La tarde se había pintado de gris y la lluvia, fina pero tupida, caía sobre las calles de Iztacalco, en la colonia Gabriel Ramos Millán. El ambiente, a unas semanas del Día de Muertos, ya olía a cempasúchil y a esa melancolía que viene antes de la celebración oficial. Fui en busca de los hermanos panaderos, los hijos de Don Pepe, como los conocen en el barrio, y encontré mucho más que una receta, descubrí una tradición viva, un hogar de puertas abiertas y un amor inmenso por el oficio.
Jaime, Mario y Gustavo González Ibarra me recibieron con una calidez que hizo que se me olvidara el frío y lo mojado de mi ropa. Me saludaron tres hombres de manos fuertes y cuerpos curtidos por el trabajo, pero con una atención y generosidad que me hicieron sentir en casa al instante. Los tres llevaban mandiles, ya listos para el oficio, y sobre la mesa, impecablemente ordenada, los ingredientes esperaban su momento de ser protagonistas: la harina blanca, los huevos frescos, la mantequilla amarilla. Todo en su lugar.
Mientras las melodías inconfundibles de la estación “El Fonógrafo” sonaban suave desde una pequeña radio, canciones de la Época de Oro que siempre los acompañan cuando hacen pan. Me ofrecieron una taza de café y, por supuesto, Pan de Muerto. Probé el de azúcar, esponjoso y con ese toque delicioso que solo lo casero puede dar; luego el de ajonjolí, que fue mi favorito con un sutil crocante que combinaba con la nuez que claro, me invitaba a otra mordida. Era perfecto, el tipo de pan que te hace cerrar los ojos y te hace agradecer ser mexicano.

Las manos que amasan el recuerdo
“Lo elaboramos con ese amor que él nos enseñó”, dijo Mario, con una sonrisa nostálgica, mientras los tres se paraban frente a la batidora industrial. Se refería a su padre, Don Pepe, un hombre que dedicó su vida a la panificación desde los 15 años y les transmitió el oficio a sus hijos desde la niñez: “Hacemos pan desde hace más de 60 años”, agregó Gustavo, con una mirada de orgullo hacia sus hermanos.
La panadería de los González Ibarra no es un local comercial al pie de calle. Es un espacio mediano pero perfectamente equipado, ubicado en el último piso de la casa de Don Jaime. Un horno es el protagonista del lugar, charolas, moldes y máquinas que han sido testigos de incontables amaneceres, donde la magia de la masa cobra vida. Pero el lugar donde me recibieron, en casa de Don Mario, tiene un encanto especial. Él mismo construyó ahí un rincón para hacer pan, un refugio que ahora es el punto de encuentro de los tres hermanos. Un lugar donde no solo hornean pedidos especiales, sino que cultivan su amor por el pan, para la familia, y para pasar tiempo juntos.

Cuando empezaron a explicar el proceso del Pan de Muerto, los tres se involucraron, pero era Jaime quien llevaba la batuta. Con una precisión asombrosa, iban vertiendo los ingredientes. “Nosotros no usamos agua para el Pan de Muerto, ni leche entera”, reveló Jaime, “solo leche condensada”. ¡Ese era uno de sus secretos! Me contaron que el círculo de masa que corona el pan representa el cráneo, y las “canillas” (como los panaderos llaman a los huesos) simbolizan los huesos y las lágrimas. Llevan cuatro huesos, por los cuatro puntos cardinales.
Con la masa lista, suave y elástica, Don Jaime, el más rápido y preciso, tomaba el control. Sus manos, expertas por décadas de oficio, amasaban con tal destreza que los panes de muerto tomaban forma en segundos. “Mi favorito es el ojo de toro, me gusta mucho hacerlo”, confesó. Él formaba los cráneos, hacía las canillas, Mario se las ponía con delicadeza, y Gustavo las colocaba en las charolas. Ocho minutos en el horno, ni uno más ni uno menos, para que cada Pan de Muerto saliera perfecto y delicioso.Los tr

¿El alma del Pan de Muerto? El amor
Don Jaime, quien, a pesar de complicaciones de salud por el COVID-19 y recomendaciones médicas para dejar el oficio, sigue horneando, reveló qué sentía al hacer pan. “Me han dicho que mi padre estaría orgulloso de verme en el tablero. Yo diría que es un pan hecho con amor. La nostalgia de tener a mi papá a un lado”, dijo, con la voz quebrada y los ojos húmedos por la nostalgia.
Don Gustavo compartió la satisfacción de los elogios: “Cuando te compran el pan y te dicen ‘no le cambien la receta, está bien rico'”. Mario, por su parte, describió el arte del pan como algo que “te alimenta el espíritu, yo creo que cuando haces algo con amor, lo disfrutas más”.

Mientras la lluvia se calmaba y el aroma del pan de muerto llenaba cada rincón, los hermanos me despidieron con gratitud. Pero en realidad, fui yo la que se fue con el corazón repleto de emoción. El Pan de Muerto de los hijos de Don Pepe no es solo un manjar que endulza la boca; es una historia de amor, herencia y tradición.
Cortesía de El Heraldo de México
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