¿Por qué el panettone se cuelga boca abajo? La ciencia tiene la respuesta

A las afueras de Milán, un panadero cuelga del techo su panettone recién horneado, aún humeante, como si fuese un murciélago de masa y mantequilla. Lo hace con una precisión casi quirúrgica: dos varillas de acero atraviesan la base del pastel, que luego es suspendido boca abajo durante horas. La escena recuerda más a un laboratorio que a una pastelería. Pero no es un capricho ni un truco de marketing. Es ciencia, y muy concreta. En ese gesto final se juega la diferencia entre una miga etérea o un mazacote olvidable.

Aunque en España lo asociamos cada vez más a las mesas navideñas —compartiendo protagonismo con el turrón o el roscón de Reyes—, el panettone es una criatura compleja, casi caprichosa, que exige precisión técnica, paciencia y un conocimiento profundo de la fermentación. Nada en él es sencillo. Su éxito no depende solo de ingredientes nobles, sino de comprender lo que ocurre, microscópicamente, en su interior.

Una arquitectura de burbujas

Detrás de su forma abovedada y su sabor mantecoso hay un diseño estructural sorprendente: una malla tridimensional de gluten capaz de atrapar gases y soportar su propio peso sin colapsar. La harina de fuerza, elegida por su alta proporción de proteínas, es la responsable de ese andamiaje invisible. Cuando se mezcla con agua y se somete al amasado, esas proteínas (glutenina y gliadina) se entrelazan formando una red elástica que, como una especie de tendón comestible, mantiene unida toda la arquitectura interna.

La red de gluten no actúa sola. A su lado, el almidón se gelifica, atrapando agua, mientras que los microorganismos de la masa madre comienzan a liberar gases, ácidos y aromas. La masa se infla lentamente, en una especie de fermentación coreografiada, donde cada etapa debe respetar su propio ritmo. La ciencia alimentaria lo define como un sistema bifásico: una fase continua —la malla de gluten con almidón— y una fase dispersa —las burbujas de gas—. Pero para quien lo amasa, es casi una criatura viva.

Cuando la gravedad y la repostería no se ponen de acuerdo, ocurren milagros navideños
Cuando la gravedad y la repostería no se ponen de acuerdo, ocurren milagros navideños. Foto: Istock/Christian Pérez

El alma está en la fermentación

Un panettone no se hace en una tarde. Puede necesitar hasta 72 horas de proceso. Y esa lentitud no es caprichosa. La fermentación larga, impulsada por una masa madre madura, permite el desarrollo de compuestos aromáticos que no se logran con levaduras rápidas. Se forman aldehídos, cetonas y ácidos que otorgan al panettone su perfume característico: entre mantequilla, vainilla y corteza cítrica.

En muchos obradores artesanos de Italia, y cada vez más en España, se cultiva una masa madre específica para panettone, alimentada diariamente, que ha sido afinada durante años. Se comporta como un ecosistema doméstico: bacterias lácticas y levaduras salvajes conviven, se equilibran y, sobre todo, sobreviven al azúcar, la grasa y las largas fermentaciones. En este sentido, el panettone es uno de los productos más exigentes de la pastelería fermentada. Nada que ver con un bizcocho común.

La voltereta como principio físico

Y luego está el gran momento. Tras hornearse durante más de 40 minutos a unos 180 grados, el panettone sale del horno inflado como un balón. En ese instante es vulnerable. Si se dejara enfriar de pie, su propio peso lo haría colapsar. La estructura aún está caliente, flexible, no del todo fijada. Por eso se cuelga boca abajo, como se cuelga un jamón, pero por razones opuestas: aquí se trata de evitar el hundimiento, no de promoverlo.

Este gesto, tan visual y curioso, tiene una razón termoquímica: mientras la miga se enfría, la amilosa (una de las moléculas del almidón) retrograda, es decir, se reorganiza y se solidifica. Ese proceso fija la estructura final del panettone. Si se hace mal, el resultado es una miga apelmazada. Si se hace bien, es una nube comestible.

El panettone cuelga entre tres y seis horas. En algunos obradores, lo dejan toda la noche. Lo que cuelga no es solo un pastel: es el resultado de decenas de variables controladas con obsesión científica.

Nacido en Milán durante el Renacimiento, este dulce alto y esponjoso comenzó como un pan festivo enriquecido con frutas
Nacido en Milán durante el Renacimiento, este dulce alto y esponjoso comenzó como un pan festivo enriquecido con frutas. Recreación artística. Foto: ChatGPT-4o/Christian Pérez

Tradición, técnica… y algo de orgullo

Que el panettone sea tan difícil de hacer no ha impedido que, en los últimos años, haya vivido una segunda juventud en España. Decenas de obradores artesanos han asumido el reto de elaborarlo según el método tradicional. En lugares como Madrid, Barcelona o incluso pueblos pequeños, panaderos locales han logrado competir en certámenes internacionales. Algunos han llegado a vender sus panettones a Japón o Estados Unidos.

Pero hay un matiz interesante: muchos de estos panaderos no vienen del mundo de la pastelería clásica. Algunos son exbiólogos, ingenieros o incluso antiguos cocineros reconvertidos a la panificación lenta. Lo que tienen en común es una fascinación casi científica por los procesos de fermentación.

La elaboración del panettone ha servido, de hecho, como puerta de entrada a la ciencia de los alimentos para muchos aficionados. En foros y redes sociales, se discuten los niveles óptimos de acidez de la masa madre, la temperatura ideal del amasado o el porcentaje de hidratación en función del tipo de harina. Hay quien compara esta fiebre por el panettone con el fenómeno del vino natural: una mezcla de tradición, saber técnico y cierto romanticismo contemporáneo.

Una lección navideña sobre el tiempo

En un tiempo donde lo inmediato parece ser norma, el panettone propone otra cosa. No se hace en 15 minutos. No se improvisa. No se puede encargar por la mañana y recoger por la tarde. Hay que cuidarlo, dejarlo fermentar, colgarlo, esperar. Es un dulce, sí, pero también una lección sobre el tiempo, el cuidado y la transformación.

Y quizá por eso, más allá de modas y mercados, el panettone sigue creciendo. No solo en altura, sino en simbolismo. Porque en cada bocado, detrás de cada hebra esponjosa, hay algo más que mantequilla y harina: hay química, hay biología, y hay también la voluntad humana de domar la complejidad.

Como todo lo verdaderamente navideño, su magia está en el milagro de lo cotidiano.

Cortesía de Muy Interesante



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