
Romper escaparates, quemar neumáticos, cruzar contenedores, saquear almacenes, enfrentarse a las fuerzas policiales. Los disturbios tienen una larga historia y han protagonizado goznes de la civilización, desde la Revolución Francesa al Mayo de 1968, el movimiento antiglobalización, los chalecos amarillos en Francia o las frecuentes protestas raciales en Estados Unidos. Recientemente una nueva ola de disturbios ha retado al gobierno francés de Emmanuel Macron y ha puesto a Nepal patas arriba, en una grave ola de violencia. Sobre el bloqueo de la última etapa de la Vuelta Ciclista a España, en Madrid, su carácter fue más de ocupación ciudadana del espacio público, aunque hubiera rifirrafes puntuales y alguna carga policial, sin comparación con los otros casos citados. El disturbio se configura como la forma de protesta propia de una época en el atolladero. Y aunque con mucha frecuencia se haya visto como un mero problema de orden público o un estallido de frustración social, hay quien lo ve como un fenómeno estructural e incluso como un correlato de la historia del capitalismo.
Solo podemos comprender el disturbio “si, parafraseando a Frantz Fanon, somos capaces de descubrir el movimiento histórico que le da forma y contenido”, escribe Joshua Clover, recientemente fallecido, en el ensayo Disturbio. Huelga. Disturbio. La nueva era de los levantamientos (Traficantes de sueños). Ante el señalamiento de la violencia que acompaña a este tipo de protestas, Clover observa: “La visión de una sociedad generalmente pacífica, que solo excepcionalmente estalla en violencia, es un imaginario accesible solo para algunos. Para otros –la mayoría– la violencia social es la norma”.
Antes del siglo XIX los disturbios surgían generalmente relacionados con la economía: el alza de los precios de los alimentos o el cercamiento de las tierras comunales. Como explica al teléfono Ramón Adell Argiles, profesor honorífico de Sociología de la UNED, “las protestas campesinas del siglo XV y XVI eran calificadas como ‘chusma’ o ‘turbas’, el ‘populacho’ protagonizando motines del hambre o azuzado por algún pretendiente a la corona o por injerencias extranjeras”. Adell señala cómo después tuvo lugar un proceso de “ritualización”, sobre todo en tiempos de la Revolución Francesa, cuando aparece la manifestación en forma de desfile o las barricadas. Esta ritualización va acompañada de la aparición de la policía y las prisiones: “Son formas menos violentas de reprimir los conflictos urbanos: antes era el ejército y la pena de muerte, ahora ya no se ejecuta a la gente, se le quita la libertad”.
Con la Revolución Industrial y organizado el movimiento obrero, las reivindicaciones toman la forma de la huelga, que trata de fijar los salarios, entre otros asuntos. Siguiendo el relato de Clover, avanzado el siglo XX, con la desindustrialización de los países desarrollados, el declive del obrerismo y la llegada de las crisis prolongadas, se arriba a la fase del disturbio ampliado, protagonizado por clases precarias y muy racializadas; no puntuales, sino sostenidos; no en fábricas o puertos, sino en calles y plazas. Es el ciclo disturbio-huelga-disturbio ampliado.
En la economía de la producción, explica Clover, la huelga es efectiva porque incide en el lugar donde se produce, la fábrica. En la actual economía de la circulación, con la producción deslocalizada y las mercancías en constante movimiento, el disturbio ampliado trata de bloquear esos flujos, ataca tiendas y supermercados o corta carreteras y otras infraestructuras logísticas. Véanse los bloqueos de los chalecos amarillos franceses o de los transportistas españoles. Desde los años 60, Adell añade la aparición de las ocupaciones: de las fábricas, de las plazas o de los edificios para hacer centros sociales: “Si la manifestación es un ejercicio simbólico, la ocupación tiene un punto antisistema”.
En palabras del ensayista Emmanuel Rodríguez, la época actual es la de los estallidos grises: “Estallidos imprevistos, prácticamente opacos en términos analíticos y básicamente incomprensibles para las izquierdas progresistas”, según los describe en El fin de nuestro mundo (Traficantes de sueños). Aquí se encontrarían, por ejemplo, los disturbios en las banlieus parisinas, entre otros: “Aparecen comportamientos que se podrían considerar oscuramente nihilistas, ya sin referencia alguna a los marcos de inclusión social y nacional que en otros tiempos representaron el movimiento por los derechos civiles en EE UU o la izquierda obrera en Europa”.
Más allá de protestas romantizadas, como la de Mayo del 68, la sociedad suele tener una mala imagen de los disturbios. Generan inseguridad e interfieren el funcionamiento de la urbe, destruyen mobiliario urbano, producen pérdidas económicas a negocios o particulares: hay quien puede ver su coche quemado. Incluso pueden dejar heridos, o muertos. Más que sumar a la causa, pueden restar, si la simpatía social no es suficiente. “Siempre que haya daños, daños materiales o perjuicios a personas, seremos inflexibles e implacables”, declaró el ministro del Interior francés, Bruno Retailleau, en las recientes protestas. Estas explosiones, desde muchos puntos de vista, no caben en una sociedad democrática, que tiene otros cauces para la protesta. “Esta es una imagen construida en el siglo XIX, diferente a la que había en las revoluciones francesa o americana. Incluso desde algunos sectores de la izquierda, como el leninismo, se criticó lo anárquico y caótico del disturbio, que no llevaba a nada”, dice Albert Noguera, catedrático de Derecho de la Universitat de València y coautor, junto a Jule Goicoetxea, de Estallidos. Revueltas, clase, identidad y cambio político (Bellaterra).
La etiqueta de los disturbios se usa con frecuencia para criminalizar la protesta, como en el caso del bloqueo del final de la Vuelta Ciclista en Madrid (calificado por algunos como kale borroka). Como explica por correo electrónico Eduardo Romanos, profesor de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid, el objetivo es “sustraer la dimensión política. Así se legitima la represión en lugar de atender a las condiciones que explican el descontento, que suelen venir de un fuerte sentimiento de ofensa y humillación provocado por la marginalización política, la privación económica o la brutalidad policial”. Los disturbios pueden tener un carácter instrumental, como poner el foco en un asunto o presionar a un Gobierno, pero también un carácter simbólico, como expresión de una frustración largamente contenida. Hay contrapartidas: “Se puede iniciar una escalada con las fuerzas de seguridad en condiciones muy desiguales, porque el Estado tiene muchos más recursos que quienes protestan. Y, además, aleja posibles apoyos: la gente no suele simpatizar con la violencia y los medios de comunicación pueden generar estigma”, observa Romanos.
Los estallidos en los últimos años en Francia, EE UU, Chile o Colombia, ponen en evidencia que el estallido social vuelve. Y no solo por la explicación económica de Clover (el fin de la huelga, la economía de la circulación) sino también por cuestiones políticas: “En España el fin del bipartidismo sacó el conflicto de la calle, pero en el momento en que los partidos entran en crisis y no generan representatividad, la gente vuelve a la calle”, apunta Noguera. El descontento por las medidas de austeridad, el deterioro de los servicios públicos, el auge de la extrema derecha y, en fin, la sensación de futuro abolido, colaboran: “El disturbio, el bloqueo, la barricada, la ocupación. La comuna. Esto es lo que veremos durante los próximos cinco, 15, 40 años”, concluye Clover.
Cortesía de El País
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