflacionarios y el impacto de una menor competitividad en perjuicio de nuestro país; el trade-off serían puntos a favor en nuestra relación comercial y diplomática con Washington.
La historia mexicana está llena de capítulos en los que la protección prolongada terminó en pérdida de productividad. El acero entre 2002 y 2014, el textil en los noventa y el calzado en los ochenta vivieron ciclos idénticos: aranceles altos, precios internos elevados, poca inversión en tecnología y, cuando las barreras cayeron, descubrimos que nuestras fábricas habían quedado rezagadas frente a competidores globales. La imposición de aranceles a importaciones chinas impactaría directamente a un segmento amplio de consumidores de ropa, calzado, juguetes, electrodomésticos y vehículos eléctricos con una estimación de aumento en la inflación de hasta un 4%. El Banco de México ha advertido que medidas de este tipo pueden tener un efecto significativo en el nivel general de precios. La discusión sobre el tema de la Junta de Gobierno del Banco Central es pública y se puede consultar en la minuta del pasado 25 de septiembre.
El segundo escenario plantea un esquema quirúrgico: aranceles altos solo donde exista capacidad nacional real (ciertos textiles, calzado básico, algunos aceros) y tasas bajas o exenciones en insumos críticos que la industria necesita para seguir exportando. Proteger sin exigir eficiencia genera empresas que mañana pedirán más subsidios y más prórrogas. Ante este escenario, el Baker Institute propone una salida viable más que el simple proteccionismo reactivo. Sugiere aprovechar la revisión del T-MEC para crear tres grandes acuerdos norteamericanos: un mecanismo trilateral de revisión de inversión china que evite riesgos de seguridad nacional sin espantar capital productivo (estimando la inversión china en México en 15 mil millones de dólares, no los 2 mil millones oficiales); reglas claras contra el transbordo ilegal de insumos o bienes intermedios, que no castiguen a los bienes que realmente cumplan origen norteamericano; y, un capítulo de minerales críticos que alinee regulaciones y promueva inversiones México-Estados Unidos-Canadá para realizar en territorio de Norteamérica procesamientos conjuntos de litio, tierras raras y otros elementos del subsuelo mexicano que requieren tecnología y capital para extraerlo y refinarlo a gran escala. Esto, a su juicio, reduciría progresivamente la dependencia de China que controla el 80% de estos mercados a nivel global.
Estas propuestas buscan convertir la presión geopolítica estadounidense en una oportunidad para que México deje de ser mero ensamblador y se convierta en proveedor estratégico de componentes de alto valor. Hoy importamos baterías chinas; mañana podríamos refinar litio sonorense con tecnología canadiense y vender celdas a las armadoras de Detroit y Aguascalientes. Pero eso requiere inversión, certidumbre jurídica y socios, no solo aranceles. El informe de The Dialogue proyecta que México podría capturar 94.7 mil millones de dólares adicionales en exportaciones si aprovecha los obstáculos que están encontrando los productos chinos para entrar en el mercado estadounidense. Por ejemplo, en el mercado de computadoras, México podría vender 20.2 mil millones anuales, en el de pantallas de video aproximadamente 6.1 mil millones, y en equipo de transmisión para voz y datos cerca de 4.7 mil millones, siempre y cuando fortalezca sus cadenas de suministro fomentando las manufacturas y aprovisionamiento de insumos para dichos productos finales en su territorio.
El tercer escenario supondría dar marcha atrás en la intención de imponer aranceles y optar por un mayor diálogo con China, buscando atraer inversión productiva que sustituya importaciones y evite afectar al consumidor mexicano. Sin embargo, el costo político, diplomático y comercial con Estados Unidos sería tan elevado que recorrer este camino equivaldría a arriesgar la pérdida del T-MEC. Conviene recordar que la disposición 32.10 del Tratado establece la terminación del acuerdo si alguna de las partes negocia con una economía considerada de “no mercado”, categoría en la que actualmente se encuentra China, según la lista oficial del gobierno estadounidense.
Cada escenario requiere un análisis dedicado de costos-beneficios a corto y largo plazo. Bajo el primer escenario, la recaudación fácil podría seducir al gobierno federal, pero la apuesta de mayor competitividad para el largo plazo bajo el segundo escenario garantizaría inversión extranjera productiva mediante políticas industriales que premien más la eficiencia y castiguen menos las importaciones en beneficio de la economía general y las economías locales. Subir aranceles sin un plan paralelo de desarrollo de proveedores nacionales equivaldría a ganar una batalla comercial y arriesgar la guerra por el crecimiento sostenido.
Como señala García-Vázquez, México históricamente ha actuado como amortiguador de shocks en Norteamérica al absorber las disrupciones que detonan ciertas políticas proteccionistas de Estados Unidos. Pero para transformar esa exposición en una palanca duradera, México necesita atreverse a implementar una estrategia nueva y dual: cerrar brechas en las estructuras de costos de insumos para cumplir con el T-MEC y optimizar el valor de sus exportaciones para impulsar su competitividad actual hacia niveles superiores.
Los mexicanos debemos tener plena conciencia de que las negociaciones del T-MEC en 2026 exigirán lealtad, integridad y transparencia comercial (y no comercial), un asunto que atañe a todos: gobierno, iniciativa privada, academia y sector social. A cambio, nuestro país puede y debe demandar estabilidad en el cumplimiento del acuerdo, con cero o mínimos aranceles, un trato digno como principal socio comercial, y un marco abierto a la incorporación de nuevos temas estratégicos para la región: minerales críticos, inteligencia artificial y componentes clave para las industrias electrónica y de dispositivos médicos. Estos elementos añadirían complejidad a nuestra economía para impulsar mayor valor añadido total en el largo plazo, lo que permitiría al país avanzar hacia cadenas de manufactura más sofisticadas y superar el papel tradicional de ensamblador de bajo costo. Con ello, México tendría una oportunidad real de consolidarse como un socio estratégico estable y confiable en un entorno global cada vez más politizado e incierto. Que prevalezca la decisión que fortalezca a México a largo plazo.
La autora es Directora de Inteligencia Más y maestra en Gobierno y Políticas Públicas en la Universidad Panamericana.
Cortesía de El Economista
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